Desde hacía un par de meses llevaba viviendo con mi novia, Amanda. Ella tiene 25 años y yo 28. Más de uno se sorprendió cuando dimos el paso de irnos a vivir juntos, pero después de ese tiempo, tengo que reconocer que fue un acierto. La convivencia nos había unido más, y no había permitido tener la privacidad de la cual no gozábamos antes. La casa no era ningún lujo, pero para nosotros dos era más que suficiente. Tal vez el único defecto era lo mal aislada que estaba la casa. Teníamos dos vecinos que escuchábamos algunas veces, e intuíamos que ellos también a nosotros. A decir verdad, a la pareja mayor de la derecha rara vez la escuchábamos; tan solo cuando hablaban alto o había un ruido fuerte. El problema venía con el vecino de la izquierda. Digamos que era más ruidoso. La mayoría del tiempo no lo escuchábamos tampoco, pero te podíamos decir que cada vez que subía a alguna amiguita, dejaba constancia con sus berridos y aullidos que estaba acompañado.
El tipo no era nada agraciado, tanto que Amanda y yo suponíamos que gran parte de sus amiguitas por la itinerancia entre ellas, eran mujeres de lo privado. Antes de llegar a casa lo había encontrado sentado en una terraza tomando café con Omar. Omar había venido de Marruecos hace años y había abierto una tienda de productos de alimentación en la esquina. Teníamos una relación bastante buena con Omar, el cual me saludó con el brazo y con una sonrisa. En cambio, mi vecino no profirió más que un gruñido con una mueca. No tenía ni idea de cómo se llamaba después de todo este tiempo, y no me había interesado. Sentado en aquella silla de metal donde apenas cabía, me había dado más asco que de costumbre. Bajito, con barriga y medio calvo; no era el ejemplo de sex symbol al cual estamos acostumbrados. No mejora su aspecto al ir siempre mal peinado y a medio afeitar. Pareciese que estaba constantemente volviendo de fiesta; y a su vez, unos cincuenta años, eso no era positivo.
Un golpe me sacó de mis pensamientos. Mi vecino había vuelto y cuando tomaba un par de cervezas se volvía aún más ruidoso. Entre sus pesados pasos, puede distinguir unos pasos más ligeros. Era un hombre con suerte y mi vecino me iba a deleitar con otra sesión de berridos y aullidos. Solo esperaba que acabase antes que llegase a Amanda. Puede escuchar como esta vez, por la voz de mi vecino, se había quedado en el salón. Era raro porque normalmente iban a su habitación, la cual al no estar pared con pared con mi piso, el sonido amortiguaba más; pero desde el salón, se escuchaba todo más.
Escuché el tintineo de dos vasos al chocar. Imaginé que estarían bebiendo algo y que había aprovechado para brindar. No escuchaba ningún plato así que estarían en el sofá. Él con sus dedos rechonchos sujetando y la otra estaría tocando el muslo de la chica. Estuvieron sin hacer ruido durante un rato, él estaría apurando la copa, mientras que clavaba su mirada en sus tetas, muslos o culo. Ella haría lo propio, esperando que el gordo se decidiese a avanzar. No le di más importancia, y durante unos minutos, la casa volvió a la tranquilidad habitual, hasta la voz ronca de mi vecino rompió el silencio:
– Nos vamos a quedar aquí en el salón. Es más espacioso y tiene mejor acústica. Así que… levántate, putita, y desvístete para mí. Quiero ver esas tetas y ese coñito.
Había dicho con cierto retintín la palabra putita, pero dejaba claro que la única forma que tenía semejante ser de poder follar era pagando previamente. La chica debió de obedecer porque mi vecino iba acompañando el desnudo con frases del tipo: “Dame tu sujetador”, “¡Qué ricas tetas de zorrita!” o “Estás hecha toda una mujercita, zorra”. Esta última me hizo pensar que la chica no tendría más de la veintena de años. Mi vecino alguna vez había dejado claro que a él le daba igual la chica mientras se la pudiera follar, pero sentía cierta predilección por las jóvenes. Le pidió que se acercara para que pudiera manosear y lamer sus pezones, y después de una fuerte cachetada en el culo, le volvió a decir que se bajara los pantalones y que no eran los pantalones.
Por el sonido, los pantalones de ella habían caído y por el sonido de los muelles del sofá, él se debía haber levantado. Debía de estar contra la mesa del comer, con el culo en pompa porque se escuchaban los azotes que le daba mi vecino. No llegaba a alcanzar a escuchar lo que le decía pero podía imaginar que sería algo: “Buen culo, zorra” o “¿te gusta que te traten así puta?”. Y qué podría responder ella más que un sí o un gemido entre dientes. Tienes a un gordo ordenándose desnudarte y sobándome por dinero, no le vas a mandar el carajo que es donde debería de estar. Además de los azotes, mi vecino seguro que estaba tocándole el coño por encima y debajo del tanga, sobándole las tetas y aprovechando para besar su cuello. No sé si fue él quien le bajó el tanga o fue ella misma, pero ese trozo de tela había caído cuando mi vecino bramó:
– ¡Mira que cuerpo de puta! Buenas tetas, buen culo, esa cara que pide una buena polla. Te voy a meter una follada que vas a volver todos los días a pedir más.
Mi vecino siempre hablaba de esta forma. Obscena y altanera. Amanda me había comentado en algunas veces que esa parte lo odiaba, que no podía entender cómo a alguien le podría gustar. Miré el móvil para ver si Amanda iba a llegar tarde porque por las horas ya debía de haber llegado a casa pero no encontré ningún mensaje. Dejé el móvil otra vez en el sillón, y volví a seguir ordenando el salón. Mi vecino habría aprovechado en esos segundos para seguir manoseando a la chica, la cual se vería rodeada de sus brazos gordos y flácidos y sus dedos que iría jugando con cada parte de su cuerpo.
Escuché como se caían sus pantalones por el golpe del cinturón contra el suelo. Escuché como los arrastraba con el suelo para apartarlos a una esquina. Seguro que ya estaba desnudo, delante de ella, exhibiendo esa semejante barriga y ese cuerpo lleno de pelo. Seguiría igual o peor de despeinado y tendría una risa estúpida mirando a la jovencita con descaro. Los muelles del sofá se volvieron a quejar por el peso.
– Venga, arrodíllate. Quiero ver que eres capaz de hacer con esos labios carnosos que tienes y con tu lengua de guarra. Saborea bien que te va a gustar.
La chica lo empezó a hacer porque mi vecino empezó a soltar bufidos entrecortados. Los acompañaba con algún: “Menuda boquita” o “Más, puta, más”. Los muelles chirriaban rítmicamente e imaginaba al gordo con sus manos tras la nuca de la chica obligándola a que cada vez tragara más. Puede escuchar alguna arcada de la chica y como alguna vez escupía para salivar el miembro del vecino.
– ¿te gusta chupar? ¿Sabes qué te va a gustar más? El beso negro. Mi vecino debió de moverse en el sofá para acomodarse por los muelles se quejaron como nunca antes.
– ¡Venga! Mete tu cabeza y tu lengua o lo tendré que hacer por la fuerza.
Era una imagen que no quería tener. Mi vecino con las piernas para arriba mostrando su culo peludo mientras la chica metía su cara y lengua para llegar a su ano. Los bufidos del vecino volvieron a inundar la habitación continuando con su retahíla de insultos. Debía de estar disfrutando porque durante un rato, solo se escucharon gemidos lastimeros de mi vecino. Volví a buscar el móvil para ver si Amanda llegaba pero no tenía ningún mensaje. Se habría retrasado en el trabajo, o tal vez, se había encontrado a alguien y se le había hecho tarde. Casi hasta agradecida que estuviera perdiéndose la acción del vecino. La situación no acababa de ser cómoda y pasábamos un rato raro sin saber muy bien que decirnos. Además, hoy, se había incrementado al decidir qué hacer en el salón. Parecía que el tío lo había pensado así para que se escuchase mejor.
– Eres una muy buena puta con esa boca. Ahora súbete y cabalga. Y no se te ocurre tocarme con esos labios de guarra que tienes ahora, porque te pegó dos bofetadas. Súbete que quiero acabar y no me quiero cansar.
Los muelles del sofá volvieron a rechinar al compás de los movimientos de la chica. Este sonido se mezclaba con los bufidos del vecino y algún que otro gemido de la chica que iba ganando terreno. Mi vecino debió de enfadarle los gemidos de ella, y le dijo que no gimiera, pero a ella se le seguían escapando de forma furtiva.
– Si no sabes estar calladita mientras follas conmigo, tendré que enseñarte. Yo no soy tu novio para que te dediques a armar escándalo. Quítame los calcetines y mételos en la boca. No quiero escuchar sus gemidos de zorra.
Estoy seguro que la chica lo hizo. Volvieron los chirridos y los bufidos de mi vecino pero no escuché ningún gemido más. El ritmo fue en aumento y mi vecino ya no se cortaba con los insultos. Me imaginaba a la chica cabalgando sin poder soltar un gemido con las manos y boca del vecino recorriendo todas sus partes del cuerpo.
Sonó un último bufido antes de que todo volviese a quedar en silencio. Todos sabemos lo que pasó.
– ¿Te ha gustado, puta? ¿Te gusta que den la lechita en el coño? No me mires con esa cara, seguro que tomas la píldora como todas las guarras y alegrarla un poco que he notado como te corrías. Esto te ha gustado tanto a mí como a ti. No sabes que ganas te llevaba teniendo y no esperaba que fueras tan guarra. Se me ocurre una cosa, zorra. Vente la próxima semana. Voy a invitar a un amigo moro que tiene una tienda aquí en la esquina que ese si que te tiene ganas y es un cabrón con las tías. Si que os sabe follar. No vas a poder volver a follar si no es con él.
No volví a escuchar nada más, se debieron de vestir e ir al baño. Al rato, la puerta de mi vecino se abrió y salió la chica. Un par de minutos más tarde llegó Amanda, no le iba a contar nada de lo que había pasado, y me alegraba que no hubiera tenido que soportar el momento del vecino. Entró, me saludó con una sonrisa y me dijo que se iba a duchar y que venía muy sudada del trabajo. Después cenaríamos fuera. Me alegré por la invitación y porque con el tema del vecino me había distraído de hacer la cena.
Comenta y di si quieres la segunda parte… Quién te gustaría ser: el chico, el vecino o la chica. Y comentaba sobre quién era la chica, cómo era y lo que quieras.