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El polígrafo sexual
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Tiempo de lectura: 15 minutos

Lara no había tenido una buena noche. Hacía bastante tiempo que no recordaba dormir más de dos horas seguidas, pero aquella en concreto había estado desvelada desde las tres de la madrugada sin una razón aparente. Ni la lluvia que golpeaba su cristal había conseguido relajarla. Así que encontrarse con Daniel nada más salir del vestuario solo acrecentó el mal humor que ya traía de casa.

Pasó por su lado fingiendo no haberlo visto y él actuó del mismo modo mientras se internaban en la sala de descanso para hacerse con el primer café de la mañana.

Lo cierto es que no tenía ningún motivo para sentir ese hastío hacia su compañero, pero su mera presencia le hacía notar ese tipo de emoción, mezcla entre aversión e indiferencia, donde el resultado siempre era el mismo: necesidad de alejarse.

Era un policía que había conseguido sacarse la oposición hacía ya muchos años. Un idealista ignorante que pensaba que siendo agente de la ley ayudaría a los más débiles. Pero desde que entró en el cuerpo, se había dado cuenta de que realmente estaban al servicio de los intereses políticos sin importar, en realidad, las injusticias y desigualdades sociales. Adicto al gimnasio, espacio donde a diario descargaba toda su frustración, era a la vez objeto de las miradas de sus compañeros que lo veían como un vigoréxico sin sentimientos.

Tampoco es que intentara disimularlo. Llegaba, entrenaba, se cambiaba y al puesto que le encomendaran. Normalmente, su compañero de ruta era el que llegaba nuevo —ningún agente con más de un año de experiencia en la comisaría aceptaba pasar tanto tiempo con él y encerrados en un mismo espacio—. Y, para su suerte, pocas veces le había tocado con la agente Lara Martínez. Mejor, no la soportaba. Tan agradable, tan servicial para todos, tan entusiasta y tan guerrera. Tan, tan, tan que le asqueaba. Siempre discutiendo con el que dejara escapar cualquier broma sobre la porra que llevaba en el cinturón o la duda permanente de si estaba capacitada como policía por ser mujer. Daniel sabía de sobra que lo estaba, mucho más que la mayoría de sus compañeros. Podía comprobarlo cada mañana, o al final de alguna jornada, en el gimnasio en el que pocos se tomaban la molestia de entrenar, pero donde siempre podías encontrarla.

Aquella mañana, no obstante, el destino, o el cabrón de su superior, decidió que todo se daría la vuelta y que ambos compartirían tiempo y espacio.

—Martínez y Garrido, a mi despacho —les ordenó López.

Aquella frase sonó como un estruendo en la cabeza de Daniel, cosa que propició que, sin pensar y en un tono de voz más alto de lo que hubiera querido, dijera:

—Vamos, no me jodas.

—¿Ha dicho algo, Garrido?

—Nada, nada. Lo que usted mande —respondió el policía mientras lo maldecía de manera explícita para sus adentros.

«Maldito hijo de puta. Qué coño querrá este ahora…».

Lara, por su parte, le obsequió con una mirada de desprecio en el momento antes de volver el cuello hacia su jefe y asentir con la cabeza. Después, dirigió sus ojos a Marco, su compañero en la mayoría de las ocasiones, y le pidió ánimos con la mirada. Este le sonrió con afabilidad; no era plato de buen gusto ser llamado por el jefe.

«Espero que no se alargue mucho la reunión. Estoy casi convencida de que el cuerpo que apareció flotando en el canal tiene que ver con alguna mafia de inmigrantes ilegales», pensó.

La semana anterior recibieron el aviso de que un cuerpo había aparecido flotando en la desembocadura del canal, atascándola. Al parecer, un grupo de chicos vieron algo extraño emerger del agua, kilómetros antes del hallazgo, y llamaron a la Policía Local. Ni caso les hicieron. Al día siguiente, un agricultor dio con el premio gordo al ver que la acequia que abastecía sus campos para el riego no expulsaba el agua que debía. Al acercarse a comprobar lo que sucedía, el pobre hombre sufrió un ataque de ansiedad y tuvo que ser atendido de urgencias. Como pudo, llegó a la casa y su esposa llamó al 112. No fue hasta que estuvo recuperado, que informó al equipo médico sobre lo que había provocado ese soponcio, y estos, seguidamente, a la Policía.

Sin dejar de pensar en ello, se levantó y cruzó junto a Daniel el pequeño tramo que los separaba de la puerta de su superior.

El despacho era tan frío como él. Ninguna imagen familiar ni signos de que un ser humano con sentimientos habitara en ese lugar. Un ordenador, una mesa y la foto del Rey detrás de su silla.

Lara pensó que Daniel podría ascender algún día y ocupar el lugar de López sin que se notaran los cambios. Sus pensamientos desaparecieron cuando su superior les indicó con la mano que tomaran asiento y dirigió una mirada desaprobatoria a un aparato cuadrado que había sobre el desocupado escritorio.

—Esto que veis aquí es un polígrafo. Un cacharro infernal que se usa para…

—Sabemos lo que es un polígrafo —lo interrumpió Daniel—, al menos yo llego hasta ahí. No sé si la agente Martínez…

—Tú eres gilipollas —espetó Lara dejando la profesionalidad a un lado y sin importarle la presencia de un superior. Superior que ya estaba más que acostumbrado a aquellos piques infantiles dentro de la comisaría. Muy poco antes solo era un compañero más y vivía de tú a tú aquellas situaciones, así que solía pasarlas por alto.

Garrido, satisfecho con la reacción que quería despertar en ella, se echó hacia atrás en su silla, alzó una ceja y la miró con intención de provocarla.

—Vaya, rubia, estás últimamente que no hay quien te tosa cerca. ¿Qué pasa? ¿No te follan bien?

—¡Ya está bien, los dos! —López golpeó la mesa y Lara se mordió el labio, roja de la furia, por no haber tenido la oportunidad de responderle. Eso sí, se la guardaba para cuando salieran de allí. Ahora, de nuevo, su profesionalidad estaba por delante.

—Usted dirá, Súper —dijo Daniel, volviendo al objeto de la reunión y utilizando el apelativo que le pusieron sus excompañeros el día que ascendió.

—La cosa es que este cacharro, que ya habéis dejado claro que conocéis, está a punto de formar parte de nuestra comisaría.

—No entiendo qué…

—Déjeme terminar, Martínez, por favor. —López había vuelto al trato formal.

—Por favor, Martínez, no interrumpa al jefe —añadió Daniel con el único objetivo de intentar ridiculizar a su compañera.

Poco le faltó a Lara para esputar la más que acumulada rabia que su compañero le había provocado en esos pocos minutos de reunión, cuando López continuó con su exposición:

—Están pensando en legalizarlo. Una gilipollez, lo sé —aclaró ante la cara estupefacta de los agentes—, pero en algunos sitios y con el consentimiento de ambas partes ya es válido, por lo que se ha pedido verificación del cacharro para ampliar su uso. Cumplo órdenes, y las órdenes son claras: probarlo en todas las comisarías de la ciudad y entregar los informes completos. Así que esto es muy sencillo. Entraréis en una sala desprovista de mobiliario que os distraiga, más allá de una mesa y dos sillas, y primero uno, y luego el otro, tendréis que usarlo. Al final de la sesión, me entregaréis los informes y yo los derivaré a quien corresponda.

—¿Los dos? ¿Juntos? —preguntó exaltada Lara. Tuvo que agarrarse a la silla para no despegar el culo.

—Uno cuestiona y otro es cuestionado, así que sí, juntos —ironizó López.

—Le he dicho que no da para más —añadió Garrido.

Ella los ignoró. Estaba tan nerviosa y enfadada que solo podía pensar en guardarse la espalda.

—Puedo hacerlo con cualquier otro compañero, con el que sea.

—¿Qué pasa, rubita, te pongo nerviosa? —la provocó Daniel.

—Más quisieras, payaso.

—Meeec. El polígrafo dice que mientes.

—¡Basta! Hoy no hay rondas, chivatos, ni cualquier otra cosa que pensaran hacer. Además, que parece que va a llover y eso que se ahorran.

—Sabe que estoy con el caso del inmigrante. Ya casi lo tengo.

—Lo sé, Martínez. Pero el cadáver va a moverse de donde está —añadió López. Ese comentario le molestó, y mucho, a Lara. Estaba un poco cansada de que en el cuerpo menospreciara a según qué colectivos—. Zumbando. —El hombre se puso de pie y esta vez su orden no dejó lugar a dudas. Ambos, resignados, lo siguieron.

La sala, como bien había anunciado López, no disponía de nada más que lo básico. Lo básico para un despacho de principios de siglo. Del pasado, claro.

La mesa principal y las dos sillas prometidas más una pequeña mesa donde se aposentaba la máquina y algunos folios.

El posible nuevo y fiel compañero: el polígrafo.

—Joder con la salita. Mira que llevo años en esta comisaría, pues nunca había entrado aquí.

—Qué más darán ahora tus conocimientos geográficos del edificio —respondió Lara como inicio de venganza por los ataques recibidos delante del Súper.

—Bueno, ¿qué?, ¿cómo lo hacemos?

No lo vio venir. En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, el cuerpo de Daniel estaba contra la pared y tenía a Lara a escasos centímetros del rostro. El antebrazo derecho apretaba su cuello y la mano izquierda le sujetaba los huevos con firmeza, tanta que Daniel no hizo el intento de moverse.

—Es la última vez que me insultas o me menosprecias, ¿te enteras? La próxima me juego el despido, pero por todo lo alto, porque donde estemos te cruzo la cara esa que tienes. —Presionó más con la mano izquierda y Garrido apretó los labios, sin permitir que su estúpida hombría cayera al suelo—. Ahora, pídeme perdón. —Daniel no pronunció una palabra y Lara apretó con mucha mucha fuerza. Después, aflojó el antebrazo para que pudiera hablar.

—Per-perdón.

Lo soltó con toda la repulsión que fue capaz y se dirigió a la mesa para comprobar cómo funcionaba el polígrafo.

—Ahora vamos a trabajar como dos personas adultas y, cuanto antes comencemos, antes terminamos. ¿Quién empieza?

—Tiene ovarios la gatita —lo oyó decir detrás de ella. Cuando miró por encima de su hombro, Garrido se recolocaba el cuello del uniforme y los pantalones. Reprimió una sonrisa.

—Mira por donde, eso me ha gustado. Porque soy una mujer y, por ende, tengo ovarios.

—Probablemente más cosas te gustarían, pero has preferido quedarte con una imagen que no me corresponde.

—¿La de gilipollas engreído, quieres decir? —respondió, entonces sí, con un intento de sonrisa.

—Mejor empecemos ya. Como bien has dicho, cuanto antes lo hagamos, antes acabaremos. Pero… reconoce una cosa. Te ha puesto tener mis huevos en tu mano, ¿verdad? —preguntó Daniel sin mirarla a la cara, porque se había girado para ojear el artilugio.

—Ya te gustaría. Además, qué coño… No pienso contestarte.

—De momento. ¿Te sientas tú o yo?

Lara lo meditó un segundo. «Los malos tragos, mejor pasarlos con rapidez», pensó.

—Lo haré yo. —Se hizo con uno de los folios que había sobre la mesa y se sentó, dispuesta a seguir las instrucciones de uso.

Cuando Daniel se ofreció a ayudarla, ella negó en silencio y se colocó los cables, no sin dificultad.

Intentó calmarse, sabía que el estúpido cacharro detectaría sus nervios, pero no le fue fácil cuando descubrió a su compañero frente a ella, también distraído con las instrucciones.

—Bien. Según esto, comenzaremos con preguntas rutinarias para comprobar la efectividad. Cosas sencillas. Por ejemplo, ¿llevas bragas puestas?

Lara lo ignoró, no porque no tuviera qué responderle, sino porque se había embobado con las manos masculinas que todavía le daban vueltas al papel. No le gustaba mirar a Daniel de aquella forma, lo odiaba, de hecho, pero eran grandes y apetitosas…

Soltó alguna grosería para disimular y continuó escrutándolo.

«Qué hostias me está pasando. Ha sido sentarme en la maldita silla, semiatada por los cables, y notar esta tontería».

—Perdona, compañera, pero te has puesto mal los sensores del torso —advirtió Daniel volviendo al asunto encomendado por su superior—. Uno va encima del pecho y el otro debajo.

—Sí, claro…, como un sujetador de cuero, ¿no?

Él no respondió, se limitó a mostrarle la documentación donde claramente podía apreciarse en una imagen que dichos cables debían colocarse como le había indicado.

Para enseñárselo mejor, se acercó a ella. Mucho.

Lara pudo apreciar el olor de su colonia, fresca y varonil, inmiscuyéndose en sus fosas nasales. Por primera vez desde que lo conocía, no le había olido a «azufre».

¿Seguía siendo un diablo?, sí. ¿Lo odiaba?, posiblemente. Pero esa habitación, esa silla y las palabras que le había relatado hacía poco sobre su persona, se le habían quedado grabadas a fuego: «Has preferido quedarte con una imagen que no me corresponde».

«¿Y si lo que pasa es que me gusta y como una niña reacciono de esta manera? No, imposible. Es un capullo cerebral».

Sin pensarlo dijo la frase que seguramente podía cambiarlo todo:

—Ya que parece que eres tan listo, y un experto en polígrafos, ponlos tú.

—¿Estás seg…?

—Ni se te ocurra sobrepasarte o te giro la cara, listillo.

—Lista eres tú, que con la excusa quieres que te roce las tetas.

—Más quisieras. Venga, colócalo todo como en el libro de instrucciones y empecemos.

Para poner los dos sensores que se había colocado mal, Daniel se posicionó detrás de ella. Subió un poco el primero hasta la parte inferior de los pechos, llegando a notar la copa del sujetador. «Una noventa, mínimo», pensó, y se explayó para dejarlo perfecto, pudiendo disfrutar imaginando cómo sería tenerlos delante de él, sin ropa que entorpeciera tal efecto.

Ella fingió no haberse despertado con su roce, pero no era cierto. Había notado la pausa de las manos masculinas sobre su piel y su corazón se había acelerado paulatinamente. Garrido le dio la vuelta a la silla y se colocó frente a ella. En silencio, se agachó para quedar a su altura y comprobó que estuvieran bien sujetas las pequeñas cintas con velcro que debían rodear dos de sus dedos. El hombre, al elevar la mirada, chocó con los ojos verdes de ella, que lo observaban sin pudor. Ambos, como chiquillos incómodos, apartaron las miradas.

—Bien —dijo mientras se levantaba. Se apoyó sobre el filo de la mesa y cogió otro de los folios—. Aquí es donde hay que apuntar las respuestas certeras y las falsas. Vienen sugerencias determinadas: preguntar por el nombre y apellido, la edad, el color de pelo… ¿Lista?

—Sí —respondió Lara con calma y un leve asentimiento.

—¿Tu nombre y apellido son Lara Martínez?

—Sí.

De las dos lucecitas que disponía el aparato, se encendió la verde.

—¿Tienes dieciocho años?

Ella alzó las cejas.

—No.

La luz verde volvió a encenderse y ambos miraron el aparato con más interés del inicial.

—¿Tienes veintisiete años?

—Sí.

De nuevo, la luz verde. Aunque Lara no la apreció; estaba preguntándose por qué Daniel Garrido sabía su edad.

—Me aburro. Cambiaremos la dinámica. ¿Llevas las bragas puestas?

—No pienso responder.

—Tienes que hacerlo, lo dice el Súper.

—No.

—Vamos, Martínez, solo es un juego… Relaja ese cuello y baja el hacha de guerra por una vez en tu vida. Nos ha tocado comernos esta mierda de prueba, al menos disfrutémosla un poco. Venga, ¿llevas las bragas puestas?

Lara puso los ojos en blanco, pero se recordó que después le tocaría a él.

—Si respondo, ¿te comprometes a actuar igual cuando te toque? —Daniel asintió, convenciéndola. Tras unos segundos, suspiró y añadió—: Sí, las llevo puestas.

—Una pena. —Sonrió de lado como un auténtico sinvergüenza. A continuación, dispuesto a saciar su curiosidad, añadió—: ¿Te caigo mal?

—Sí —respondió ella sin titubeo alguno.

La luz verde se encendió y Daniel ocultó el pellizco de decepción.

—Eso es porque no te has parado a conocerme.

—Siguiente pregunta, por favor, Garrido, que ya ansío mi turno al otro lado del estrado.

Lara empezó a sentirse cómoda en esa silla, aun habiendo contestado a la indiscreta, directa e improvisada pregunta.

—¿Te pongo nerviosa?

—Ya te gustaría.

Aunque la verdad era que la comodidad que sentía iba acompañada de ese punto de excitación provocado por el hecho de hablar de su ropa interior.

—Céntrate y responde.

—No.

Por primera vez, el color rojo apareció en el visor del polígrafo.

—Interesante —dijo Daniel mostrando una ligera sonrisa de medio lado—. ¿Me has mirado el paquete cuando me he colocado delante de ti?

—No —respondió rápidamente, esquivando la mirada de él.

El rojo volvió a saltar, y Lara notó un sentimiento de pudor que le recorrió todo su cuerpo.

Daniel, aprovechando el chivatazo de su nuevo compañero, se acarició sutilmente delante de ella.

—¿Te estás imaginando cómo la tengo?

—No.

El color rojo de nuevo.

Lara empezó a sudar y él se excitó por primera vez en esa sala fría como el hielo.

—Volviendo a tus bragas… ¿Llevas tanga?

—Pero ¿qué es esto?

—Responde.

—Sí, llevo un tanga, que ya te gustaría a ti ver.

—¿Te has masturbado en los dos últimos días?

—Empiezas a incomodarme —protestó, indignada—. ¿Qué más te dan a ti esas cuestiones personales?

—Eso puedes preguntármelo cuando te toque. Pero, no sé… —Se llevó dos dedos al mentón y lo tocó con interés—. Me gustaría saber qué tipo de mujer hay detrás de la estirada agente que vive peleando con sus compañeros. Seguro que me sorprenderá.

Lara pensó que no podía hacerse una idea de cómo era en realidad dentro en su terreno personal. Y, por primera vez, reconoció que ni ella misma se conocía tanto como creía, porque estaba excitada, porque quería seguirle el juego, a pesar de asquearle aquel tipo. También, se dijo, sabía que parte de ese asco era debido a la indiferencia con la que la trataba. ¿Por qué nunca la miraba como mujer? La mayoría de los compañeros lo hacían, pero él no. ¿Qué la hacía invisible a sus ojos? «Puedes comprobarlo cuando te toque preguntar, ahora solo debes responder algunas preguntas más», se recordó.

Solo tenía que ser más descarada que él para sacarlo de la zona confortable en la que estaba acostumbrado a moverse con las mujeres.

—Sí, me he masturbado en los últimos dos días. Lo hago cada noche y cada mañana. Algunos deberían copiar la táctica para venir más liberados a trabajar. —Sonrió.

Daniel, sin poder evitarlo, la imaginó sin uniforme, tumbada en su cama, recién levantada y con los dedos entre sus pliegues mientras gemía. Con esfuerzo, controló la dureza que amenazaba con mostrarse en sus pantalones. O eso pensó, que la erección que emergía escondida bajo su ropa interior no había llegado a desarrollarse en toda su magnitud por el esfuerzo mental que había mantenido y que pasaba desapercibida. Pero la reacción de Lara le hizo sospechar lo contrario.

Ipso facto, la mujer abrió los ojos al máximo y enfocó debajo de la cintura cuán búho observa desde su árbol en plena noche en busca de su presa para alimentarse. Fue una milésima de segundo. Al instante subió la mirada, se cruzó con la del agente Garrido y, seguidamente, la perdió como si pretendiera traspasar la pared de color blanco desgastado que ornaba la sala en la que estaban.

«¿Se habrá dado cuenta de que he visto cómo se ponía duro? Que más dará, en todo caso sería él quien tendría que sentirse avergonzado. ¡Joder! Creo que acabo de mojar mis bragas».

Daniel percibió las extrañas reacciones de Lara, aun habiendo ocurrido en una fracción de segundo. Su mirada, también perdida, acabó en el mismo punto de la pared que la de su compañera.

Volvió a imaginarla tumbada, en su cama, acariciándose antes de ir a la comisaria. Disfrutando de esos minutos mágicos de la mañana que, a veces, parecen felizmente interminables. Traspasando la humedad de sus entrañas hacia sus dedos. «¿Será de las que se depilan entera siguiendo la moda de las películas porno?».

—Tienes una pregunta más y cambiamos.

—Dos.

—Has comprobado que funciona perfectamente, así que una —se negó ella.

—De acuerdo, dos. La primera… —Se detuvo—. Espera un momento, ¿entonces es cierto que te masturbas dos veces al día?

Y antes de que dejara escapar una sonrisa pícara de sus labios, gruesos y carnosos, ella lo cortó:

—Sí. Y acabas de consumir una de las dos preguntas.

—No… era…

—Una pregunta y te quedaban dos.

—Juega fuerte, señorita Martínez. Bien, bien —respondió el agente a la vez que se mordía el labio inferior, mientras seguía imaginando a Lara follándose con sus dedos.

—¿Te has probado?

—¿Qué si me he qué…?

—A ti misma. Cuando te das placer. Sea por la mañana o por la noche. Con los dedos empapados del gusto que te produce follarte. Si alguna vez has acariciado tus pechos desnudos, subiendo desde tu coño hasta llegar a la comisura de tu boca, y te has probado. ¿Has relamido tu propio sabor?

Por impulso natural, se recostó cómodamente en la silla y lo miró a los ojos. Hacía ya unos minutos que aquello había dejado de ser una estúpida prueba laboral. Se preguntó qué hacía flirteando con Garrido, con el inepto y engreído de Garrido. Estaba cachondo a su costa, hurgando en su intimidad, y aún con aquellas dudas rondándoles, le respondió:

—Sí. Pero me gusta más cuando es otra boca la que me da a probar mi propio sabor.

Satisfecha y perdiendo la vergüenza, lo miró sin reparos, primero a él, y después a su polla que, ahora sí, se mostraba dura y en todo su esplendor dentro del uniforme.

Se frotó los muslos de manera inconsciente al moverse sobre la silla, intentando aliviar la quemazón que sentía entre ellos.

Estaba excitada. Sí. Ya no tenía dudas.

Las malditas preguntas, o el maldito juego que habían creado por seguir el rollo a la estúpida idea de Garrido, se le estaba yendo de las manos. De hecho le sudaban y ansiaban bajar la cremallera de su interrogador para agarrar lo que allí se encontrara. Duro, seguro. Porque desde su posición, sentada en aquella silla, pudo comprobar perfectamente como la polla había ganado tamaño y consistencia. Delante de ella. Llamándola.

—Me toca. Quítame estos cables, por favor.

Daniel asintió, se acercó y empezó por los dedos.

—Te sudan las manos.

—A ti se te ha puesto dura y no digo nada. Venga, termina, que es mi turno.

Garrido notó cierto pudor por su cuerpo. Pudor que duró lo mismo que dura caerse una estrella, y, posteriormente, se transformó en excitación.

—No te muevas, voy a desabrochar los sensores del pecho.

Lo cierto es que lo hizo con mucha delicadeza, intentando no parecer grosero.

«A estas alturas, va a resultar que es un caballero», pensó Lara mientras le rozaba un pecho con el lateral de la mano. Y le gustó. Notó cómo el pezón cubierto por el sujetador se endurecía.

Se levantó con rapidez y Daniel ocupó su puesto.

—¿No me ayudas con los cables? —le preguntó, burlón.

—Claro que no.

—Eh, yo te he ayudado a ti.

—Nadie te lo ha pedido —le recordó.

Mientras su compañero terminaba de situar los cables, ella se sentó frente a él. Demasiado nerviosa y descolocada se sentía como para aguantar su peso sobre las piernas.

—Vale, comenzamos. ¿Tu nombre es Daniel Garrido?

—Sí.

La luz verde funcionó correctamente.

—¿Te consideras un estúpido amargado? —intentó bromear, pero para su sorpresa, Daniel respondió afirmativamente y la luz verde apareció. Ninguno dijo nada. Ella estaba sorprendida de su sinceridad y él también.

—Tus preguntas de cortesía me aburren, rubia —añadió con rapidez para alejar el halo de preocupación que se había instalado en el rostro claro. Le gustaba más la poli cañera que la afligida—. ¿No vas a preguntarme si llevo los calzoncillos puestos?

Lara sonrió, más relajada.

—Para qué, si ya he comprobado que la tela retiene a la bestia. Yo no gasto mis preguntas en tonterías. Continúo: ¿es cierto que estás casado?

Esta vez, el agente dudó. No le había preguntado si lo estaba; lo daba por hecho. Sabía que en la comisaría hablaban de él y de su matrimonio, pero no era momento de pensar en eso. No quería que aquel instante caliente se esfumara.

—Sí, estoy casado.

Según la máquina, era verdad.

—¿Y no te sientes mal preguntándole a tu compañera de trabajo si se chupa los dedos después de correrse?

—No.

La luz, de nuevo se encendió de color verde, la mirada de Daniel se oscureció y los ojos de Lara se transformaron. Ahora estaban más brillantes, más excitados.

El hombre descubrió que la voz de la muchacha se volvía más ronca y pausada al preguntarle:

—¿Alguna vez me has mirado de una manera poco profesional?

—Sí. Es obvio, ¿no? Acabo de imaginarme cómo te follas antes de ir a trabajar.

Descarado.

Qué tonta era si pensaba que un tipo como él se amilanaría con una pregunta así. Subió un poco la intensidad, mostrando serenidad y atrevimiento. Más del que existía.

—Y antes de ahora…, ¿te has tocado alguna vez pensando en mí?

—No.

El color rojo apareció, para sorpresa de los dos.

—¿No? —pregunto Lara con más confianza que nunca.

—Joder. Un día te vi en el gimnasio sudada, muy sudada, y se te marcaba el tanga. Debí soñar aquella noche contigo porque, al despertar, recordé la imagen y me masturbé. Ni me acordaba.

—Ya, ni te acordabas —se jactó—. ¿Seguro que fue solo una vez? Medita la respuesta con calma, porque puede llegar a ser muy determinante.

Daniel no supo descifrar la última frase. «¿Determinante para qué», se preguntó.

—Sí. Solo esa vez.

En aquella ocasión, el color esperanza fue el que afloró en la sala de «torturas».

Lara se levantó de la silla y con mucha calma comenzó a despojarse del uniforme que de repente le parecía tan pesado, incluyendo los zapatos.

Daniel no perdió detalle de cada movimiento pausado, de cada prenda de la que se desprendía para echarla a un lado. Con los ojos fijos en él, Martínez se bajó los pantalones y se irguió para presumir de su cuerpo delante del hombre que comenzaba a devorarla con ojos fieros. Solo le quedaban la camiseta azul, el tanga de color rosa y los calcetines a conjunto.

—Ahora voy a regalarte una imagen que te guardarás aquí —se señaló la cabeza— y que usarás cada vez que lo necesites, siempre y cuando me lo cuentes después.

Daniel jadeó de manera involuntaria al comprobar cómo Lara se sentaba de nuevo, se chupaba dos dedos de una mano y con la otra se apartaba el tanga a un lado, liberando su sexo. Exponiéndolo ante él.

—El polígrafo no sé si va a aguantar, pero mis pantalones ya te aseguro yo que no. ¿A qué viene esta sorpresa, agente Martínez? —preguntó Garrido, resoplando y acariciándose el torso de manera involuntaria.

—¿No querías saber de mis bragas? ¿Imaginar cómo me follo antes y después de trabajar? Incomprensiblemente, me has puesto muy caliente y, ahora, el jueguecito lo marco yo —respondió Lara, clavándole la mirada con algo de desprecio y pasando dos de sus dedos por su apertura bastante mojada. ¿En qué momento había ocurrido aquello?, no lo sabía, pero tampoco quería pensarlo más.

—Quiero ver cómo fue lo que hiciste aquel día al despertar, después de ponerte cachondo al verme sudada en el gimnasio. Quiero ver cómo te sacias tras excitarte a mi costa. Verte la polla deslizando por tus manos. Y, quiero ver, igual que hago yo en mi intimidad y tú has osado desvelar, cómo te pruebas.

El pecho de Daniel se desbocó al escucharla. ¿Ver cómo se probaba? ¿Él? No era de aquel tipo de tíos. Era de los que se bajaban los pantalones hasta las rodillas y se pajeaban buscando el final. Punto. Pero la propuesta de su compañera le había instalado nerviosismo y placer en el estómago. No, aquella no era la agente recta y aburrida que imaginaba, ni mucho menos. Había conseguido que la habitación formal y fría se convirtiera en un horno en el que la temperatura era difícil de soportar.

Se deshizo de los cables del torso de un tirón y se quitó las cintas de los dedos del mismo modo. Después, con las facciones duras de la excitación reprimida, se echó hacia atrás, se desabrochó el pantalón y con mucha lentitud dejó liberado su falo.

Lara entreabrió los labios de manera involuntaria y dejó escapar un suave gemido. No por sus dedos juguetones y empapados, sino por el grosor y el tamaño que Garrido portaba.

Se lamió los labios, deseándolo con todas sus fuerzas. Quería deslizarse por la silla hasta el suelo y gatear el metro escaso que la separaba para llegar a él. A ella. Lamerla despacio. Atrapar con su lengua aquella gota de excitación que comenzaba a descender por el tronco inflamado. Bajar hasta sus testículos y masajearlo mientras los chupaba… Se sacudió interiormente, acallando sus deseos e intentando concentrarse en Garrido, que acababa de rodear el grosor con una sola mano y comenzaba a masturbarse. La agente pudo comprobar a cámara lenta cómo la piel descendía, dejando ante ella un glande morado de la excitación.

Se clavó los dedos con más ímpetu en su botón de la felicidad, como llamaba a esa llave mágica interior que le abría las puertas al paraíso, y el gemido que salió de su boca aceleró la mano de Daniel sobre su polla, bajando y subiendo con más velocidad.

—Pruébate —le exigió Lara con los ojos cristalinos del deseo.

El agente Garrido la miró sin dejar de deslizar su mano por su más que duro miembro. Era una estaca. Una estaca con afán de perforar como lo haría un cazador de vampiros para conseguir darle muerte al mal, con la salvedad que él la quería para penetrar en el coño jugoso y apetecible que tenía delante.

—¿Qué sucede?, ¿no te atreves?, ¿el superpoli Garrido es demasiado hombre para poder darle el gusto a esta compañera que tiene aquí delante?, ¿o demasiado cobarde para disfrutar de algo nuevo?

Antes de que su compañero pudiera responder, Lara subió su mano dejando a la vista los labios hinchados y mojados. El tanga rosa seguía a un lado gracias a la sujeción que esta hacía sobre él.

Jadeó, suspiró y, sin dejar de mirarlo a los ojos, se introdujo los dedos índice y corazón en la boca. Consiguiendo mezclar su esencia más íntima con la saliva que emanaba.

—¡Dios! Me encanta mirarte —gruñó sin dejar de masturbar su polla, dura y venosa.

—¡Hazlo!

Daniel Garrido, el agente de policía más rancio de toda la comisaría, comenzó a acariciarse el glande con la palma de la mano, consiguiendo embadurnársela completamente de sus jugos. De él, en definitiva. Y, sin perder detalle de la escena que tenía ante sus ojos, se la lamió.

—¡Oh, sí…! —Gimió Lara—. Te gusta, ¿verdad?

Toc, toc.

Sonó fuertemente al otro lado de la puerta.

********************

Relato creado a cuatro manos por El Vecino del Ático y Noelia Medina.

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