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El regalo: Un antes y un después (Tercera parte)
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—Y… ¿Ahora qué hago? Pensé a quien acudir, obviamente a mi esposo ni hablar. ¿Alguna compañera de oficina? No, claro que no. Dejaría en evidencia a mi jefe y eso sería imperdonable.

Necesitaba… Me urgía despertarlo y traerlo de vuelta de su embriaguez. ¿Pero cómo? ¡Una bebida energizante! Si obviamente. ¡Mierda! Él las detestaba. Entonces… ¿Algo de comer? ¡Sí, eso podría ser! Un buen plato de sopa caliente, especulé y sonreí por mi brillante idea. Sin embargo, su brazo seguía abarcando mi cintura, su cara vuelta hacia mí. No roncaba pero si emitía ligeros sonidos, palabras enredadas, cortas y espaciadas en medio de sus ebrios gruñidos. Con sumo cuidado retiré su brazo y me fui colocando en pie, necesitaba llamar a recepción y pedir servicio al cuarto. De la mesita auxiliar tomé el blanco teléfono y descolgué.

Escuché la voz de aquella mujer de la recepción y le pedí que por favor me hiciera llegar un desayuno, con un buen plato de sopa caliente. Me leyó el menú y opté por un cocido madrileño y para mí, una taza de buen café. ¡Lo necesitaba con urgencia! Al terminar el pedido, levanté del piso aquel estropicio. Su chaqueta la colgué en el armario y los pantalones… ¿Se los pongo? Preferí dejarlos doblados al extremo de la cama. Levanté los zapatos y los acomodé en el fondo de aquel guardarropa. Lo miré durante unos minutos y no me decidía a moverlo. Tomé con mis dedos delicadamente un borde de sus pantaloncillos, creyendo que estaría bien si se los acomodaba. Estaba yo en esos menesteres cuando tocaron a la puerta. Desistí y me encaminé a la puerta para recibir el pedido.

Un joven de aspecto marroquí, pretendía entrar con su carrito y el desayuno, al interior de la habitación. Con mucha pena de mi parte le obstaculicé la entrada, y de un bolsillo de mi traje, tomé un billete, se lo entregué como propina y me hice dueña de aquél pedido. Lo ingresé con prisas dentro de aquella habitación, para posteriormente cerrar con apuro la puerta.

Al darme la vuelta, ya don Hugo se había cambiado de posición y ahora si me ofrecía una vista de su fisiología frontal. Sus cabellos revueltos, sus ojos cerrados y la boca entreabierta, dejando escapar un hilo fino de saliva. La camisa apenas cerrada con dos o tres botones y la corbata a medio desanudar, enredada por el cuello, –larga tela de fina seda– estirada hacia su costado izquierdo. Los laterales de la camisa se abrían hacía uno y otro lado de su tronco. En su pecho un poco de vello oscuro, tan parecido a Rodrigo en eso. El abdomen con algo de panza, subiendo y bajando al compás tranquilo de su respiración. Y debajo de su hundido ombligo, una secuencia de vellos, a modo de lujurioso camino, que descendía en sensual desorden hasta su pubis, cubierto de grueso pelambre negro. ¡Pufff! Me quedé fijamente observando el resto de su cuerpo desnudo.

Tenía él, un pene flácido de tamaño normal y de un tono más oscuro que el resto de su blanca piel, eso sí, debidamente circuncidado. El glande era como una seta grande y rojiza, sus testículos se me antojaron más abultados que los de mi esposo. Estaba absorta mirando su sexo cuando abrió los ojos y me extendió sus brazos, llamándome por mi nombre…

—¿Sil…via? —Y me acerqué nuevamente hacia él. Me senté en el borde de la cama, al costado y le tomé de sus dos manos. Pero don Hugo con fuerza, me atrajo hacia él, tomándome por sorpresa.

—¿Porr… queee, Silviaaa? Meee trai… cioonoo. —Jefe, por favor, suélteme. –Y él empezó a llorar–.

Logré zafarme de su abrazo, incorporé mi cuerpo pero seguí allí, de medio lado sentada, observando la pena y el dolor de aquél hombre en ruinas.

—Jefe, por favor… ¡Tranquilícese! No llore más. —Pero él continuaba dejando escapar entre sus jadeos, una y mil lágrimas.

—A ver, venga. Ayúdeme a acomodarlo y se toma esta sopa caliente. Por favor, no puede seguir así, aquí derrotado. Venga don Hugo, usted no es de aquellos que se dejan vencer tan fácilmente.

Lo tomé por debajo de sus brazos, intentando alzarle, más por su peso y la posición en aquella cama, yo no lograba incorporarlo. Me acerqué a su rostro y acariciando su frente le di un beso en su mejilla.

—Don Hugo, colabóreme un poco que usted pesa demasiado. —Pero nada, no reaccionaba, solo lloraba y suspiraba–.

—¡Por quee Sil…viaa! Siii yioo la… amabaa. —Era lo único que yo le entendía cuando hablaba en su borracho y enredado dialecto.

Por fin, abrió sus ojos y me miró. Pasó su antebrazo por el rostro, retirando la humedad en ojos y mejillas, seguramente con la intención de volver de la embriaguez de su desgracia, hacia la calmada compañía que yo le ofrecía, en esa nueva realidad. Se apoyó torpemente en sus codos y entonces aproveche para ayudarle a recostar su espalda contra el cabecero de la cama. Deslicé una almohada detrás de su cabeza, le retiré del cuello aquella roja corbata; acomodé lo mejor posible su camisa y tomé en mis manos la sopa, con la plateada cuchara en su interior.

Una y dos. A la tercera hizo un gesto de agrado y me regaló su grisácea mirada. ¡Sonrió!

El nivel del cocido ya iba por la mitad, cuando tosió y escupió entre arcadas lo que acababa yo de darle con la cuchara. Rápidamente dejé el plato en la bandeja y mi jefe a trompicones se puso en pie, buscando de manera confusa el lugar donde se hallaba el baño. Cayó al piso de rodillas al tercer paso, había pisado la tela de su pantaloncillo y se fue de bruces sobre la alfombra. Entonces me apresuré para ayudarle a levantarse. Recostado su brazo derecho por sobre mis hombros, como pudimos dimos los siguientes pasos y lo acompañé hasta dejarle de rodillas frente al blanco inodoro. Allí descargó toda la bebida, revuelta con los restos de comida. Me aparté de él, con mi mano derecha tapando boca y nariz, totalmente asqueada, me di vuelta para no mirarle y darle un poco de privacidad.

Era una imagen triste y penosa, ver allí a mi jefe, vencido y sin fuerzas, con su mirada perdida, pálida su piel como un cirio pascual, sudoroso en la frente y temblores por todo su cuerpo. Meditaba yo que más hacer para recomponerlo. Lo necesitaba lucido, para irnos a la oficina y concluir con su firma el informe pendiente por enviar. ¡Mierda! ¡La oficina! Mi bolso, mi teléfono…

—¿Hola? ¿Amanda?…

—¡Silvia! mujer… ¿Pero dónde coño estas metida? Estas de suerte, el gruñón aún no se aparece, pero apresúrate, puede aparecer en cualquier momento y donde no te vea aquí…

—Tranquila Amanda, estoy con él. —Le conteste pausadamente.

—¿Qué? ¿Cómo así? Tanto tiempo con él. ¿Qué están haciendo? —¡Puff! Si ella supiera.

Tiempo era lo que no tenía, sin creérmelo no me di cuenta de la hora. Como transcurren los minutos de rápido cuando estas ocupada y distraída en otras cosas… ¡No! No puede ser. El colegio, mis hijos… ¡Rodrigo!

—Amanda, después te cuento, ahora no puedo. Ehhh, mira, asegúrate de cerrar bien la oficina. En un rato llegó y recojo mis cosas. Mañana nos vemos temprano. ¿Todo quedo preparado? —Si por supuesto. ¿Está todo bien? —Me preguntó algo preocupada–.

—Todo bajo control. Nos vemos mañana. —y colgué la llamada.

Dios mío y ahora ¿A quién llamo? Primero a mi madre y luego a mi esposo. Rápidamente marque al móvil de mi mamá y sin dejarle casi hablar le inventé una excusa peregrina y luego pedí el favor de que pasara por mis hijos al colegio y que en la noche se los llevara a Rodrigo.

Llevé mis ojos hacia el baño, donde mi jefe continuaba tirado en el piso. Sin reaccionar y yo, tratando de calmar mi angustia y mi temor, llamé a mi esposo.

— ¿Quieren ver a que me dedico en mis tiempos libres? —Nos preguntó Almudena mientras nos entregaba las copas de Brandy. —Por supuesto que sí–. Contestamos al unísono Paola y yo.

Y se dio vuelta para ascender por las escaleras, con nosotros dos siguiéndola. No supe si fue por el alcohol ingerido, si fue un accidente o una patraña de ella, pero al ir por el tercer escalón, perdió un poco el equilibrio y yo alcancé a tomarla con mis manos por sus nalgas, favoreciéndola de caer de espaldas. La diferencia de altura entre los dos, me impidió que la tomara de más arriba, como sería lo correcto. Me puse colorado, me disculpé con sinceridad pero ella no se inmutó y me dio un ligero beso en la boca a modo de agradecimiento. Paola me miró bastante sorprendida por aquel gesto, y pues también yo. Ella, Almudena, continuó su cadenciosa ascensión y yo embelesado, observando sus piernas torneadas y su acaramelado bronceado, esperando ver un poco más allá. Pero un fuerte carraspeo se escuchó tras de mí. Era Paola, que observó la situación.

—¡Ajá nene, se te van a salir los ojos de las orbitas, de tanto mirar! —Y me reí por su oportuno comentario–. Paola se acercó aún más a mí y muy suave al oído me dijo: «La señora como que quiere armar una comparsa contigo y luego llevarte de carnaval».

Y justo en eso llegamos al segundo nivel y a la izquierda un vasto estudio de pintura con un amplio ventanal. A los costados tres caballetes portátiles, dos mesitas de madera. Un gran anaquel con diversos utensilios y algunos pinceles recientemente usados sobre una amplia mesa de dibujo, junto a varios tarros de acrílica pintura. Tableros de lienzos blancos, un cuadro a medio terminar y al fondo un cómodo diván, con un taburete alto a su lado y una estilizada lámpara para ofrecer iluminación artificial. Allí se sentó Paola, de medio lado ofreciéndonos, gracias a la abertura de su falda, una vista amplia de sus hermosas piernas. ¡Toda una modelo!

Recuerdo que esa tarde me acerqué hasta la mesa de dibujo, donde entre acuarelas, trozos de carboncillos y olor a aguarrás, pude apreciar algunos bocetos, cuerpos desnudos de mujeres sin rostro, en poses eróticas y en otra hoja debajo de aquellas, la figura de un hombre con su cabeza cubierta por una capucha y su torso cruzado por cintas simulando ser de cuero y con taches de metal, sosteniendo en su mano un látigo o una fusta de cuero, de aquellas usadas en equitación.

—¿Te gusta lo que ves? —me dijo Almudena, recostada ya en aquel «chaise longue» de rojo terciopelo, bebiendo sensualmente de su copa.

—La verdad me parece interesante. Trabajas muy bien los trazos, imprimes delicadeza en las figuras y los contrastes de luz… Mucha sombra y tan poca luz. La temática es un poco sado. ¿Lo haces por gusto y placer o pintas por encargo? —Le respondí a Almudena mientras daba pocos pasos, hasta acercarme a un tornamesa que estaba sobre una mesita cercana. En él estaba colocado un disco de negro vinilo, con una circular etiqueta que obviamente yo reconocí.

—¿Puedo? —Le dije a Almudena mirándola, y sin esperar su respuesta encendí el aparato y coloqué suavemente el delicado brazo y su aguja de diamante sobre los surcos que giraban ya, a las revoluciones adecuadas.

La música invadió el ambiente. Paola me miró con cara de circunstancia, seguramente al desconocer aquella melodía.

—¡No puede ser! ¿Es en serio?… ¡Bilitis! ¡Pufff! —Y suspiró emocionada, descendiendo de la silla y acercándose a donde yo me encontraba.

—¡Me encanta Rodri! Tanto tiempo sin escucharla. ¡Ajá nene! sube un poco el volumen. —Me dijo aquella rubia, sorprendiéndome a mí y también a Almudena, que aplaudió la efusividad de la Barranquillera.

—No jodas Paola, ¿es verdad? Me sorprende que la conozcas. ¿Algunas buenas remembranzas? —Le pregunté, mientras yo daba un sorbo a mi copa del cálido Brandy.

—Hummm, tantos recuerdos hermosos de Barranquilla. Estudié todo mi bachillerato en un colegio femenino y ¡Ajá! tuve allí mi primer amor. —Paola miraba al tocadiscos mientras nos comentaba. Ella también bebió el último trago de su licor, para apreciar después el aroma a madera de roble, vainilla y coco, al acercar su copa vacía hasta las fosas nasales de aquella preciosa y recta nariz. Impreso en el borde, permanecieron las huellas de sus apetecibles labios, en un difuminado carmín.

—Una novicia, tímida y como tú mi «rolito», nacida en la sabana. —Me dijo sonriendo para luego girarse y observar a Almudena–. Ella fue el beso primero Rodri. Las escondidas miradas, disimuladas sonrisas y las delicadas e inexpertas caricias nacientes. La mujer con quien desperté al sexo… Ella fue mi tierna y prohibida iniciación.

Almudena se puso en pie, recompuso el largo de su veraniego vestido y sin decirnos nada, bajó nuevamente por las escaleras hacia el piso inferior. Paola se acercó a una puerta a la derecha de aquel estudio, que en penumbras, estaba entre abierta. Y fiel a su estilo libre y osado, dio un leve empujón, permitiéndonos observar en algo su interior.

—Esa es… «La habitación del pecado». —Era la voz de la dueña de casa, que nos hablaba desde la entrada al estudio, traía en sus manos la botella de Brandy y un plástico envase mediano de Coca-Cola. Paola se sintió pillada, volteó su cara hacia la voz que nos describía lo que se podría hallar en aquel cuarto, si persistía en continuar. Más aun así, dándose vuelta dio un primer paso dentro de aquella habitación.

— ¡Ten cuidado corazón! —Se escuchó de nuevo la aguda voz de Almudena, advirtiéndole a Paola, un futuro incierto si proseguía adelante. —Es muy probable que sí entras, ya después no desees salir.

Y fui yo, quien bastante sorprendido, me voltee para observar el rostro de aquella mujer tan segura, elegante y ahora… ¿Demasiado intrigante?

En aquel instante el sonido y la vibración de mi teléfono móvil, llamó mi atención. Miré la llamada entrante y era Silvia. ¡Juepu…! Por estar en esos jueguitos, se me había pasado por alto llamarla después de almorzar y ahora eran pasadas las cuatro de la tarde. Seguramente estaba por salir a recoger a los niños del colegio…

—Hola mi amor. Lo siento mucho, me «encarreté» haciendo una visita a un cliente y se me pasó el tiempo. Perdóname. ¿Cómo estás?

—¡Bien mi vida! Discúlpame tú a mí también. Aquí en la oficina tenemos mucho por hacer. —Mentí inmisericordemente a mi marido–. —Mientras tanto no dejaba de observar la desnudez desparramada de don Hugo en aquel baño.

—Mi amor, hoy también me voy a demorar un poco. Te llamó para avisarte que hablé con mi mamá. Le pedí el favor de recoger a los niños y luego por la noche como a las siete y media, llevártelos hasta el piso. ¿Será que no te molesta esperarlos e ir preparando algo de cenar?

—Perfecto mi cielo. No te preocupes, yo salgo de aquí para nuestro apartamento y miro a ver que me invento de comida. Ya sabes que a mí se me quema hasta un agua hervida, pero intentaré preparar algo medianamente comestible. Que tal… ¿Pasta con atún y tomate? ¿Te parece bien?

—¡Jajaja! Por supuesto, por mí no te preocupes que más tarde Amanda solicitará algo de comer. —Y en esos momentos vi como mi jefe trataba de levantarse apoyándose del lavabo, para luego resbalar y caer nuevamente, haciendo ruido al golpearse contra la cerámica del piso.

—¿Silvia estas bien? ¿Que fue ese ruido?

—Nada grave mi vida. Aquí que me tropecé con un archivador y se cayeron unos folders. Te tengo que dejar amor. Un beso y cuídate mucho. Hasta más tarde.

—Chao mi vida. Que te rinda. ¿No quieres que te recoja más tarde en tú oficina?

—No, no… ¡Ehh! no te preocupes. Yo pido un taxi. Bye.

—Hasta la vista Baby. Un beso también.

Y allí me quedé pensando, recordando aquella medianoche del viernes anterior. Silvia también se había demorado en llegar por culpa de no sé qué informes importantes. También esa noche me había quedado con mis hijos. Por no cocinar pedí una pizza extra grande y dos litros de Coca-Cola. Extrañamente después de marcarle a su móvil en la noche, no lo contestó. Dejé un audio en el buzón. Le envié un mensaje de texto pero nunca respondió.

Acosté a los niños y me puse a «canalear» en la tv de la sala, esperándola. Hasta que dieron las doce y sin pensar en nada malo, salí al balcón para fumarme el último cigarrillo de aquel día, sin cervezas en el “Juli” como lo había planeado, pues primero estaban los deberes del trabajo y a Silvia todo se le había acumulado encima.

Recuerdo qué me devolví hasta el mesón de la cocina para servirme otro vaso de aquella bebida gaseosa y me regresé hasta apoyar una mano en las barandas del balcón. No hacia frio y el cielo estaba despejado, pero al observar hacia abajo, –en la entrada al edificio– me congelé al ver como mi esposa descendía de un vehículo con prisa, como asustada o nerviosa, no lo sé bien. El auto negro era uno de alta gama, de marca alemana y con los vidrios oscurecidos. Debido a la distancia y oscuridad, no me permitió una clara visión de quien lo conducía.

Cuando Silvia abrió la puerta de nuestro piso, se sorprendió al verme allí. No me dijo nada de eso ni nada le insinué. Solo la abracé con miedo, con esa extraña sensación en la boca del estómago y la sangre palpitándome en la sien. La besé con algo de pasión, pero su beso me supo extraño, ¡No! no el sabor de sus labios. Era… era como si estuviese besando a otra mujer. Y ahora esta llamada, tan similar a la de aquella vez. Palpitaba mi corazón alocadamente y en mi mente, se empezaron a dejar caer recuerdos de un amargo ayer.

Bueno con todo aclarado y cubierto, –eso creí estúpidamente– me dirigí hacia el baño para arrodillarme junto al cuerpo desvanecido de mi jefe.

—¿Don Hugo?… ¿Jefe? Por favor no me haga esto. ¡Despierte ya! —Y desesperada comencé a zarandearlo de un brazo, pero nada, el pobre hombre solo balbuceaba palabras sin sentido.

Una solución rápida. ¿Pero cuál? ¡Dios mío ilumíname! Y entonces me fijé en la ducha. Pues claro, eso era. ¿Agua caliente o fría? ¿Caliente para dormir o fría para despertarlo ya? Fría, sí. ¡Definitivamente! Como pude, me di mañas para llevarlo hasta acomodarlo bajo la ducha. Humm, no podía abrir el grifo y mojarle todo. Ni modos, ya entrada en gastos pues… ¡Tocará!

—¿Jefe?… ¿Don Hugo? Mire, escúcheme bien. Esto le va a salir caro. —Y mientras le hablaba, iba desabotonando su camisa, retirándola con esfuerzo para sacársela de los brazos y luego dejarla en el piso tras de mí. Sus medias también y claro cómo no, sus pantaloncillos por igual. Todo tan… ¿Fácil?

—Me va a tener que dar un buen aumento de salario en contraprestación por estar arriesgando mi matrimonio. –Le dije alzando el tono de mi voz, acercándome a su oído derecho.

Con cuidado giré la perilla y de la regadera surgió un torrente de agua fría que cayó sobre su cuerpo. Parecía haber dado resultado. Movió la cabeza de un lado para el otro y sus manos, las elevó tratando de resguardarse de las gotas heladas. Me estaba salpicando, así que me aparté un poco. De repente me sentí optimista, pensé que aquella ducha, traería de vuelta a la realidad a mi jefe con prontitud. ¡Equivocación! él seguía allí tirado, encorvado en posición fetal, sin reaccionar. ¡Maldición!

No había nadie allí que se diera cuenta y mi jefe en su borrachera, no repararía en lo que yo me aprestaba a realizar. Me despojé de la chaqueta de mi negro traje sastre, desabotoné mi blusa satinada y la fui acomodando sobre la tapa del bidé. Luego bajé la cremallera lateral de la falda gris. Me deshice de los zapatos y con cuidado de no romperlas, mis medias veladas fueron a parar encima de la falda y de mi chaqueta. Me miré en el redondo e iluminado espejo y me vi ridícula, sonreí sin querer, al mirarme allí en aquella atípica situación; semi desnuda en un baño junto a mi jefe, aquel hombre desnudo y traicionado por su esposa. Mi sujetador blanco «push up», regalo de mi esposo como casi toda mi ropa interior, realzando mis medianos senos. Las bragas que yo tenía puestas, eran de un azul claro en algodón, para nada transparentes y del tipo bikini. Estaba cercano el día en que me bajara el periodo, así que de sexi, nada.

Pufff, suspiré y tomé una bocanada de aire que me diera valor e impulso. El frio me invadió casi de inmediato y empecé a tiritar. Pasé mis brazos por debajo de las velludas axilas de don Hugo y con fuerza, apoyándome en la pared interior, fui enderezando su cuerpo hasta lograr ponerlo medianamente en pie. Mi jefe y yo bajo una ducha fría, recibiendo la lluvia de la regadera, abrazados durante no sé cuantos minutos. Pareció reaccionar, me miró y…

—¿Mar… tha? —De improviso me habló, pero sin mirar.

—No señor, Silvia, jefe. Soy yo, Silvia.

—¿Sil… via? ¿Miii ángeeel? —Sí señor, su ángel. —Le respondí yo, mientras pasaba mi mano por sus cabellos húmedos, apartándolos de su rostro. Sus ojos grises, ya no estaban tan enrojecidos. ¡Me sonrió!

Y se abrazó fuertemente a mí. Recostó su quijada partida a la mitad sobre mi hombro y pude sentir su barba picando mi piel y su aliento calentando la mía, obviamente aquel aroma a alcohol y comida persistía en su boca. Pero no, no me dio asco. Al igual que el giré mi cara hacia el lado opuesto y la apoyé en su pecho. Podía sentir el latir de su corazón, el seguramente el mío, al estar tan juntos. El agua recorría medio lado mío. El cabello se me empapó y los minutos gastados en el alisado del domingo, se fueron a la mierda. Don Hugo fue recobrando de a poco sus sentidos y yo percibí un ligero movimiento en mi vientre. Se le estaba endureciendo su pene y me arrepentí de estar así. ¡Tan juntos!

Aparté mi cintura pero al hacerlo una pierna suya se metió en el medio de las mías. Y a pesar del agua fría, sentía el calor y la firmeza de su muslo rozando mi piel. Aquello no podía seguir así. Era demasiada intimidad, pero mis brazos desobedientes, permanecieron allí, rodeando su espalda, aferrándome a él. Tantos años de duchas dadas junto al mismo hombre, un cuerpo tan mojado y conocido, en un principio tan erótico y sensual, baños de tibia agua y de placer deseado y buscado, ahora vueltos tan comunes y distanciados por la rutinaria realidad tan familiar. ¿Cuándo dejamos que se volviera tan monótona y fría? ¿Cómo fuimos dejando que ingresara en nuestras vidas, la calmada indiferencia?

Y bajé mi mirada hasta observar el tamaño de su pene rígido, grueso y de tamaño diferente, color distinto, de un largo similar al de mi esposo y las venas marcando el contorno hasta llegar a coronar la punta de aquel rosado glande. Un cuerpo distinto al que yo me abrazaba, mi maquillaje desvanecido por las gotas, apartando en su constante deslizar, de mi mente la imagen de mí esposo. Sus manos grandes abarcando mi espalda. Una de ellas tomándome de la parte superior, la otra abierta por debajo de mi cintura. Un dedo muy cercano al comienzo de mis nalgas, como enseñando el camino hacia un destino indebido. Los demás manteniendo ligera presión sobre mi piel. ¡Para no distanciarnos tanto!

En mi interior, un sentimiento empezó a fluir. ¡Placentera sensación de mujer deseada! ¡Angustia! por dejarme acariciar de otro hombre, inadecuado él, vedada yo. Pero me sentí halagada, por aquella virilidad exhibida por estar el allí, conmigo. Don Hugo echó hacia atrás su cabeza, recibiendo en su cara la cascada de agua, abrió su boca y le permitió la entrada. Tomó un sorbo, largo y la lluvia de la regadera escurría por su frente, acariciando su varonil rostro, descendiendo liberados hilillos hasta su boca, mojando aquellos labios antes resecos. Humedecida su quijada y las gotas gruesas, caían como rendidas sobre su amplio pecho. Luego me observó detenidamente, sin sorpresa alguna en su mirada. Una agradecida sonrisa se dibujó vasta, mostrándome su blanca y perfecta dentadura.

—¡Ufff! Gracias Silvia. —Y acercó lentamente su boca a la mía. Entreabierta, húmeda con gotas de agua introduciéndose continuamente en ella, tan mojadas como yo. ¡No! no más besos.

Aparté mi rostro y con firmeza me separé de él. Me di vuelta y salí del escaso espacio de la ducha. Tomé una toalla grande del anaquel inferior y se la alcancé con mi brazo estirado pero sin mirarle, dándole la espalda. Luego tomé otra para mí. Don Hugo permanecía allí de pie sin cerrar el grifo. Embobado escrutando mi cuerpo, de arriba hasta abajo. Me envolví rápidamente en la suave tela y acercándome hasta él, estiré mi brazo y mi mano dio el giro necesario para cerrar la llave. El agua dejó de caer sobre él y de su mano tome la toalla y luego de esa misma, lo jalé hacia fuera.

El muy sumiso y obediente, avanzó tres pasos y yo empecé a secar su pecho, los hombros, sus fuertes brazos y el vientre después. Me detuve allí para luego hacerme por detrás y pasar la toalla por su ancha espalda, despacio bajé mis manos envueltas en la tela y froté sus nalgas. Me arrodillé y sequé sus muslos, pantorrillas por igual, hasta llegar a sus tobillos y pies.

Se dio vuelta de improviso y casi a la altura de mis ojos, quedo expuesto su velludo sexo. Sin perder su firmeza, se mantenía izado y arqueado en algo hacia mi izquierda. ¡Hermosa tentación! Tan cerca de mi boca si yo quisiera, al alcance de mi lengua de un lametón, si mi razón lo permitiera.

Pero no lo hice, tan solo bajé mi rostro para continuar el proceso, secando sus piernas por el frente hasta que sin opción alguna, tomé delicadamente su pene con mi mano izquierda, mientras que con la tela en mi derecha, lo fui envolviendo y suavemente lo froté, de su base hasta la punta, luego pase la toalla por sus testículos, sopesándolos con delicadeza hasta secarle toda su expuesta intimidad.

—Gracias mi ángel. —¿Otra vez aquel apelativo? Y de nuevo, me hizo sentir conmovida. Noté que mi vagina se humedecía, más no por la ducha fría, sino por el cálido flujo que empezaba a emanar de mi interior.

—Lo siento Silvia, discúlpame. —Y quitándome con suavidad la toalla de mis manos, se envolvió en ella y posteriormente me ayudó a incorporarme. Quedamos cerca, muy juntos nuevamente, pero esta vez su piel y la mía, estaban apartadas del contacto por el grosor de las telas.

—¿Se encuentra usted mejor? —Le pregunté.

—Sí, gracias a ti. Aunque sigo un poco mareado. Vamos a la cama. —Y me llevó tras él o simplemente me dejé llevar sin hablar, sin rechistar. Nos sentamos y al mirarnos, tal vez fui yo o tal vez empezó don Hugo, el caso es que comenzamos a reír con ganas, y no parábamos. Feliz él y yo también. En esos minutos no había tristeza en sus ojos y en mi mente, por ninguna parte aparecía la imagen de mi marido.

Después de unos minutos se hizo silencio en la habitación, cubiertos en las toallas, tiritábamos los dos por el frio.

—Te vas resfriar Silvia, ven. —Y con sus manos, fue apartando el pliegue de la tela que me cubría, desenrollándola lentamente.

—Don Hugo no siga, por favor. —Pero el omitió mi ruego y yo sencillamente le dejé hacer–. Tenía mi sostén emparamado en verdad y de mis calzones ni hablar. Me encogí como una chiquilla y me abracé a mis piernas con mis brazos. Metí mi cabeza entre ellas y esa oportunidad él no la desaprovechó. Fue un poco torpe pero logró desabrocharme por la espalda aquel brassier. Me enderecé sorprendida y algo enojada. Lo miré seriamente pero el…

—¡Es que te puedes resfriar Silvia! Y pues después de mi bochornosa actuación, al verme desnudo, ya ni quita ni pone que te vea yo también. De hecho tú has tenido que lidiar con mi ebriedad, me has duchado y secado… ¡Todo! No tenemos nada que ocultarnos. —Dijo mi jefe con un tono de voz cariñosa y para nada autoritaria. Lo miré ruborizada.

Era verdad, pero no debía pasar de ahí. ¡Una circunstancia de la vida, nada más! Nadie podría saberlo, ni su esposa ni Rodrigo, ninguno. Con cuidado de no enseñar de más, retiré por completo mi sostén. Lo dejé caer a un lado de la cama, y de igual manera, levanté un poco mis caderas, me acomodé la toalla presionando la tela bajo mis axilas y mis manos retiraron afanosamente mis emparamadas bragas. Don Hugo se colocó en pie también, pero respetuosamente, no desvió su mirada hacia mí desnudez. Sencillamente se acercó hasta el mueble donde reposaba la botella de whiskey y se devolvió hasta la cama.

—Estaría bien un trago para quitarnos este frio. ¿No te parece? —Me dijo sonriente y blandiendo en su mano aquella botella.

—En realidad se me hace el colmo que después de todo, vuelva usted a querer beber. ¿Es que no lo entiende jefe? Tenemos cosas urgentes en la oficina, mejor nos vestimos que se está haciendo tarde.

—Solo un trago Silvia, tan solo para entrar en calor. ¿Qué mal nos puede hacer? —Y como respuesta mía, ¡Pufff! le ofrecí un suspiro, con mis ojos mirando al techo–.

—¡Prometido! —Terminó por decirme y sentándose a mi lado, acomodó su toalla alrededor de su cintura, sin ajustársela completamente–.

Me pasó la botella, y mirándolo tomé un pequeño sorbo. Me supo horrible he hice una mueca de desagrado. Mi jefe soltó una risa y a continuación bebió él.

—Jajaja, el primero siempre entra mal. Brrrr, que frio. Gracias Silvia, si no fuera por ti… —Y se acercó aún más a mí, pasándome un brazo por encima de mis hombros desnudos.

—Jefe en serio, tengo los documentos pendientes para su firma y es urgente enviarlos a la oficina en Nueva York.

—¡Jajaja! Silvia ¿sabes qué horas son allá? Es temprano para ellos, tenemos tiempo suficiente.

Y me ofreció de nuevo aquel ambarino botellón. El segundo trago me supo mejor. Se lo agradecí porque sí estaba dejando ya de temblar. Don Hugo bebió un trago más largo y se tendió en la cama y con su movimiento sin quitar su brazo de mis hombros, me recostó con él. Terminó mi cabeza sobre su brazo derecho y él me observó. Se hizo silencio en aquella habitación; tan solo se escuchaba mi respiración y la suya, bastante agitadas; nerviosos ambos, desacostumbrados los dos, por estar así tan cerca y tan desnudos bajo esas humedecidas telas.

Se incorporó un poco, de medio lado y dio otro trago a la botella, me la alcanzó sin dejar de mirarme a los ojos y me dijo…

—Este si es el último. —Me negué a beber, moviendo mi cabeza en un claro no. —Por favor, mi ángel, hazlo por mí.

Y lo hice, al levantarme sobre mis codos y estirar mi brazo para recibir la botella de su mano, el nudo de mi toalla se deshizo y esta se abrió. Extrañamente no hice nada por ocultar mi desnudez. Él tenía la toalla cubriendo su cuerpo de cintura para abajo. Y yo a medias, pues también. Semejantes estábamos los dos, aunque nuestras verdaderas parejas no se lo pudieran imaginar.

Me miró a la cara y luego el gris de sus ojos, descendió para admirar la redondez de mis senos. Sentí calor en aquella mirada y mis pezones, ya de por sí erguidos por el frio, se pusieron más duros y mis aureolas más anchas, en clara señal de excitación.

—Que hermosa eres Silvia. Tantos meses tú entrando y saliendo de mi oficina, sin saber que yo te miraba a hurtadillas. Tu cabello ondulado, tu rostro de tan delicada juventud, tus ojitos achinados y tu boca, tu cuerpo… ¡Si Silvia! lo confieso, te observaba y en silencio te deseaba. Tanto como ahora siento que te deseo.

Y su rostro se fue haciendo más grande, más cercano, hasta que su boca se posó sobre mis labios y su mano fría arribó sobre mi seno derecho…

—No, no Jefe, por favor, ¡basta! No podemos, no debemos. —Y él se apartó, inseguro, como angustiado de haber cruzado una prohibida línea, un alto en rojo, que se había formado en mi rostro.

—Don Hugo, esta «eventualidad» no es más que una broma del destino, tuve que verlo desnudo sí, pero le recuerdo que soy una mujer casada y con hijos. Y usted también tiene un matrimonio, una esposa y por supuesto, también dos hermosos niños. Esto que ha sucedido aquí no puede salir de esta habitación. Aquí pasó, aquí se queda. ¡Simple! Ni debe, entre usted y yo, pasar nada más.

—Vamos a vestirnos ya, tenemos que ir a la oficina, firmar ese bendito informe y usted, después de llevarme hasta mi hogar, se va directo al suyo para arreglar sus problemas. Y me puse en pie, dirigiéndome hasta el baño para encerrarme allí y terminar de secarme el cabello, tomar las bragas y exprimirlas lo que más pude al igual que mi sostén.

Continuará…

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