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El Regalo: Un antes y un después (Primera parte)
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Tiempo de lectura: 12 minutos

—¡Buenos días amor! —Le dije a mi esposo una madrugada del comienzo de julio. — ya tengo listo el desayuno y los niños están terminando de alistar sus maletines. Y me lancé entre sus brazos para besarlo y demostrarle todo mi cariño a modo de… ¿Compensación?

—Buenos días mi cielo, tú tan linda como siempre. Gracias, mi vida. ¿Qué tal tú noche? ¿Descansaste bien para empezar esta dura semana? —Me respondió Rodrigo, abrazándome por mi cintura y dejando caer su boca en un ligero beso sobre mis ya pintados labios y posteriormente una palmada en mi nalga derecha, acercándose a la mesa del comedor.

—Hummm, más o menos bien pero no soñé contigo si es lo que quieres saber. No tuve en verdad bonitos sueños mi amor. Estoy preocupada en verdad. —Y terminando aquellas palabras, bajé mi mirada.

—¿Y eso? Pesadillas o… —miré entonces a mi esposo y con un pequeño puchero le respondí a su pregunta de manera afirmativa. Rodrigo me tomo de las manos y me besó en la frente. Levanté mi rostro y le di un beso en su boca, en señal de agradecimiento por su preocupación.

—Amor, sucede que mi jefe últimamente, más o menos unos dos o tres meses atrás, ha llegado a la oficina de muy mal humor y bastante ajeno a las prioridades; pensativo y lejos de los asuntos de financieros que requieren de su oportuna atención. ¡Pufff! suspiré, virando mis ojos cafés hacia la pared de la sala donde estaban colgados varios retratos, entre ellos uno donde Rodrigo y yo, reíamos abrazados. —De hecho esta semana tenemos programadas unas reuniones con unos altos ejecutivos que quieren hacer algunas inversiones en la compañía y además lo están requiriendo de las oficinas en Lisboa y Londres.

—¿En serio? Ya se le pasará. —Rodrigo sin mirarme, dando sorbos cortos a su taza de café, respondía sin un atisbo de importancia en su rostro, a lo que yo le contaba de mi jefe. Sin embargo, se detuvo antes de tomar una rebanada de pan para no perder de vista a mis ojos y continuar diciéndome… —Humm, pues eso debe ser por lo que está de mal humor. Igual ese es su estado natural según me has contado. ¿Cómo son las palabras con las que lo defines?… ¿Pedante y huraño? Desde que no te moleste ni te haga sentir mal, allá él.

—Sí mi vida, pero estos últimos días ha estado peor. Está muy cambiado. No se concentra en la oficina y he tenido que revisar continuamente los informes que prepara para arreglar uno que otro error y créeme, eso en él, es bastante extraño. De hecho llegó el miércoles pasado de su visita a las oficinas principales en Nueva York y la sensación que ellos se llevaron de mi jefe fue muy similar a la mía. Redactó unos informes y dejó algunos vacíos, obviamente tuve que salirle al paso a esos comentarios, recalcular ciertos fallos que sin ser muy importantes, podrían afectar su intachable imagen. Así que me comprometí para arreglar ese informe posteriormente.

—¿Por eso te demoraste en salir el viernes pasado? —Me inquieté en ese momento y me separé de la mesa del comedor, –sintiéndome cohibida– dirigiéndome hacía el interior de la cocina, sin contestar ni dejar que mi esposo advirtiera en mi rostro algún signo de perturbación. Pero Rodrigo prosiguió con sus comentarios.

—Tranquila mi vida, haces muy bien tu trabajo y tu jefe no se puede quejar de ti. No tendrás que viajar con él o… ¿Sí? —Me quedé en silencio por un breve instante, pensando si mi esposo tendría el don de la clarividencia y yo, después de todo, debería viajar con el entristecido jefe mío. Me sentí de pronto angustiada por eso y además, porque yo no tenía en regla mis documentos, si los llegara a requerir para viajar fuera del país. Rodrigo me observó fijamente mientras daba cuenta de los huevos revueltos y el café. Las rebanadas de pan finalmente no las tocó.

—Teníamos que revisar unos movimientos bancarios que no están bien soportados. ¡Ya te lo había explicado! Creo que te había quedado bien claro. —Le respondí alterada mirándole enardecida, mientras terminaba de enjuagar los platos. Mi esposo abrió sus ojos y sé echó hacia atrás en la silla, corriendo la taza de café con su mano, bastante sorprendido por mi sorpresiva y puntual aclaración. La cara de Rodrigo me lo decía todo y entonces, tomé conciencia de lo que acababa de decir y como se lo había recalcado de altanera manera. No, no era la forma, no era mi intención. Pero de pronto me sentí señalada, acusada. Arrepentida, bajé el tono de mi voz y mi cabeza por igual.

—¡Lo siento! Como te decía, esta semana debemos enviar los informes a la junta directiva antes de este próximo fin de semana. Y el viernes se nos pasó muy rápido la tarde y no alcanzamos a dejar al completo las últimas transacciones. —le respondí a mi esposo después de repasar los últimos acontecimientos sucedidos en aquella oficina. ¡Y me avergoncé!

Creería que me puse un poco pálida, pero el estar ya maquillada, eso me favoreció. Sin embargo Rodrigo es muy detallista e intuí que algo pudo percibir en mi rostro, porque cambió su semblante y apartó su mirada, en franca molestia por la manera en que le había contestado.

—Pero mi amor, no creo que deba viajar con él, si eso te molesta o preocupa. Nunca me ha necesitado en sus viajes. No creo que esta vez sea la excepción. —Terminé por decirle ya más calmada.

Rodrigo se tomaba con mucha tranquilidad el desayuno y yo… Me sentía confundida, como apresada en mi propio hogar y me urgía salir del piso. Estaba afanada y quería llegar al trabajo para aclarar mi situación.

—¡Cielo apresúrate que se me hace tarde! O… ¿Amor, te parece si tu dejas hoy a los niños en el cole? ¿Por favor? Necesito llegar temprano a la oficina y terminar lo que dejé pendiente el viernes pasado. —¡Maldito viernes, maldita tarde! Pensé para mí. Debería enterrarla en lo más profundo de mis recuerdos, no volver a dejar que sucediera.

—Listo amor, claro que sí, pobrecita mi vida. Y eso que el viernes pasado tuviste que trabajar hasta tan tarde. ¡Ten! toma este dinero y vete en taxi o en un Uber. Tranquila que yo me encargo de los niños. — Y con un beso en las mejillas y un abrazo, me despedí ese día de mis hijos y otro más prolongado, lleno de mi amor en sus labios para mi Rodrigo y un sentimiento de culpa me embargó.

—¡Gracias mi amor! Tu siempre tan comprensivo. Es algo urgente que necesita ser firmado por don Hugo antes de mediodía. ¿Si porfis? Y puse mi carita de niña buena, achinando mis ojos y arrugando la nariz, lo que siempre mataba de ternura a mi amado esposo mientras abría la puerta dispuesta a salir corriendo.

—¿Silvia?… —y me giré antes de cerrar la puerta para mirarlo.

—Te amo, cuídate mucho y me llamas más tarde.

Le sonreí agradecida y cerré aquella puerta de madera caoba y de mi bolso tomé el móvil y abrí la aplicación para solicitar el servicio de transporte, mientras el ascensor dividía en dos, sus angostas puertas.

Al llegar al edificio por la zona de Azca, tomé mis llaves y la identificación para marcar mi entrada ante el guarda de seguridad, que me sonrió como siempre amablemente y mis pasos presurosos me llevaron hacia los elevadores para acudir al piso décimo. Sola en el ascensor, mirándome en el espejo, me quedé pensativa, rememorando y buscando en mi interior, las palabras que debía pronunciar para aclarar aquel mal entendido. ¡Porque lo fue! ¿O no?

Y se abrieron silenciosas las puertas dándome acceso inmediato al hall principal. Me fijé que no había llegado ninguna compañera de trabajo aún, solo la señora de la limpieza estaba esperando fuera de la oficina para ingresar. Yo tenía las llaves y la clave de la alarma, como autorizada para abrir. Nos saludamos las dos como siempre, con un beso en la mejilla y un leve abrazo. Pero al colocar la llave en la cerradura, me di cuenta de que ya alguien había ingresado. Un solo giro y la puerta nos permitió el ingreso. La alarma no se activó. Alguien había llegado más temprano y la había desconectado. ¿Mi jefe tal vez?

Enseguida dejé mi bolso sobre mi escritorio, el abrigo lo colgué sin cuidado alguno del espigado perchero y miré hacia el ventanal que me apartaba de la oficina de mi jefe. Las persianas estaban completamente cerradas al igual que la puerta donde se leía claramente en el dorado letrero: Hugo Bárcenas y Esguerra, un poco más abajo de su nombre el cargo… «Director Financiero». Él debía estar allí, seguramente animado a terminar con lo que dejamos pendiente la tarde del viernes anterior. ¿Pensativo tal vez? Tomé mi taza y me encaminé hacia la cocina, me apetecía un té para iniciar la jornada. Larga iba a ser.

Mientras se calentaba el agua en la tetera, recordaba los momentos de aquella tarde. Ese día en particular mi jefe había estado más distante que de costumbre, se le notaba agotado tal vez por el largo viaje y en su mirada no había brillo, solo tristeza y melancolía. No lo estaba pasando bien, esa mañana ni siquiera se había tomado la molestia de saludar a nadie. Algún problema de índole personal lo atosigaba. Y yo, sin quererlo me convertí en su confidente, en su paño de lágrimas al finalizar el día.

Pero al atardecer, nos convertimos en un par de seres imprudentes y no sé bien porque sucedió. ¿Consideración? ¿Todo por un sentimiento de pesar? Sí, eso creo que fue lo que me causó su abatida apariencia y bajé la guardia, declinando mi resistencia. Por eso pasó aquello y ahora debería entrar a la oficina, enfrentarlo y decirle que sucedió pues sentía por él, algo de pena. ¡Temor y vergüenza! ¿Cómo se sentiría mi jefe? Eso también se me pasó por la mente esa mañana de lunes. Un comienzo de un julio tan diferente.

—¡Don Hugo, buenos días!… Toqué con mis nudillos suavemente la puerta. Silencio, nadie me respondía. Giré la manija y entré. No lo vi. ¿Estará en su baño? Y esperé unos minutos allí de pie, a escasos dos pasos de su escritorio. El tiempo transcurría y observé entonces que la puerta del baño estaba entre abierta y la luz apagada. Me acerqué hasta allí…

—¿Jefe, está ahí dentro? Pregunté ya con un tono de voz más potente pero no obtuve respuesta alguna. Abrí la puerta, toqué el interruptor y el interior se iluminó, pero allí no estaba. Me devolví hasta su escritorio, el ordenador estaba apagado y el portarretrato de metal, en el centro de su escritorio, reposaba boca abajo. El otro, uno más pequeño con marco de madera pulida, donde él posaba feliz al lado de sus dos hijos, abrazados los tres, se mantenía firme en su posición habitual. ¿Qué raro?

En el centro estaba también un portátil abierto, uno que no había visto antes, seguramente era el suyo, uno personal. Al tomar el portarretrato caído para colocarlo en su sitio, toque sin querer el teclado y la pantalla se iluminó. Me di cuenta que mostraba en varios recuadros pequeños, diferentes estancias de una casa. Una enfocaba hacía una amplia sala y al fondo, las puertas de cristal que daban acceso a un balcón. En otro recuadro podía observar desde una elevada posición, una alcoba a media luz con las persianas cerradas y una cama con un par de hermosos y grandes almohadones blancos. Estaba muy bien ambientada y daba la impresión de no haber sido utilizada. En la otra imagen, una alcoba más pequeña y con dos camas sencillas. En las paredes, coloridos unicornios y dragones pintados. Unos cuadros de mundos flotando en el espacio en la otra pared cerca de una ventana con las persianas a medio abrir. Seguramente era la alcoba de sus hijos. La otra cámara ofrecía una vista hacia el exterior de un amplio jardín, mostrando la puerta de acceso y algo del garaje. No aparecía nadie, ninguna persona se hallaba por allí. ¿Era su casa?

Una ventana estaba minimizada en la parte inferior de aquella pantalla y me dio curiosidad. Lo sé, fue indebido de mi parte pero el capricho me pudo y amplié la imagen. Era un video que estaba pausado. En la imagen se podía observar a una hermosa mujer de cabello oscuro y tintes pardos, media melena por debajo de los hombros y un hombre rubio de cabellos largos y rostro de modelo, ambos desnudos sobre una alfombra blanca en la sala de… ¿La misma casa? La mujer estaba de espaldas cabalgando sobre el cuerpo de aquel hombre joven de brazos musculosos y manos grandes y cuidadas, que se aferraban poderosamente a los glúteos de la mujer, atenazándolos entre sus dedos; el pecho fuerte y de piel bronceada, abdominales bien marcados. ¡Puff! Unas nalgas redondas, fuertes y aquellas piernas tan bien formadas. Ambos cuerpos tan sudorosos, tan brillantes y entregados. ¿Será su mujer? ¡Mierda!…

—¡Señora Silvia! —Y me sobresalté. Era la señora de la limpieza que me llamaba desde la puerta de la oficina. —Ya está caliente el agua. ¿Le preparo su té?

—Me asustó señora Dolores. ¡Ehhh, si gracias! ya voy. Estoy ordenando aquí un poco. Y ella se retiró dándome la privacidad necesaria para pensar en todo lo que acaba de observar. Volví mis ojos a la pantalla, tenía ganas de darle al play y mirar un poco más. Solo un poco más para confirmar o desmentir lo que parecía ser. Y mi dedo índice oprimió la tecla y avanzó el video…

Un quejido alto de la mujer, respiración agitada en él, reconocidos sonidos de placer obtenido, que de inmediato silencié, bajando al máximo el volumen, más en las imágenes el movimiento de caderas continuó rítmicamente y en ascenso. Ella subiendo, bajando y meciéndose, agitándose sobre aquel precioso muchacho y este, chupando los senos al levantar su espalda y darles con su abierta boca alcance, mordisqueándolos, jalando con sus dientes los puntiagudos pezones cafés. Ella arqueó su espalda unos instantes después, se notaba el clímax alcanzado al apretar sus glúteos y la cabeza caída hacia atrás; ojos cerrados y en su frente aquellas gotitas de sudor. Boca con labios secos, tan abierta reclamando su aire, toda ella rebosante y agitada en su prolongada convulsión. ¡Sí! la vi y la reconocí. El rostro sonriente en el retrato que sostenía en mis manos, la cara mucho más feliz de ella en la pantalla del portátil.

La señora Martha, la esposa de mi jefe disfrutando con otro hombre. Detuve el video y lo minimicé. Me temblaban las piernas, toda yo estremecida y mi respiración entrecortada, tan similar como si ella fuese yo. Nerviosa me dejé caer en el cómodo sillón giratorio, sentando mis livianos 45 kilogramos y todo el peso de mis pensamientos, en la misma silla ejecutiva de mi ausente jefe, aquel hombre traicionado. Llevé un dedo a mi boca y me lo mordí con algo de fuerza, de manera masoquista, necesitada de algún tipo de dolor para despertar, volver de aquel video a mi realidad.

¡Infiel! Ella con el rubio aquel y desleal también yo, en menor proporción pero con él. Me puse en pie y recompuse el largo de mi falda, la alisé. El portarretrato lo volví a dejar sin vida, boca abajo como estaba inicialmente y lo demás también, todo tal cual lo había encontrado y con mi corazón agitado por la sorpresa me encaminé hacia mi escritorio, pero al rodear el amplio mueble, me tropecé con unas maletas de viaje ubicadas al lado de un cajón. Mi jefe tenía vuelos pendientes más ninguno programado para aquellos días, que yo supiera. ¿Y esto qué?

Me preocupé. Sin embargo, podría ser que Don Hugo hubiera bajado a desayunar en alguna cafetería del centro comercial cercano. ¿Podría tener hambre después de ver aquello? No, claro que no. Muerto en vida seguramente se encontraría el pobre hombre, recuperándose del golpe con un reconfortante café.

Y yo en la cocina recostada contra el mueble donde se guardaban las escobas y los demás artículos para el aseo, con la taza de porcelana entre mis manos, caliente bebida hindú, esperanzada en que me diera más calma que calor. ¿Valor?

Mil razones busqué oculta de la mirada de mi esposo aquel fin de semana, jugando con mis hijos en el parque un largo rato e incluso dentro del baño prolongando el tiempo de una ducha fría. O en nuestra cama al acostarnos y cuando mi esposo me abrazaba sin pedírmelo explícitamente, pero yo me negaba categóricamente a sus intenciones, obsequiándole mi espalda y mis falsas razones para no hacerlo ni con las luces apagadas; mi esposo ya vencido, dormido y yo muy despierta, sin hallar respuestas, sin ninguna luz para lo acontecido en aquel pasado atardecer. Mi culpa y sufrimiento interior en alza. Hasta encontrar las respuestas esa mañana en la oficina de don Hugo, gracias a mi curiosidad al darle al play de aquel video.

Que tráfico tan pesado, ¡por Dios! Lunes inicio de semana y nuevo mes. Normal. Afortunadamente había podido llegar a tiempo al concesionario y entrar a la reunión de ventas con mi jefe. Saludé a las compañeras con par de sonoros besos y a los demás compañeros, estrechando sus manos. Entregamos de uno en uno los informes verbales y escritos de nuestra labor comercial y los negocios del fin de semana. El viernes no fue bueno para mí en las ventas, pocos clientes atendí y por eso salí en el horario acostumbrado. En cambio el sábado y el domingo, las instalaciones se atiborraron de clientes y pude finiquitar seis ventas. Y obtuve el contacto de una empresa ferretera, interesados en renovar su pequeña flota de camiones livianos. Una oportunidad que no podría desaprovechar para cerrar ese nuevo mes.

Sin embargo tan a solas dentro de mí, tan rodeado de personas en aquella oficina, existía cierta inquietud. Extraño en ella llegar tan tarde y sin avisar. Una angustiosa espera, mensajes enviados sin pronta contestación y conocida por mí la premonición de que algo no estaba bien. Y a mi mente regresaba la imagen de Silvia, llegando a media noche a nuestro hogar. Su rostro cansado y desmaquillado, su mirada apesadumbrada y sin brillo. Y sobre todo, aquella inusitada efusividad al abrazarme, comerme literalmente a besos con gran connotación sexual, a pesar de haber llegado tan fatigada del trabajo. ¡En fin!

—Y a usted le fue excelentemente con los clientes. Felicidades Señor Cárdenas… ¿Señor Cárdenas? ¿Rodrigo?… Un llamado de atención para regresar de mis interiores y antiguas catacumbas, hacia aquella aún no certificada realidad.

La sonrisa en el rostro de mi jefe lo decía todo. Estaba muy feliz por el mes que se preveía muy movido. De seguro alcanzaríamos con creces las metas. Y «pluma blanca» dejaría un poco de molestarnos tanto. ¡Error! No alcancé a llegar a la máquina expendedora por mi café negro matutino luego de aquella acostumbrada reunión de ventas, pues don Augusto, mi jefe inmediato, me llamó con un grito desde el interior de su oficina.

—Dígame jefe, ¿para que soy bueno? —Y le sonreí sin tomar asiento.

—Así me gusta Rocky, esa efusividad y compromiso tuyo. A ver cómo te lo explico. Resulta que fuiste el elegido en una reunión importante de la gerencia general de esta compañía y por lo tanto nuestro jefe mayor, –me lo dijo con una sonrisa bastante maliciosa que me dio a entender que algo se traía entre manos– requiere de tus conocimientos para enseñarle a una nueva empleada, como son los pasos de las ventas en el sector de los automotores. Vamos, que serás el tutor, el instructor, el maestro de una recomendada de «las altas esferas» de la marca. Ahhh y por favor trátala muy bien, enséñale las instalaciones, los procesos, la documentación que utilizamos y todo el manejo del «Back office». Y por favor Rocky, mantén la compostura y tus manos lejos, pues ella es muy cercana y apreciada por alguien de la cúpula de esta organización. Te llevarás bien con ella pues viene también del otro lado del mar. Es tan colombiana como tú y de la tierra de Shakira.

Vaya, esa era una situación que no tenía prevista y que probablemente trastocaría mi agitada agenda comercial y yo tan urgido de poner en verde el saldo en rojo de mis bolsillos. Por lo tanto no me sentó bien aquella decisión sobre mi futuro sin contar conmigo y me enfadé.

—¡Jefe! pero si esta semana voy a estar demasiado ocupado. —le respondí con el cuidado justo y medido en mis palabras para no demostrar mi disgusto.

—Tengo varias visitas por hacer, aquí en Madrid y en los alrededores, tengo un cliente en Cercedilla por la sierra, a quien debo visitar para concretar el negocio que dejamos planteado el fin de semana. Ahh y un gerente hotelero muy importante en Torrelaguna, que va a regalar a su hija un automóvil y necesita tomar la decisión del color junto con su esposa. Y dos clientes más para visitar en Aranjuez, a mediados del mes. En fin, ¿no se la puedes encargar a alguien más? ¿Qué tal a Federico? Él es el mejor asesor, el que más vende. —Le comenté a mi jefe mientras terminaba de colocar mis dos manos sobre el borde de su escritorio y colocaba en mi rostro la imagen de súplica más sentida que podía, pero mi jefe, bajándose del tabique de su nariz un poco, las plateadas y elegantes gafas para mirar las letras pequeñas, fue ladeando su cabeza hacia la derecha, desvió su mirada hacia a mí y me dijo seriamente…

—Es una orden desde arriba. Ni modos. Además, el soberbio de Federico no tiene la paciencia de enseñanza que tú si posees. —Y me quedé en silencio, malgeniado e indispuesto. —Rocky, aquí entre nosotros, serás muy bien apreciado y tenido en cuenta por esta pequeña «colaboración». Y puedes llevarla contigo a esas visitas y ella aprenderá de ti, y te la podrás quitar de encima en menor tiempo. ¡Animo muchacho! —No empezaba bien mi semana, mi comienzo de aquel julio.

Salí de la oficina malhumorado y por la prisa tropecé en la puerta de la oficina de mi jefe con una espigada mujer rubia que se aprestaba a entrar. No alcancé a agarrarle de la mano ni del brazo, pero sí de su delgada cintura. Una carpeta de plástico azul salió volando por los aires, esparciendo pocas hojas de blanco papel, que alborotadas por el agite de mis prisas, se desordenaron en el aire, –como si ya fuese otoño– hasta reposar lentamente en el piso de cerámica. Ella se fue de espaldas, doblándose un tobillo o resbalando debido a la altura de diez centímetros de sus afilados tacones beige. Contuve con agilidad su probable caída y de inmediato la apreté contra mi pecho, salvándola de un aparatoso desplome, pero sin saberlo, condenándome yo a vivir a las puertas de mis tormentos junto a ella. Sentí sus duros senos oprimirse contra mí, su inolvidable y florido aroma, perfumando mi agradecido olfato; el cálido aliento de su hermosa boca entreabierta y aquel par de ojazos esmeraldas, iluminando su angulado y perfecto rostro.

—¡Anda Nene, pero que afán tienes! —Perdón disculp… ¡Que cara tan hermosa! ¡Qué ojos tan verdes! ¡Qué cabellos tan dorados! ¡Qué mujer tan divina! Que voz tan… ¿Costeña? No, no podía ser verdad. ¿Me había golpeado la cabeza nada más o estaba ya en el cielo? ¿Pero si era ella?…

—¡Oyemeee! Cierra la boca que se te van a meter las moscas. ¡Jajaja! —Esa voz, ese acento, esa risa. Posó un dedo sobre mis labios, cerrándome la boca. Me sonrió. ¡Me enamoré! Bueno no tan así pero casi. Casi me da un infarto al recordar las palabras de mi jefe: ¡Mantén lejos tus manos! Y en vez de tocarla, mi carta de presentación fue que de entrada, ¡por poco y la mato!

—Le pido mis sinceras disculpas por mi torpeza… ¿Señorita…?

—¡Paola! Paola Torres. Mucho gusto. —y me extendió su mano de finos dedos, decorados con varios anillos de plata y aquella tersa piel blanca. Uñas pintadas de un rojo intenso como sus apetecibles labios. —¡Rodrigo! mi nombre es Rodrigo… Ehh… Cárdenas, pero puede llamarme «Rocky», o como prefiera usted. —La rubia me miraba entre divertida y sorprendida. Pero me ofrecía su amplia sonrisa.

—Y de nuevo mis disculpas por el golpe. Espero no haberla lastimado. —Y correspondí a su sonrisa con una más extensa mía, aún sin dejar de estrecharnos las manos. Sintiendo ya, su agradable calor.

Continuará…

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