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El tatuaje del culo de la monja
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Tiempo de lectura: 7 minutos

Esta historia se la contó un comunista a un chavista de Podemos, el de Podemos se la contó a un amigo mío de su mismo gremio, y este la soltó en una sobremesa. Va de un chorizo y de tres hermanos, ellos eran curas y ella monja.

Yo la cuento porque tiene su morbo, pero lo dicho, creo que es uno de esas mierdas que se inventan los rojos para joder a los curas… O no, quien sabe.

Juan era un joven moreno, menudo, de estatura mediana, guapo y era el limpia de la iglesia, el limpia cepillos para ser más exacto. Aquel día, sentado en un banco, vio a una monja arrodillada delante del confesionario con las palmas de las manos juntas y mirando hacia abajo. Al rato vio cómo se perdía detrás del altar, donde estaba la sacristía.

La monja andaba en los treinta años y era fea estilo Rossy de Palma, o sea que su nariz aguileña olía la primavera del año que viene.

Poco después el cura dejó el confesionario, pasó por el lado de Juan y salió de la iglesia por la puerta principal. La monja seguía en el confesionario y a Juan le picó el gusanillo de la curiosidad.

La puerta de la sacristía tenía el ojo de la cerradura grande y si ponías el ojo veías casi todo el interior. Juan lo puso y vio a la monja de pie arrimada de espaldas contra la chimenea con los brazos en cruz atados con unas cintas a dos salientes. Con ella estaba un hombre de unos cincuenta años, alto, gordo, vestido con un traje negro y con alzacuellos. La monja vestida solo con la cofia. ¡Qué cuerpazo tenía! El Gordo tenía en las manos una pequeña brocha y un bote de cristal con chocolate líquido. Le pintó los labios con chocolate y después le pasó la legua por ellos. Le pintó sus peludas axilas y se las lamió hasta dejarlas limpias. Le pintó las areolas de las grandes tetas y después las mamó. Le pintó el ombligo y se lo limpió con la lengua. Le pintó los dedos de los pies y, de rodillas, se los lamió. Hizo dos rayas de chocolate por las pantorrillas y el interior de los muslos para volver borrarlas con su lengua. Después le pasó el mango del pincel por el coño, lo sacó lleno de jugos y se lo dio a la monja para que lo lamiera. La monja lo chupó, y después le dijo:

-Echaba de menos nuestras juergas, hermano.

El Gordo le dio una bofetada en la cara.

-¡Un respeto, furcia!

La monja le siguió el juego.

-Es usted un goloso, eminencia.

¿Eminencia? Si lo trataba así tenía que ser un pez gordo, o no. El Gordo, le dijo:

-Cállate, pecadora.

Luego cogió encima de la mesa un rosario. Despacito le fue metiendo las 59 cuentas, y despacito se las fue sacando mientras la monja rezaba no se sabe qué ni a quien, ya que lo hacía en bajito. Después de sacar la última cuenta le pintó los labios vaginales y el clítoris de chocolate y le comió todo el coño… Acto seguido le metió dos dedos de la mano izquierda dentro del coño y le masturbó el clítoris haciendo círculos sobre él con la yema del dedo pulgar de su mano derecha hasta que la monja se corrió jadeando y temblando desde los pies a la nuca. Juan, que se estaba tocando por encima del pantalón encharcó los calzoncillos con la leche de su corrida al ver aquel espectáculo.

Al acabar de correrse, le dijo el Gordo a la monja:

-Tienes que ser castigada, has pecado.

-Sí, eminencia, castígueme.

El Gordo cogió dos pinzas de plástico sobre la mesa, fue a su lado y se las puso en los gordos pezones de sus tetazas con areolas color carne. Luego cogió sobre la mesa dos cilicios con pinchos y le puso uno en cada muslo, lo que hizo que saliera sangre de ellos. Por último cogió una fusta sobre la mesa, y le preguntó:

-¿Cómo te llamas, pecadora?

-Concepción, eminencia, me llamo Concepción, y quiero concebir.

El Gordo se puso furioso.

-¡¡Puuuta!!

Le dio con la fusta en las dos nalgas. La monja comenzó a gemir.

-Castígueme, eminencia, castígueme, soy una mala mujer.

Le dio en las esponjosas tetas.

-¿"Qué clase de macabro juego es este"? -se preguntó Juan. Enseguida lo iba a saber. Perdió al Gordo en un ángulo muerto. Cuando lo volví a ver estaba con la puerta abierta delante de él, el Gordo lo cogió por la pechera y de un tirón lo metió dentro de la sacristía, cerró la puerta con llave, cogió un abre cartas que era cómo un estilete, y le dijo:

-¡Vas a morir, cabrón!

A Juan se le pusieron los cojones de corbata.

-¡No vi nada, no vi nada!

-¡Lo viste todo, hijo puta!

El Gordo le puso el abre cartas en el estómago, y le dijo:

-¡Saca mi polla y mama! -le puso el abre cartas en el cuello-. ¡¡Mama o muere!!

A Juan le volvió el valor de repente. Dio dos pasos a un lado, se puso en posición defensiva, cómo para boxear, y le dijo:

-¡Tu puta madre te la va a mamar!

El Gordo no esperaba aquella reacción. Bajó el abre cartas, y lo amonestó:

-¡Ese lenguaje no entraba en el juego! Vete y dile a Pedro que no me vales.

-Lo que acabo de ver…

Le iba a decir que lo que acabara de ver lo iba a saber hasta el perro del Tato, pero se dio cuenta de que Pedro era el nombre del cura. Al quedarse callado, le dijo el Gordo:

-¿Qué?

Juan decidió seguirles el juego.

-Que no se lo voy a contar a nadie. Lo siento, don Pedro no me dijo cuál era mi papel, me dijo que improvisara. ¿Puedo quedarme?

El Gordo miraba a Juan y salivaba, no le podía decir que no, le respondió:

-Sí, pero no te vuelvas a dirigir a mí con palabras tan burdas. Besa a sor Concepción.

La monja, le dijo al Gordo:

-No, eminencia, que se la mame, que se la mame. Quiero ver cómo se la mama.

El Gordo cogió la fusta y le dio en las tetas.

-¡Tú a callar, ramera!

Juan besó a la monja. Sor Concepción le metió la lengua dentro de la boca y buscó la lengua del joven. Aquella mujer no parecía una monja, parecía una loba. ¡Cómo besaba la cabrona! De repente a Juan se le pasaron todos los miedos y le devolvió los besos… El Gordo le acariciaba del culo a Juan y a la monja le mordía las tetas, los lóbulos de las orejas, le chupaba el cuello y le daba cachetes en las tetas… Al rato, le dijo a Juan:

-Cómele el coño.

Se agachó y vio que de su coño, rodeado de un bosque negro, bajaban por sus muslos flujos que hacían una especie de surcos hasta llegar a los cilicios, de ahí para abajo los finos surcos eran de sangre. Buscó con dos dedos su raja, la abrió y se encontró con un coño empapado, un coño totalmente lleno de jugos, lamiéndolos le dijo la monja:

-Bésame con mis delicias celestiales en tu boca.

Encima era fina la pécora, "delicias celestiales", mocos, carallo, o jugos, y si me apura flujos y sabrosos, pero delicias celestiales, de eso nada. Juan le metió la lengua pastosa en la boca y la guarra se la devoró. Luego le dijo el Gordo:

-Aparta.

Juan vio que el Gordo sacara la polla y la tenía morcillona… La de Juan estaba otra vez dura cómo una roca. El Gordo se agachó delante de su hermana. Juan, por un momento creyó que era un vampiro, pues le fue lamiendo los finos hilos de sangre de las piernas hasta llegar al coño, al llegar a él se puso en pie y le metió dos dedos dentro… Los dedos entraron y salieron a mil por hora de la vagina hasta que la monja dijo:

-¡Me voy!

El Gordo le apretó la garganta con una de sus grandes manos hasta casi asfixiarla. La monja se corrió cómo un río. El Gordo se agachó y le lamió lo que expulsaba, luego con los jugos de la corrida en la boca, la besó y al acabar de besarla, le dijo a Juan:

-Fóllala.

Juan lo estaba deseando. Sacó la polla empalmada y se la clavó de una estocada. El gordo meneando la polla le volvió a acariciar el culo con su mano derecha. Juan, lo dejaba… Mientras no quisiera bajarle los pantalones… Folló a la monja mirándola a la cara. La folló… unos treinta segundos, que fue lo que aguantó sin correrse.

Le había llenado el coño de leche y se retiraba cuando el cabrón del Gordo le cogió la cabeza, le puso la boca entre las piernas de sor Concepción, y le dijo:

-Acaba lo que empezaste, a una mujer no se la deja a medias.

El coño estaba asqueroso y ahora olía a bacalao, su leche y los jugos de la monja le caían por los lados de la lengua… Juan, haciendo de tripas corazón, al principio, y gustándole después, se lo lamió hasta que la monja dijo:

-¡Me voy para el cielo!

Al infierno acabaría yendo la muy puta, pero mientras tanto se corrió como una cerda, gimiendo y sacudiéndose.

Juan pensó que se acabara la cosa cuando el Gordo le quitó a la monja las pinzas y los cilicios y la desató, pero estaba equivocado. El Gordo le volvió atar las manos, solo que ahora tenía la cara hacia la chimenea y les daba el culo, un culo en el que tenía tatuada la Vía Láctea. ¿Dónde se haría una monja un tatuaje en el culo? Nunca lo supo. El Gordo le dijo:

-Lame el brazo de Sagitario.

A Juan fue cómo si le estuviese hablando de física cuántica, le preguntó:

-¡¿El brazo de quién?!

Se los señaló con un dedo.

-Este es el brazo de Sagitario, este es el brazo de Carina, este es el brazo de Orión, este es el brazo de Perseo, este punto es el sistema solar -le abrió las nalgas, y este es…

-Lo interrumpió.

-Un agujero negro.

-No, es el núcleo de la Vía Láctea. Lámelo.

-Ese es el ojete, jefe, y si te gusta la mierda lo lames tú.

El gordo lo agarró por la nuca, le llevó la boca al culo, se la apretó con fuerza y Juan, obligado, no tuvo más remedio que lamer. La monja comenzó a gemir. A Juan se le puso dura, el Gordo, tocándole el ojete de con un dedo, le dijo:

-¡Mete tu lengua dentro, cabrón!

-¡Vale, vale, pero suéltame, coño!

Juan agarró con las dos manos aquel el culo de monja, grande y blanco cómo la leche con la Vía Láctea tatuado en él. Era un culo único y Juan lo iba a disfrutar. Besó y lamió todos los brazos, y después le folló el ojete con la lengua hasta donde entraba. El Gordo se puso de pie, le comió la boca y le magreó las tetas a su hermana. La monja jadeaba cómo una perra al sentir una lengua dentro de la boca y la otra dentro del culo… Poco después, Juan, se la clavó en el culo. Entró apretada porque era el culo, pero entró de un tirón. A sor Concepción ya se lo habían abierto… En fin, que Juan tenía el defecto de correrse poco después de meterla, y esta vez lo único que cambió fue que a sor Concepción le vino al correrse él, ya que el Gordo volviera a acariciar su culo.

Después de esto el Gordo la soltó, la cogió en alto en peso y se la clavó en el culo, dejando el coño abierto a disposición de Juan, pero a Juan se le pusiera blanda. La monja, sabía latín, con la polla de su hermano entrando y saliendo de su coño, le dijo a Juan:

-Frota tu polla en mi coño, guapito de cara.

Juan le frotó la polla en el coño, y en nada sintiendo los gemidos de la monja y oyendo cómo el Gordo le llamaba, "puta, cerda, enferma" y otras lindeces, se le volvió a poner la polla dura, se la clavó y cómo era costumbre en él ya se corrió, pero esta vez no la quitó. Al rato, dijo la monja:

-¡Me corro, maricones, me corro!

Al tener la monja una polla dentro del culo y otra dentro del coño la polla de Juan estaba muy apretada. Sintió cómo se la apretaba aún más con las contracciones de la vagina, y la volvió a llenar de leche.

Al acabar, el Gordo, los invitó a un vino de misa. A Juan le extrañó que no se corriera con el empalme que tenía, pero supuso que seguirían follando.

Una hora más tarde despertó desnudo sobre la mesa de la sacristía, estaba boca arriba y con un tremendo dolor de culo. Vio una nota encima de la mesa firmada por el cura, que decía:

-Cierra la puerta con llave cuando te vayas, pichoncito.

Quique.

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