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El profesor enseñando
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Alguna vez estuve con una chica que se encaprichó conmigo. Se llamaba Myriam y tenía unos 19 años y yo 40. Habíamos hablado y yo no quería nada con ella porque la veía enamorada y no quería causarle dolor. Siempre he sido muy claro en estos temas. Además, me había dicho que era virgen y yo le había respondido que menos aún, porque no quería que se apegara más a mí, y que yo no podía corresponder a sus sentimientos. Sin embargo, ella insistió mucho y muchas veces, tanto que finalmente accedí. Eso sí, no sin antes decirle que, ya que íbamos a hacerlo, debía dejarse guiar, y aprender lo que le enseñara.

Es bueno aclarar que esto sucedió en una época en que los prejuicios y tabúes con respecto al sexo eran muy fuertes. No había acceso a información buena ni mala, aparte de los discursos religiosos y moralistas que hacían ver todo aquello como algo malo, pecaminoso, que generaba culpabilidad. Yo, gracias a lo que había estudiado había podido enfrentarme con éxito a estos prejuicios, pero para una chica con escasa educación y una fuerte tradición familiar y religiosa, era muy diferente.

En las ocasiones en que salimos previamente, yo le había hablado de lo que pensaba con relación al sexo. Le había mencionado las distintas formas de dar y recibir placer. Le había hablado de lo que más me gustaba hacer y que me hicieran, y de cómo me gustaba que me lo hicieran. Todo ello iba preparando el terreno.

Fuimos a mi apartamento. Nos besamos intensamente. Acaricié sus senos firmes y erguidos. Los masajeé sintiendo cómo sus pezones se ponían duros. Siempre me ha excitado mucho tocar los senos jóvenes, rellenos y bien formados. Siento una corriente eléctrica que recorre mi espalda y se descarga en mi miembro.

La desnudaba mientras la besaba y la tocaba. Me incliné a besar sus pezones, a chuparlos, a lamerlos, mientras con una mano los amasaba y con la otra apretada sus nalgas jóvenes. Ella acariciaba mi espalda y mi pecho. Terminé de desvestirla y yo también me quité la ropa. Seguí besándola y acariciándola mientras mi verga se paraba y rozaba el cuerpo de Myriam. Tomé su mano e hice que agarrara ese pedazo de carne caliente y dura que le apuntaba. Sentí esa mano fría apretar y mi dureza aumentó.

Después la recosté en la cama y mi mano bajó por su vientre rozando su piel, yendo y viniendo, avanzando un poco más cada vez. Así llegué a sus pliegues. Comencé a abrirlos suavemente, de arriba a abajo hasta lograr que se desplegaran del todo. Sentí su humedad. Después mis dedos fueron buscando su botoncito del placer. Dieron vueltas alrededor esperando el momento propicio. Ella respiraba agitada y se aferraba a mi cuello mientras me besaba. Al fin lo rocé y ella se estremeció dejando escapar un gemido que apagó en su voz. Se aferró a mí con más fuerza. Mis dedos frotaban lenta y suavemente. Veía cómo ella se dejaba caer bien sobre la cama abandonándose al placer que yo le estaba dando. Entonces, me fui con la caballería: mi boca asaltó su vientre y buscó sus pliegues. Una vez allí, cuando ya la ciudad estaba rendida, mi lengua arrasó los muros exteriores, los muros internos y la plaza central. Después se concentró en el botoncito. Con húmedas cargas mi lengua hacía inflamar la delicada carne al tiempo que su cuerpo saltaba y sus piernas se cerraban con fuerza para, enseguida abrirse de nuevo. Tras un buen rato, sentí cómo gemía sin control y cómo su pelvis golpeaba mi rostro. No tuve compasión y continué sin cambiar el ritmo de mi acción. Cuando vi que su cuerpo saltó sin control, supe que estaba teniendo su primer orgasmo.

Entonces tomé su mano y, sin darle tiempo a descansar, le hice tomar con ella mi miembro que estaba a medio erguir. Ella me miró algo confundida. Con mi mirada la tranquilicé. “Déjate guiar”, le dije mientras llevaba su mano de arriba a abajo de mi pene. Al cabo de un minuto lo hacía sola mirando cómo ese pedazo de carne crecía y se hacía más duro. Ella lo miraba aparecer y desaparecer en su mano. El morbo que aquello me producía me producía una enorme excitación. Sin dejar que me soltara, me tendí sobre ella, separé sus piernas y ayudé a su mano a poner mi miembro frente a sus pliegues abiertos y mojados. Suavemente fui entrando. Me detenía a cada expresión de dolor. Apenas si empujaba.

Entonces ella abrazó mi cintura y me acercó manejando la fuerza y profundidad de la penetración. Al ver que no avanzaba, empujé un poco más y ella gimió, se aferró a mis hombros y permitió que el acceso fuera más continuo. Terminé de entrar hasta el fondo y entonces me retiré hasta solo dejar adentro la cabeza. Volví a empujar más rápido esta vez. Los gemidos de dolor fueron menos intensos esta vez y de a poco, ella fue moviendo sus caderas. Seguí penetrando sin mucha fuerza para permitir que su cuerpo se acostumbrara.

El dolor dio paso al goce y ahora sus gemidos eran gemidos de placer. Mientras la penetraba, me inclinaba a chupar sus senos o, apoyado en un a mano, los amasaba con la otra. Le di la vuelta y la puse en 4. La penetraba cada vez con más fuerza y rapidez. Ella gemía así mismo más y más. Sentía cómo el orgasmo la inundaba. Entonces solté todas las riendas y empujé con fuerza y rápidos movimientos. Cuando sentí que ya iba a expulsar mi semen urgente, salí de ella, le di la vuelta de un empujón y, masturbándome, bañé su vientre con néctar espeso, caliente y abundante.

Sin darle tiempo a salir de su orgasmo, tomé su mano e hice que frotara el semen recién expulsado. Trató de resistir, pero mi mirada debilitó su intención. Su mano estaba mojada de semen. Llevé su mano a mi rostro y aspiré el olor sin dejar de mirarla. Luego la acerqué a ella e hizo lo mismo. Tome su otra mano, la llevé a mi boca y mi lengua lamió sus dedos. Ella entendió y con alguna preocupación lamió su mano untada de semen. Su rostro no expresó ninguna emoción, pero siguió haciéndolo hasta limpiarla por completo.

Enseguida llevé su mano a mi verga, que no había perdido del todo la erección. Mi mano sobre la suya apretó mi carne en la base y esto hizo que sangre fluyera a mi verga. Ella miraba y sentía lo que estaba sucediendo. Luego subí su mano hasta la cabeza y apreté de nuevo, lo que fortaleció la erección.

–Ahora quiero que hagas aquello de lo que hablamos.

–Sí –respondió como si ya supiera lo que iba a decirle.– Pero dime cómo.

–Bésala.

Acercó su boca y sin abrir sus labios besó mi verga en la cabeza, como quien besa una mejilla. Pero siguió besando el capullo. Cuando sus labios besaron la zona del frenillo, sentí una descarga de sangre y mi verga palpitó. Ella pudo notarlo en su mano y sonrió mirándome.

–¿Así?

–Sí, para comenzar vas bien. Solo haz lo que te diga.

–Bueno.

Yo estaba muy excitado viendo a aquella chica dócil, ávida de aprender. Ella estaba dejando a un lado los prejuicios y temores que había guardado por años con relación al sexo. Como yo lo veía, quería aprovechar al máximo esta experiencia para aprender.

–Si quieres sigue besando así a todo lo largo y ancho. Y acaricia y besa también las huevas –le dije.

Ella lo hizo. Sus besos sin humedad eran nuevos para mí y aunque no generaban tanto placer inmediato, sí producían un goce especial, como un anticipo de lo que vendría después.

–Ahora con tu lengua bien húmeda lame la cabeza. –Lo hizo. Su lengua sobre el frenillo me estremeció y un golpe de sangre llenó de nuevo su mano.– Rodéala con tu lengua. –Mi verga, que es cabezona, fue bañada con esa humedad mientras mi erección se hacía cada vez más fuerte.

Yo quería ir lento en esta parte. Ella estaba disfrutando lo que hacía. Sus ojos me sonreían al mirarme.

–Eso, mírame. Quiero saber por tu mirada lo que sientes.

–Lame toda la verga de abajo a arriba. Y no olvides las huevas. –Ella obedeció. Su lengua, recorriendo todo el tallo duro producía pulsos eléctricos que inundaban de sangre toda mi pelvis, desde el perineo hacia arriba.

La chica lo estaba haciendo bien. Seguía mis instrucciones y me estaba dando un gran placer. Le dije que apretara la base de la verga, lo que produjo una erección más poderosa, si ello era posible. Ella disfrutaba realmente todo aquello. Lo notaba en la manera como su lengua recorría toda mi verga, como rodeaba la cabeza varias veces para bajar de nuevo y repetir la acción.

–Ahora, mete la cabeza en tu boca, abriendo solo un poco los labios.

Ese roce de los labios sobre la cabeza, ese ingreso lento y húmedo en su boca, me proporcionaron un placer que me hizo estremecer. Le indiqué que repitiera esa acción lentamente varias veces. Ella lo hizo y notaba que le gustaba. De vez en cuando cerraba los ojos para vivir mejor esas sensaciones nuevas. Pero volvía a abrirlos para mirarme y decirme que le estaba gustando.

–Ahora come un poco más de verga –le dije.– Métetela un poco más adentro.

De nuevo ella hizo lo que le pedí. Casi de un solo golpe metió algo más de media verga y, sin esperar a mi instrucción, comenzó a mamar, pero hundiendo cada vez esa porción. En este punto mi excitación era enorme. Sentía muy tensa la piel, muy duro la carne y el río de sangre fluía sin cesar. También sentí la primera ebullición de mi semen.

–Mete más, mete tanta verga como puedas.

Ella lo hizo y, aunque no pudo meterla toda, noté que hizo su mejor esfuerzo. No quise pecar de excesivo en mis caprichos y la dejé mamar hasta donde pudiera. Solo en este momento ella comenzó a gemir, pero lo hacía fuertemente, a pesar de que las mamadas no eran muy rápidas.

–Ahora debes seguir así hasta que me hagas derramar en tu boca –le dije sin dejar de mirarla fijamente. Ella me miró con algo de angustia, pero con la decisión de hacerlo. Me lo hizo saber con un gemido en el que asentía. Yo ya gemía, pero no dejaba de darle instrucciones.

–Cuando comience a derramarme no debes parar ni sacar la verga –le dije.– Yo te diré cuándo debes bajar el ritmo.

Sus mamadas ganaron algo velocidad y mi semen hervía y ascendía a la base de mis huevas. Un primer y pequeño chorro de semen salió y ella me miró. Gruñí y le dije que siguiera así. No me apartaba la vista mientras mamaba. Otro chorro igual salió. Ella gimió fuerte y yo gruñía al tiempo que le pedía más. Entonces un poderoso chorro salió disparado en medio de su gemido y mi gruñido. Aún le pedía más y otros dos chorros salieron. Yo sentí una oleada de calor en todo mi cuerpo y una leve sensación de desmayo. Entonces alcancé a decirle que bajara el ritmo mientras me retorcía de placer, gruñía y sudaba. Ella siguió gimiendo y mamando más despacio. Mi semen seguía fluyendo y llenando su boca, abriéndose espacio en esa boca llena de mi verga. Finalmente, sin soportar el dolor del placer, le pedí que se detuviera, pero mantuve mi verga adentro un tiempo más. Ella seguía gimiendo y yo gruñendo cada vez más levemente.

Tal vez fue por lo que hablamos en nuestras reuniones anteriores, tal vez porque mantuve mi verga un tiempo más en su boca inundada de semen y saliva, el hecho es que sin yo proponerlo sentí cuando su boca se contrajo y tragó mi semen. Eso, además de darme un placer adicional, escurrió las últimas gotas de mi carne. Saqué mi verga y vi cómo tragó de nuevo el resto que había en su boca. Me miró con los ojos un tanto abiertos, sorprendida, y sonrió. La besé en la boca, la abracé y le dije palabras de elogio diciéndole que se había portado muy bien.

No volvimos a hacerlo. Al poco tiempo ella se fue de la ciudad y perdimos todo contacto.

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