—¿Rocky?… ¿Y no piensas decirme nada? —Me dijo Paola, colocando su mano izquierda sobre mi muslo derecho, como para llamar mi atención hacia sus palabras. La había escuchado pero yo estaba pensativo–.
Ya habíamos tomado camino de regreso, cinco minutos de silencio entre los dos, metidos en un pequeño trancón, antes girar a la derecha debido a un accidente de tráfico para seguir por la Avenida de los Reyes Católicos.
—Pues sí–. Le respondí a Paola. Y continué…
—¡Alabado sea Dios! Virgen Santísima, por fin. Exclamé en voz alta. —Y la rubia sorprendida, abriendo aún más sus hermosos ojos esmeraldas, y elevando a la par sus delineadas cejas doradas, para luego quedar a la expectativa, me observó en silencio–. Y tras una breve pausa me dijo…
—Ajá Nene, y esa expresión… ¡Qué o qué! —Jajaja, mira Pao, –le respondí–. ¿Puedo llamarte así? Y ella asintió amablemente con su sonrisa franca.
—Es que me acabas de llamar como me gusta, y no con ese «Rodri» tuyo que no me agrada para nada. —Paola se recompuso en su asiento y apartando de su mejilla uno de sus mechones rubios, acomodándolo por detrás de su oreja, se puso seria, borrándose la sonrisa de su rostro.
—¡Y Ajá! Pues es que era por fastidiarte. ¡Me caíste gordo, Nene! Cuando nos conocimos, me pareciste pedante y orgulloso. Casi levitando en vez de caminar por las instalaciones del concesionario. Aparte de que casi y me matas esta mañana. —¿Yo pedante y orgulloso? –Le respondí, perdiéndome de nuevo al mirar fijamente el verde de sus dos joyas tan brillantes –.
—¡Soberbio! con ínfulas de ser tan importante, y con esa mala cara que pusiste cuando te dijeron que me pondrían a tu cargo. Porque ¡ajá! un «pajarito» me contó que no te gustó para nada tenerme a tu lado. —Ya sabía yo cuál era ese «pajarito» tan… ¡Sapo!
—Mira Pao, lo siento. Es que tiendo a caer mal en la primera impresión y además porque yo… ¡Mierda! Pues es que estoy acostumbrado a trabajar solo. Me gusta la soledad. Y además porque tengo que realizar varias visitas a unos clientes y contigo a mi lado…
—Jajaja, no me vas a decir que te desconcentro. Ayyy… ¡Rocky! Jajaja. — Y entonces fui yo, quien colocó la mano sobre su cercana rodilla y le contesté…
—¡Y quién no! si tú eres…
—¿Qué? Anda, dime. ¿Que soy para ti? —Y me ruboricé–. Tampoco le contesté, evitando sentirme más apenado ante aquella rubia tentación.
—Bueno Pao, pero entonces… ¿Qué te hizo cambiar de opinión sobre mí? —Le pregunté, colocando en mi rostro mi mejor sonrisa.
—Anda nene, porque tuviste la oportunidad de tomarme. Y… «A papaya puesta, papaya partida», como decía mi abuelita. Pudiste meter tu verga en mi boca, cuando Almudena te lo ordenó y si lo quisieras, también en mi mojada vagina y follarme a placer. Inclusive te hubiera permitido darme por el culo. Pero estando tu rostro tan cerca del mío, en vez de abusar me liberaste y pude ver en tus ojos, la imagen de un hombre íntegro y honesto. Incapaz de propasarte conmigo o con cualquier otra mujer indefensa. Y además porque tienes una fidelidad a toda prueba. La amas mucho, ¿No es verdad? —Me dijo aquella rubia, con sus ojos esta vez conmovidos, aunque con su verde tonalidad tan sincera. —Y eso me gustó de ti mi «rolito» hermoso. Eres un amor de hombre–.
—Pues gracias Pao. Pero no me vuelvas a tentar así, que de pronto me pueda cansar de ser tan bueno y ya sabes que el diablo es puerco. Quien quita que me dé por hacer cochinadas con tu cuerpo. —¡Uyyy, que miedo me das!–. Y los dos, agradecidos uno con el otro, nos echamos a reír.
—Y a todas estas Pao… ¿Te acerco hasta el concesionario? ¿O quieres que te deje en otro lado? —Y mientras tanto pude observar como la rubia barranquillera llevaba su mano izquierda hacia el dorso de la diestra, acariciando el ardor de aquella marca circular, obtenida durante su último orgasmo.
—Hummm, Rocky y… ¿Tenemos que volver hasta allá? ¡Buahhh, qué pereza!
—No necesariamente, de hecho yo pienso ir «volado» para el piso, a esperar a mis hijos y hacer mis acostumbrados destrozos en la cocina. —Le respondí a mi nueva compañera, haciendo un mueca de resignación ante mis pocas habilidades culinarias. ¡La rubia tentación se sonrió!
—Ok, ¿Y por dónde vives? —Le pregunté.
—¡Ahh! Por Azca. ¿Conoces? —Si claro, por la zona financiera, de hecho Silvia, mi esposa, trabaja en una oficina por allá.
—¡Sí! Qué coincidencia. Mira qué vivo muy cerca al estadio. —Me respondió Paola.
—¿Al Bernabéu? —Le indagué. —Sí, por la calle de Don Quijote, me puedes dejar allí cerca. —Óyeme, y por qué no… ¿La recogemos y de paso me la presentas?
—Hummm, pues no se va a poder hoy Pao, mi esposa anda últimamente muy atareada de trabajo por culpa del inepto de su «jefecito». Hablamos hace un rato, y va a tener que quedarse a trabajar hasta tarde. Me toca de hecho, ir temprano a casa y esperar a mis hijos, que me los va a llevar mi queridísima suegra. Y como un buen hogareño padre, revisarles los deberes, alistarles la ropa de mañana y prepárales algo de comida. —Le respondí yo, entre sonriente y preocupado por lo que me esperaba en aquella cocina.
—Bueno entonces tocará otro día, pero podemos quedar por ahí los tres una tarde de estas, ya que ella trabaja cerca. Vivo en un hotel, propiedad de mi padrastro, no sé, piénsalo y nos reunimos. Si no te da miedo. ¡Buuuu! jejeje.
—Ahhh «carachas», pero que tenemos aquí. ¡Vaya! no me dirás que… ¿Eres una de esas niñas «hijas de papi» que no hacen nada más que respirar y vivir a cuerpo de rey? —Le dije sin mírala, ya algo preocupado por la demora con el tráfico.
—Anda Nene, pues sí, pero no como rey ni de reina, solo soy una princesita muy consentida y que vive en lo alto de un castillo, pero no le digas a nadie. ¡Jajaja! La verdad es que soy una niña mimada pero vivo mi vida como plebeya, jejeje… ¡Una mujer libre! Rocky. Vivimos en uno de sus hoteles, en el pent house. Es más cómodo para los tres, y lo tienes todo a la mano. —Y la Barranquillera retiró su mano de mi pierna.
—Pero si te queda complicado Rocky, yo puedo pedir un taxi para que me lleve. —No tranquila, sin cuidado. –Le contesté–. Ya sabes que vengo de conducir en el caótico tránsito vehicular de Bogotá y esta ciudad en comparación, es más pequeña. Casi es como salir a dar una vuelta a la manzana. Estamos cerca. ¡Jejeje!
Por fin empezamos a avanzar y me dispuse a preguntar.
—Ok, Pao, necesito saber si Almudena te obligó a… —Para nada Rocky. Me entregué y eso es… lo más excitante. —Me contestó con mucha seguridad–.
—Soy dominante por naturaleza y por los privilegios con los que nací y fui criada. Me encanta aventurarme y experimentar. Al escuchar a Almudena hablar de aquella «habitación del pecado», tratar de convencerme de no ingresar… la curiosidad me venció.
—Pero ya sabes que ¡La curiosidad, mató al gato! —Le dije, mientras echaba un rápido vistazo a mi reloj.
—Rocky, pero no me puedes negar que el gato murió conociendo. ¡Jejeje! Y además, esa necesidad por saber de más, es lo que ha llevado al hombre hacia grandes descubrimientos. —Eso es muy cierto. ¿Te gustó? —Le indagué, esta vez sí mirándola fijamente, aprovechando la lentitud de la fila de autos por delante.
—Aha Nene… Simplemente me encantó. —En su rostro pude atisbar un brillo extraño, una excitación al contarme lo sucedido en aquella habitación.
—Ser dominada, atada, tomada y ultrajada. Sentirme un mero objeto sexual, para con mi cuerpo, mis gemidos y mi placer, otorgarle a quien me lo proporcionaba lo mismo, en mayor o menor valía. ¡Poder Rocky! la satisfacción de cumplir su fantasía de ser amo, o ama en este caso, de mi cuerpo más no de mis sentimientos. —Pao, yo… en serio trato de entender pero me niego a creer que se pueda conseguir placer sin amor y además mezclado con dolor. Sexo sí, solo porque quieres y puedes, salvaje y loco, hacer de todo lo inimaginable, pero para mí el amor es una parte muy importante en la ecuación.
—Ella se creyó tenerme dominada, Rocky. Deseaba tenerme suya como una sumisa y solamente me ofrecí. «Me dan y yo doy». —La observé asombrado–. ¡Ayyy, no me hagas esa carita Nene! Es mi primera vez, lo juro. No te creas que ya lo había probado anteriormente. Todo esto fue nuevo para mí.
—Esa habitación a media luz, con esas paredes rojas, la cama, ¿la viste? Y ajá, esa máquina extraña, con esa verga negra y tan grande, los látigos, las esposas y cadenas. La bola esa si no me gustó. No me permitía gritar con ganas. Quería llamarte, suplicarte que fueras tu quine me penetrara y no esa verga de plástico. Y no podía. —La rubia agachó su cabeza, observando el dorso de su mano. Posteriormente sin dejar de acariciar suavemente aquella pequeña herida, levantó su mirada y prosiguió.
—Lo novedoso es demasiado atractivo, sobre todo cuando ese «todo», parece tan prohibido. ¡Es por eso que a veces terminamos con todo, pues no muchos sabemos diferenciar lo esporádico del querer, a lo eterno del amor! —Y al decir estas últimas palabras, se inclinó hacia mi lado y me dio un beso en la mejilla–. No lo olvides Rocky, el placer más grande se encuentra en alcanzar lo que crees que no vas a poder conseguir fácilmente o sin ansiarlo… ¡Jamás!
¡Mierdaaa! A mi mente llegó la pregunta más importante para la próxima hora… ¿Habrá pasta en la alacena? o ¿Tendré que comprar antes de llegar? Estaba pensando en eso y que tal vez tendría que llamar a Silvia para consultarle, cuando divisé a lo lejos sobre la acera de mi derecha a una pareja, hombre y mujer, cerca de la entrada a la torre donde mi esposa laboraba, abrazados y él, un tipo de apariencia mayor, ladeaba su cabeza sobre el rostro de…
Rocky… ¿Por qué te detienes? Por aquí no es Nene. Queda más adelante y girando a la izquierda después… ¿Rocky? Estás pálido. ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? ¿Qué has visto?
—Paola, tan solo he visto la vida. —Le respondí antes de acelerar nuevamente–. Mi vida Pao, de nuevo tan… ¡Comprometida!
Después de dejar a Paola a la entrada de su hotel, con un beso suyo cerca, muy cerca de mis labios y un… ¡Mañana nos vemos mi «rolito»!, a modo de despedida, me apresuré a llegar al piso. Me deshice de mi ropa y me coloqué una sudadera gris y mis zapatillas azules, para estar más cómodo en la cocina. Allí revisé en la alacena y afortunadamente nos quedaba un paquete de pasta. Del anaquel superior, tomé la lata de atún y una de maíz tierno. En el refrigerador encontré dos tomates rojos y me dispuse a preparar la «suculenta» cena.
Parecía yo un zombi, muerto sí, pero realizando labores de un vivo. De manera robótica alzaba, lavaba, llevaba y cortaba, de pie frente al mesón y luego de una media vuelta, mirando al fogón, observando la lenta cocción. Mientras en mi mente las imágenes, las nuevas y las pasadas, se paseaban despertando mis demonios, acorralándome de preguntas inciertas. ¿O no?
¿Porque? ¿En que había vuelto a fallar? ¿A qué horas me descuidé y volvió ella a caer? No lo sabía, no lo podía descubrir. Repasaba los momentos previos de días pasados, solo encontraba en mi memoria las frases de Silvia, renegando de las actitudes tan distantes de su jefe. ¿Sería él? Problemas de oficina, importantes para ella y tan estúpidas para mí. La pasta estaba casi lista y mientras abría la lata de atún, el timbre de la puerta sonó. Detrás de ella podía escuchar la algarabía feliz de mis niños y la voz grave de mi suegra, despidiéndose de…
No alcancé a abrir la puerta cuando mis dos hijos se abalanzaron hacia mí, como un pequeño regimiento de enanas alegrías.
¡Papi!, ¡Papi!, ¡Papiii!… Y me tumbaron al piso, echándose encima de mí, para que yo me dejara vencer con sus besos y sus pequeños brazos extendidos, tratando de hacerme cosquillas en mi estómago. Una pequeña batalla que con gusto perdí.
—Gracias suegra, que pena la molestia. —Ese fue el saludo de agradecimiento para ella, la madre de mi adorado tormento–.
—No es nada Rodrigo, ellos dos son muy felices conmigo. ¿Silvia no ha llegado aún? —Me preguntó y yo negué de inmediato con mi cabeza y mi alzar de hombros.
—Pobrecita, ¿Cierto que sí? Mi pobre niña siempre trabajando tan duro. —Si señora, bastante y muy «entregada» a las órdenes de su jefe. Usted ni se lo imagina suegra.
—Bueno Rocky, me voy porque Alonso esta abajo esperándome. Si necesitan que los recoja de nuevo, por mi encantada–. Tenerlos a mi lado, me alegra el día.
—Ahh, por cierto ya adelanté con ellos sus deberes. Los dos colorean muy bien. —Uhum, debe ser la herencia, llevan en su sangre el gusto por el arte–. Puntualicé, mientras que mi suegra, me obsequiaba en su rostro una mueca de desagrado. Nunca le simpaticé, apenas si nos soportábamos.
Junto a mis dos niños, cenamos escuchando de ellos las canciones aprendidas y sus divertidas aventuras en el colegio. Luego de ver un rato la televisión con los dibujos animados que tanto les gustaban, los metí en la ducha y de uno en uno, después les fui colocando sus pijamas, acariciando sus cabecitas y contándoles un cuento de princesas, caballeros y dragones, logrando al cabo de un rato, dormirlos con una leve sonrisa que me alegró el alma. Les dejé sus uniformes listos, zapatos lustrados y las maletas listas junto a sus refrigerios.
Recogí luego los trastos y los enjuagué, dejándolos apilados y en orden, brillantes sobre el mesón. ¿Un trago? Hummm, una cerveza fría tal vez. Miré hacia el reloj de la cocina, pocos minutos faltaban para las diez. Recogí la basura y los desechos en una bolsa y dejando la cerveza sobre la mesa de centro de la sala, bajé para dejar los desperdicios en el depósito, cerca de la portería.
Abajo me encontré con la señora Gertrudis, nuestra anciana vecina, quien vociferaba angustiada y me acerqué para conocer el porqué de sus gritos. Me informó que su perrito, un peludo y hermoso Yorkshire Terrier, se había soltado de su correa y había salido corriendo detrás de un gato. El animalito se había pasado por en medio de las rejas de la urbanización hacia la calle. La tranquilicé diciéndole que yo iría por él.
—¿Y cómo se llama? —le pregunté–. ¡Toretto! me respondió. —Pero tranquilo Rodrigo que el solo ladra y no muerde. —Me dijo algo más calmada en medio de sus lágrimas. Al llegar a la acera, pude observar que se encontraba cerca de un árbol, en medio de unos arbustos bajos. Me acerqué por detrás con cuidado de no asustarlo, sin embargo las luces de un automóvil, que se acercaba a la urbanización, le dieron de lleno iluminando sus redondas pupilas e intentó correr hacia la calle.
Corrí un poco hasta darle alcance y lo tomé de sus caderas. Me descuidé y me mordió la mano. Sin embargo no lo solté. Al regresar con Toretto en mis brazos, un auto negro estaba estacionado unos cuantos metros antes de la entrada. Los cuatro aros entrelazados se me hicieron un tanto familiares. Me acerqué por detrás para observar si podía algo, aunque en su interior reinaba la oscuridad. Afortunadamente para mí, – ¿O no? – un taxi que venía de frente, iluminó el habitáculo y allí los vi de perfil. Un instante me bastó, tan solo un breve momento.
El mismo hombre de la acera, y era por supuesto Silvia, quien le acompañaba. Hablaban. Sin embargo el, se inclinó hacia el lado de mi esposa, estiró su brazo hacia ella, acariciándola por detrás de su cuello y no quise mirar más. Pasé con pasos firmes por su lado, hasta cruzar la portería y entregar a la Señora Gertrudis a su nervioso perrito. ¡Sangraba mi mano! La anciana se asustó y ofreció curarme la herida. No me dolía, aquello era lo de menos. Me despedí amablemente y subí a mi piso. Tomé mi cerveza y un trapo de la cocina y en el envolví mi lacerada mano. Lástima que no pudiera yo, envolver con algo más adecuado, mi destrozado corazón.
Apagué la luz de la cocina y encendí todas las de la sala. Salí al balcón con un cigarrillo en mis manos. Lo encendí y aspiré con ganas. El auto con aquellos dos furtivos amantes continuaba estacionado pero con la puerta del acompañante abierta y medio cuerpo de mi esposa por fuera, despidiéndose tal vez, prometiéndole de pronto un nuevo mañana y deseándole, –como no– una feliz noche.
Ella cerró la portezuela de aquel negro automóvil, se giró y elevó su mirada hacia el lugar donde yo permanecía, aún en pie. Se dio cuenta de mi presencia, creo que alcance a notar en su rostro, el temor por haber sido desenmascarada. Sobra decir que lo hice con plena intención, de ser yo… ¡Descubierto!
Apresuró sus pasos hacia la entrada y yo, mandé muy lejos la colilla de aquel cigarrillo y me devolví hasta nuestra habitación. Tomé la manta que cubría nuestra cama y con ella sujetada de mi herida mano, la fui arrastrando por el piso junto a mis pesares; me dirigí hasta el incómodo sofá. Apagué las luces y dejé encima de la mesa de centro, la mitad de mi cerveza. Me arropé con ella y le di la espalda a mi nueva realidad. Sí, escuché claramente sus pasos apurados y el nerviosismo al tomar el manojo de llaves, acelerada para abrir la puerta. ¡Entró!
Sigilosa se descalzó e iluminada por la pantalla de su encendido teléfono, avanzó hasta la cocina, para dejar en el cuarto de ropas algo, un no sé qué, que supuse la confirmación de su pecado. Era algo que introdujo con afán en la máquina de lavar. Y se fue despacio, iluminada a medias, hasta el interior del piso. Dio vueltas de una alcoba a la otra, regresó buscándome y por supuesto… ¡Me encontró!
…
Permanecí arrodillada a su lado, en el medio de un borde la alfombra y un espacio desnudo y frío de aquel piso de madera laminada. Fueron tal vez cinco minutos en que lo observaba, mejor dicho, a su espalda cubierta por el cobertor de nuestra cama. Lo conocía tan bien, que entendí que no iba a dar su brazo a torcer. Era esa, una de las actitudes que más detestaba de Rodrigo. Su manía para no hablar en los momentos oportunos. Callarse sus pensamientos y no decir nada. ¡No explotar, por Dios!
Era una pésima habilidad suya, absorber todo como una esponja, los problemas míos, los suyos, los de los demás y por supuesto, nuestras inconformidades. Se tragaba todo hasta que por su propio peso, después se le escurrían a borbotones los resentimientos, afectando todo alrededor.
Y tenía miedo a su reacción. ¡Pero no! No porque fuese agresivo ni violento, al contrario. Con él era todo tan distinto, ver como se alejaba siempre en calma, como si fuese él, una marea suave, apartándose de sus orillas; siempre callado sin decir nada, como aquella otra vez que le fallé. Se fue sin decirme nada, y aunque soy consciente de que en un principio no lo busqué, me abandonó en manos de un extraño, cerrando ventanas y puertas, cualquier espacio vacío o resquicio por donde yo lo pudiera hallar de nuevo. Sin luchar, sin intentar.
Me puse de pie y marché resignada a nuestra habitación, necesitaba una ducha reconfortante y que me aliviara la tensión de aquel dia. De paso los calambres que había venido sintiendo en mi bajo vientre. Me fui desvistiendo de aquel traje de oficina, para darme cuenta de mi completa desnudez. Y al tomar la chaqueta de mi traje, volvió a mí aquella varonil fragancia. ¿Pero cuando? ¿En qué momento?… Sí, aquel abrazo en la calle, tal vez. La acerqué hasta mi rostro e inhale despacio. Si, olía a él. ¡Desagradable aroma a traición! Eso sería lo que mi esposo percibió aquella noche. La ordené con cuidado al fondo del armario, escondida entre más vestidos, no sin antes rociar sobre ella un poco de mí perfume. Tomé camino hacia el baño y ya debajo de la regadera, fui enjuagando mi cuerpo, mojando mis cabellos y cerrando mis ojos, recorriendo con la esponja enjabonada mis brazos, los hombros, deslizándola sobre mi piel. Rememorando los pasados momentos.
Mis manos se resbalaron desde mi cuello hasta mis senos hinchados, rodeándolos de suave espuma, uno primero, el otro después. Ambos con mis pezones duros y tan sensibles al tacto que me dolían, clara señal de que estaba por bajarme la menstruación. Mis manos fueron descendiendo por mi vientre, deteniéndolas un poco en mi ombligo, circulando suavemente a su alrededor. Y de allí hasta mi pubis, sin demora, como compitiendo con los chorros de agua tibia que lo empapaban. Pasé con esmero la esponja por la mata de mis vellos negros, formando burbujas, brillantes y tornasoladas, goterones de espumoso jabón cayendo unidos en un solo manantial hasta el piso de la ducha.
Me estaba relajando y excitando en verdad. Mientras me esmeraba en enjabonar mis nalgas y las piernas hasta mis pies, la imagen de mi jefe desnudo, llegó a mi mente para acompañar aquel íntimo ritual. Al pasar mis manos por mi cintura hacia atrás, intentando abarcar la totalidad de mi espalda, sentí el cosquilleo típico de la excitación. Y a mi mente, don Hugo llegó. Sus manos en mi espalda, su pecho tan pegado a mis tetas, oprimiéndolas, sintiéndolas él. Mi mano soltó la espumada esponja y se fueron perdiendo dos de mis dedos en mi interior. Abriendo mi raja, apartando mis labios mayores y hallando sin reparo alguno, la tan ansiada entrada. Húmeda, no solo por el agua.
Y me penetró él en mi pensamiento, en la realidad fui yo con dos de mis dedos. La otra mano se posó con firmeza y entendida complicidad sobre el botón rosado, que ya estaba hinchado, tan rígido como mis doloridos pezones. Frotando, girando, oprimiendo. Y los otros entrando y saliendo de mí. Como seguramente aquella verga suya, lo hubiera podido hacer con mayor fuerza y grosor, si le hubiera permitido. Lento, pausado. Firme, duro y constante. Me agitaba en medio de gemidos acallados para no llamar la atención de mi marido.
Metí mi rostro por completo bajo la cascada de agua, abriendo yo mi boca como mi embriagado jefe lo había hecho horas antes, abrazado a mí. Con mis muslos apretaba la mano que hurgaba con ahínco, y que con esmerado ritmo me proporcionaba un inmenso y privado éxtasis. Esa cara mojada, aquellos ojos grises y redondos que escrutaban la parcial desnudez de mis encantos. Luego su mano posada en mi pecho y en su boca la resuelta oferta, tan húmeda, entreabriendo con su lengua, la mía, tan deseada por él… Ummm… Aghhh… Oughhh… ¡Siiiií! Sí, sí, sí… ¡Ya!
¡Pufff! Me llegó el fuerte orgasmo, entre gritos de placer silenciados por mi mano ahuecada sobre mi boca. Relámpagos y truenos en mi cabeza, electrificadas sensaciones en mis piernas y estrellas brillantes parpadeando internamente en mis apretados ojos. Su rostro, sus gestos y sus palabras. Nuestra prohibida cercanía. Sus motivos revelados para mí, entre aquellas sexuales imágenes de su mujer cogiendo con otro hombre. Entendida su tristeza, empujándolo ella a él, hacia mí, tras aquella traición. Todo en conjunto, me llevó al clímax.
Relax, descanso por el placer obtenido a base de una erótica fantasía. Mi jefe y yo. ¡Wow! Como si fuese yo la protagonista de los videos porno que miraba de vez en cuando con Rodrigo en nuestra ahora, vacía sin mi esposo, cama matrimonial. Había sido solo eso, un momento íntimo bajo la ducha. ¿O no? Abrí mis ojos, para tomar el frasco de shampoo y lavar mi cabello y de pasada mis pecados. Y en el piso había rastros de una escarlata humedad, gotas que provenían desde mi vulva, descendiendo en delgadas y acuosas hileras rojas por mis piernas, dirigiéndose con lentitud hacia el sifón.
Terminada aquella sesión en la ducha, envolví en una toalla mi cabeza y en la otra la tentación de mi jefe. «El cuerpo del pecado». Infiel, yo. Sí, al menos en mis pensamientos. Rodrigo enojado conmigo y yo… ¡Mierda no podía dejar que sucediera! Me sequé con rabia mis cabellos, agitándolos, frotando capas y mechones con mis dedos. ¿Calzones anchos? Obviamente, de aquellos que Rodrigo había bautizado como los «mata pasiones» y una toalla higiénica de las grandes para no ir a manchar las sábanas al dormir.
Tenía que adormecerme, me sentía agitada, física y espiritualmente. Tendría que poner fin a todo aquello. Renunciar a sus planes de conquista, resguardar la integridad de mi matrimonio, poner un alto en la oficina. Ajá, mañana… ¡Mañana! Y fui cerrando mis ojos, para entre imágenes y sentimientos de culpa analizar el porqué.
Estaba atraída de improviso, sin saber exactamente la causa. ¿Era él? Mi jefe y su ahora conocida por completo… ¿Fisonomía? O quizás, su altanería pasada, transformada ahora en… ¿Galantería? Sería por conocer sus aflicciones. Me atraía don Hugo por su pesar… ¿La traición y su dolor? Aparté las inquietudes, mañana hablaría en calma con él y con Rodrigo después. Me persigné y oré antes de dormir, porque la que reza y peca, empata. Cerré mis ya pesados párpados… Rodrigo, perdón mi amor… Si él me dejara explicarlo todo. Mañan…
Me desperté sobresaltada al clarear la mañana. La alarma del despertador, se escuchaba lejana, cinco minutos más, cinco por favor. ¡Mis hijos! El colegio. Levantarlos y bañarlos, siempre era una pequeña guerra. Preparar el desayuno para los cuatro, revisar maletas y uniformes. Me puse en pie sin esfuerzo, automática cotidianidad. Fui hasta el baño y me cambie de toalla. Dolores continuos desde mi vientre hasta mis muslos, molesta bendición de ser mujer. La cocina primero. Despertar con al menos una caricia a Rodrigo.
Encendí la luz del pasillo, y el baño auxiliar desprendía de su interior una tibia atmósfera, olor a Santos de Cartier, la colonia de mi esposo. Con cuidado empujé la puerta y encendí la luz. La división de vidrio de la pequeña ducha estaba húmeda, aun las gotas permanecían resbalando lentas, uniéndose unas a otras en su recorrido final. Me fijé que en el pequeño espacio de la repisa superior, se hallaban los envases de sus colonias, la crema para afeitar, su máquina eléctrica y un empaque de tres cuchillas desechables sin abrir. El frasco de shampoo, su cepillo de dientes y la crema dental que usaba para los viajes.
¡Juep…! Mierda aquello no pintaba bien. Era una clara señal de que Rodrigo había tomado ya una decisión. De nuevo alejarse de mí, buscar su propio espacio. Llegué afanada hasta la sala, requería con urgencia hablar con mi marido y aclararle todo, con sinceridad. Pero Rodrigo ya no estaba. Yo no lo había sentido salir, seguramente el cansancio había logrado sumirme en un profundo sueño, y yo creyendo que había sido reparador. Doblada perfectamente sobre un brazo del sofá, la manta. Y sobre la mesa de centro, pisada con el cenicero de vidrio tallado, –regalo de nuestra amiga Lara– una hoja extendida de papel cuadriculado, de seguro arrancado de la agenda de mi marido, y sí, sus letras escritas usualmente en cuadriculadas mayúsculas, expresando con sentimiento, –como siempre– su tormentos.
Continuará…