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El vecino sin nombre al rescate
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Tiempo de lectura: 3 minutos

Nunca supe cómo se llamaba, ni a qué se dedicaba, ni de dónde era, ni exactamente en qué edificio cercano vivía. Nos conocimos por una App de citas para gays. Su número de teléfono era de un estado del medio oeste americano, pero los dos vivíamos en Nueva York, en la misma calle, en la misma esquina.

Y ese número que empezaba con 651 se convirtió en una especie de teléfono SOS para emergencias sexuales, especialmente mías. Durante esos dos años, yo estuve soltero y también en una relación abierta a distancia (venga, todo junto); él tenía pareja.

Sus mensajes eran cortos: hey?, what’s up?, are you horny? Y me ofrecía sexo instantáneo, al cabo de minutos del primer mensaje.

En la App se presentaba como activo y abierto a todo, pero en nuestras emergencias el juego era casi siempre el mismo: venía a chupármela.

Tenía algunos requisitos, pero pocos.

El primero: siempre me preguntaba por mensaje de texto cuánto tiempo llevaba sin eyacular. Yo siempre sumaba uno o dos días para aumentar la expectativa y el morbo. Tengo tendencia a correrme de forma explosiva y abundante.

El segundo: tenía que dejar la puerta del apartamento sin candar, ya fueran las doce de la noche o estuviera nevando o pasara lo que pasara. Me intranquilizaba, pero al mismo tiempo me daba un morbo que me ponía colorado solo de pensarlo.

El tercer requisito: tenía que esperarlo completamente desnudo. La mayoría de veces, nuestra quedada era anunciada con tan poco tiempo que yo tenía que tocármela un poco, o pensar en mis mejores polvos, o ver treinta segundos de porno desde el móvil, para que al menos la verga se me prendiera.

Y el cuarto: si yo volvía de correr, hacer bici o del gym, tenía prohibido ducharme antes de que el llegara. Le gustaba el olor a entrepierna sudada para lamer mis huevos e inspirar fuerte entre mi vello púbico.

Él necesitaba inspirar popper. Las pocas veces que lo he probado, me ha descolocado o incluso me ha relajado demasiado, así que yo no jugaba a eso. Yo solo me ponía cómodo mientras él llegaba.

Se quitaba toda la ropa en la entrada de casa, toda, mientras yo oía sus pasos desde la habitación. Me recuerdo ahí: echado en la cama, con dos almohadas en la cabeza, las piernas abiertas, y la polla dura.

Cuando entraba en la habitación, desnudo, y con el popper en la mano, decía “hey". Yo le contestaba “hey”. Nos sonreíamos. Y se abalanzaba sobre mi verga como si la hubiera estado deseando todo el día, pensando en ella en el trabajo que nunca super cuál era, o en el baño de su apartamento que nunca conocí.

Era rubio, con el pelo casi rapado, con la piel blanca nuclear, que se le ponía roja por la excitación del momento. Su era cuerpo deportivo pero con barriga de finales de los treinta. Sin casi bello en el cuerpo, y con un pene pequeño y circuncidado.

El mío es más grande, pero nada del otro mundo. Circuncidado, bastante grueso. Pero en esa perspectiva y con ese chico dedicado a ella, mi polla me parecía la más fuerte y grande del barrio. En esa época hacía bastante deporte y, sin ser un tío atlético, mis brazos y pecho contorneaban mi masculinidad y le ponían a cien.

Al principio, yo dudaba de su técnica practicando sexo oral, repetitiva y metódica, que no acababa de estimular mi glande. Pero mientras se excitaba más y más, la velocidad aumentaba, se la metía hasta la garganta, y la lubricaba con su saliva. A veces se atragantaba.

Yo gemía, y sé que eso le gustaba mucho aunque nunca lo dijera. Se me encorvaban los dedos de los pies de placer, y mis caderas daban espasmos como si le quisiera follar la boca.

De hecho, muchas veces él se quedaba quieto y se masturbaba, y yo movía mi pene hacia arriba y hacia abajo, adentro y afuera de su boca.

Cerraba los ojos, consciente de que me excitaba la situación, el morbo, el servicio a domicilio para liberar tensiones, más que puramente él.

Siempre le avisa de que me estaba acercando al orgasmo y él se la frotaba todavía más rápido.

Hasta que yo me corría, la mayoría de veces en su boca, y mucho. Porque siempre saco tres o cuatro lechadas, y porque siempre que lo avisaba llevaba días sin eyacular.

Yo soltaba una carcajada después de venirme, exhausto, liberado, ligero como si hubiera quitado una carga de dentro. Y automáticamente –ya era una rutina para nosotros– daba un salto al armario y le daba una toalla pequeña de la colección de toallas –algunas robadas de hoteles– listas para las visitas sexuales.

Él se iba al baño a asearse un poco, y yo me quedaba esperando y limpiándome la polla roja, gastada y pringosa de restos de semen.

Mientas se vestía, yo lo miraba con la toalla atada a la cintura. Le ofrecía un vaso de agua. Nunca quiso, nunca decía nada, apenas conocía su timbre de voz, y eso que me visitó al menos una veintena de veces.

Hasta que un día me preguntó algo antes de irse.

– Este fin de semana, ¿te animas a divertirte también con mi novio?

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