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El pacto
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Tiempo de lectura: 8 minutos

Rebeca yacía acostada boca abajo sobre el sofá. Desnuda, meneaba levemente las caderas con impaciencia. Sus pechos se apoyaban suavemente sobre el cuero fino y la brisa tibia que recorría la habitación le acariciaba la espalda, erizándole la piel. Estaba sola. Sentía la ansiedad erótica de saberse lista, pero desconocer cuándo sucedería, la paradójica mezcla del miedo junto con el deseo. Cerró los ojos y pensó cómo sería esta vez. Si fuese creciendo en morbo como la última, entonces esta vez sería aún más intensa, más salvaje y dolorosa. Frunció las cejas con cierta angustia y recogió su pelo largo y castaño con las dos manos, haciéndolo a un lado. Se dispuso a relajarse y asumir la incertidumbre. Sus labios se secaron y los humedeció rápidamente con la lengua.

Escuchó una vibración que la despertó del ensueño. En el móvil sobre la mesa de vidrio había un mensaje de Gabriel.

–“Estoy subiendo."

Se acomodó nuevamente. Recogió su pelo como antes y esta vez lo posó atrás, dibujando una línea recta sobre su columna. Pensó en el peligro, en si realmente estaba segura de todo esto, si esta idea insólita no había durado ya mucho y era tiempo de terminarla. Se miró las manos al notar que comenzaban a sudarle.

De pronto, cuando el silencio empezaba a colmarle los nervios, unos pasos firmes retumbaron en el pasillo. Primero despacio en la lejanía, luego cercanos, tan próximos y fuertes que su irrupción era inminente. Rebeca irguió la cabeza involuntariamente y miró al vacío con los ojos abiertos de par en par. Inspiró por la boca y lanzó al aire un suspiro corto y aterrador. Su cuerpo desnudo la traicionaba. Sus pezones duros se incrustaban incómodamente sobre el sofá y sus glúteos se habían ido separando poco a poco sin que se diera cuenta. Ya estaba húmeda.

Gabriel abrió la puerta. Dio un paso hacia adelante, se dio media vuelta y cerró la habitación. Se tomó un momento para mover el cuello de forma circular a modo de relajación. Se acercó a la mesa de vidrio donde estaba el móvil de Rebeca y colocó el suyo, ignorándola. Llevaba un traje azul de lino perfectamente confeccionado para su cuerpo y unos zapatos brillantes de charol. Se deshizo del saco y se dirigió al baño.

Frente al espejo, abrió el grifo del agua, se arremangó la camisa y se miró fijamente. Tenía el rostro de un antiguo dios griego inmortalizado en la piedra. El mentón prominente rasurado con maestría sobre la tez blanca. La nariz grande y recta bajo unos ojos color avellana que enternecían su mirada punzante. Lavó sus manos y luego las secó meticulosamente.

Volvió a la habitación donde se encontraba Rebeca, y esta vez sí la miró. Notó su cuerpo desnudo como lo había hecho en otras ocasiones pero esta vez, saboreó con los ojos las caderas anchas, las piernas elegantes y la piel morena, suave y desprotegida. Se acercó despacio. Rebeca no se atrevía a mirarlo, sentía la culpa de lo inmoral junto al impulso irrefrenable de permanecer.

-Me destrozaste hoy en tribunales –dijo Gabriel, sereno, invadiendo cada vez más el espacio de Rebeca–. El juicio probablemente esté perdido, y todo gracias a ti.

Se sentó de cuclillas frente al sofá, quedando casi a la altura de Rebeca. Agachado y pensativo, le acercó el rostro a la oreja, como para que escuche su respiración. Ella tragó saliva sin voltear un ápice la cabeza. Gabriel abrió la boca para decir algo más pero se arrepintió. Su cerebro ya estaba cansado de las palabras, y una pulsión primal empezaba a recorrerle el cuerpo.

Levantó su mano derecha y la posó sobre la espalda baja de Rebeca. Ella sintió un escalofrío seguido de un espasmo involuntario que provocó una sonrisa altanera en él. La mano robusta de Gabriel subió lentamente por el surco de la columna, acariciando la piel estremecida con suavidad. Al llegar a la nuca, Rebeca cerró los ojos y lo disfrutó. Pensó en un instante en los besos y las caricias tiernas de los enamorados, y en el romance y la dulzura con que se tocan los amantes compasivos. Pero Gabriel tenía otros planes. Con sus dedos largos y decididos, penetró en los cabellos de Rebeca hasta llegar al cuero cabelludo, luego sujetó firmemente los mechones de pelo y contorsionó la muñeca para asegurar el agarre. Una vez consolidado el control, ejerció con violencia un tirón hacia atrás. Rebeca se incorporó en contra de su voluntad, apoyándose sobre sus codos. Abrió los ojos de nuevo y se encontró mirando el techo con el rostro completamente hacia arriba.

Su respiración se aceleró, sus manos se aferraron al sofá para ayudarla a mantener el equilibrio y estiró su cuello al límite para absorber la tensión en la cabeza. Permaneció así unos momentos, en la contradicción de resistirse por instinto y al mismo tiempo saber que no tenía sentido. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos por tolerar la agresión inicial, otro dolor empezaba a atormentarla de a poco. Era su pecho izquierdo. La otra mano de Gabriel lo había atrapado y empezaba lentamente a aplicarle presión. Tenía atenazado el pezón frágil entre el índice y el pulgar. Lo giraba, apretaba y retorcía a gusto. Jugaba con la teta indefensa de Rebeca como un depredador que se entretiene con el cuerpo abatido de su presa aun sabiendo que está viva.

Gabriel acercó su rostro cada vez más al de Rebeca, que abría la boca con desesperación pero no emitía ningún sonido. Él sabía que sus manos eran demasiado grandes, demasiado fuertes y crueles para las pobres tetas de ella, y pretendía arrancarle un grito. Una exclamación pura y descarnada de dolor que dejara en claro su sumisión por él. Pero Rebeca no quería darle el gusto tan fácil, se negaba a la idea de que fuese sometida solo con una mano en el cabello y otra en el pecho.

Gabriel se dio cuenta que se resistía a gritar, y tomó esta rebeldía como una insolencia. Se mojó los labios para hablar y mostró una expresión tan sádica en su rostro que atemorizaba.

–La mujer más brillante que conozco –dijo enojado–, es, en este preciso momento, una putita ingrata de mierda y voy a hacer lo que quiera con ella.

Apenas terminó de pronunciar estas palabras, incrementó con saña el castigo. No se contuvo. No tuvo la más mínima compasión. Rodeó con todos sus dedos la teta ya magullada y la estrujó con una fuerza desmedida. Atrapó de nuevo el pezón pero esta vez lo estiró hacia afuera, como intentando arrancárselo del cuerpo. Rebeca sintió de golpe la punzada terrible de la furia aplicada a sus partes más sensibles, y se dejó ir, completamente vencida. Gritó, tan fuerte que pareció haber contenido una explosión de dolor en su boca. Se arqueó de forma incómoda en un reflejo inútil de preservación, y comprendió por las malas que moverse sólo hacía más brutal el martirio. Al terminar su grito desgarrador, se quedó inmóvil y murmuró unas palabras débiles con el último aliento que le quedaba.

–Por favor… –dijo con voz casi inaudible– por favor basta.

Gabriel no se conmovió en absoluto. Mantuvo la tortura un largo rato después de la súplica. La miró sufrir, contorsionarse inútilmente en el estado de permanente dolor controlado en absoluto por él. Eso era muy entretenido, porque sabía que ella entendía perfectamente que por más fuerte que intentara liberar su cabello y su teta maltratada, no había escapatoria. Satisfecho con su dureza, Gabriel aplicó un último minuto de presión constante, entre los espasmos y gemidos de ella, y luego la soltó de un golpe sin suavidad. Una vez libre, Rebeca se llevó las dos manos al pecho lastimado y se arrojó de vuelta sobre el sofá, totalmente boca abajo como antes. Cerró los ojos con angustia, como si el alivio hubiese llegado demasiado tarde.

Sin mostrar rastros de arrepentimiento, Gabriel se paró y se quedó unos instantes reflexionando con su solemnidad característica. Se dio cuenta del poder que tenía, del daño profundo que podía hacer con poco esfuerzo. Este pensamiento lo estimuló. Con unos pasos certeros se colocó justo detrás de Rebeca. Ella pareció no darse cuenta, absorta en el recuerdo fresco de las cosas que había sentido. Estaba completamente indefensa, con sus nalgas levemente abiertas por el sacudón anterior y su vagina a la vista, vulnerable a cualquier perversión. Gabriel se sacó el cinturón con paciencia, luego se desabrochó los botones de la bragueta. Llevó una mano adentro del pantalón y sacó su pene. Lo tenía ya casi en la totalidad de su erección, emanando un calor visceral que latía junto con sus venas infladas. Lo apuntó hacia Rebeca y creció un poco más. Lo tenía largo, grueso y duro, como un demonio de carne que huele el miedo y la debilidad. Se preparó para el ataque. No iba a tener piedad. No iba a dar aviso ni conceder tregua. Se lo metió de un saque con una violencia despiadada.

Rebeca sintió de inmediato la embestida feroz. Abrió los ojos lo más que pudo y emitió un alarido corto, interrumpido por la necesidad imperiosa de respirar. Cerró las piernas por reflejo, como reaccionando primero al dolor lacerante mucho antes que al placer. Contrajo los músculos internos tratando de expulsar la verga inmensa que la penetraba sin clemencia. Pero era inútil, solo lograba hacer que creciera más y más adentro suyo. Se olvidó por completo de su pecho torturado y curvó la espalda hacia arriba tratando de amortiguar el suplicio extremo de ser atravesada con tal barbaridad. Se retorció tanto que dobló hasta los últimos dedos de sus pies. No estaba lista. No esperaba encontrarse tan pronto con su punto límite.

Gabriel estaba inmerso en un trance de dominio y salvajismo. Hacía sólo unas horas, había visto a Rebeca en su estado más serio y profesional. La había visto altiva, prolija y orgullosa, defendiendo su caso con una maestría extraordinaria. La había escuchado hablar, usar palabras técnicas y formales con completa naturalidad. Pero ahora, Rebeca no era nada de eso. Ahora se retorcía sin remedio al ser sometida como un animal. Ahora arañaba el cuero oscuro del sofá buscando aferrarse a los últimos vestigios de cordura. Ya no podía razonar, no podía articular ningún pensamiento porque no había lugar para otra cosa en su mente que la verga sádica de Gabriel partiéndola al medio.

Cada embestida furiosa era acompañada con un grito. Cada empuje de él iba acompañado de un gemido largo y estrepitoso. Ella había aprendido de su error anterior, y a la vez, ya no podía evitarlo. De pronto, Gabriel puso sus dos manos enormes sobre el culo de Rebeca. Apretó sus glúteos con firmeza y los separó, para abrirle todavía más la vulva enrojecida de la fricción. Esto fue trascendental para ella. Justo en ese momento, en el preciso momento donde sintió su sexo maltratado y forzado hasta el límite, sintió el flechazo. Una electricidad dulce le recorrió el clítoris y la punta de las tetas, y convirtió cualquier tipo de dolor en un placer colosal. Se mojó como nunca en su vida y las extremidades le temblaron escandalosamente. Tuvo un orgasmo tan violento, que creyó haber perdido el conocimiento durante unos instantes.

Al regresar en sí misma, notó que Gabriel se había detenido. Tenía el glande rojo y redondo unos milímetros afuera de su vagina. Ella no entendía qué estaba pasando, no entendía por qué había salido. Estaba exhausta, con todo su cuerpo entumecido y vencido, y la mente aturdida recién empezaba a funcionarle de nuevo. Tan pronto recobró la plena conciencia notó que la incertidumbre volvía a preocuparla. ¿Qué estaba esperando? ¿Por qué no había seguido hasta el final?

De pronto, el pene enorme y caliente de Gabriel rozó apenas su vulva, y Rebeca se dio cuenta de inmediato del último tormento que le esperaba. Estaba hipersensible. El orgasmo más intenso que jamás había sentido la dejó más frágil y susceptible al ínfimo contacto, y el solo hecho de pensar en volver a soportar esa verga dura e implacable le oprimía el pecho. Pero Gabriel no iba a tener ninguna consideración. Él sabía exactamente lo que estaba pasando.

Respiró hondo e infló el pecho fornido y ancho como un toro a punto de lanzar su última arremetida. Avanzó decidido. Penetró la vulva irritada con una estocada mortífera, castigándola de nuevo en su momento más delicado y sensible. Después bombeó y bombeó a una velocidad desmesurada, sin el más mínimo respeto a la persona que tenía enfrente. Se cogió a Rebeca de la forma más desalmada y brutal que jamás cogió a nadie. Ella gritó también como nunca lo había hecho. Pero esta vez, no fueron gritos separados en sincronía con los bombeos violentos de él, sino que fue uno solo. Una exclamación tan grande y desesperada que resonó en toda la habitación y le exprimió hasta la última gota de aire de los pulmones.

Gabriel siguió entrando y saliendo con locura, a un ritmo casi insensato. Hasta que, en cierto punto, sintió a Rebeca más mojada, abierta y estremecida que nunca. La sintió tan sumisa y entregada a la voluntad de su verga perversa sacudiéndola sin cuidado, que finalmente sintió él también el flechazo. Se preparó para la descarga eléctrica y, por primera vez, cerró los ojos. La punta de su glande disparó toda la carga de esperma acumulada, y Rebeca sintió cómo el interior de su cuerpo se llenaba completamente de fluidos. Tan abundante fue el contenido del orgasmo que llegó a desbordarla, dejándole la vagina sucia y malograda chorreándole semen.

Gabriel se calmó, dejó al fin el bombeo intenso y adoptó la actitud imperturbable de siempre. Mantuvo su pene erecto dentro de ella sin moverlo, inserto hasta el fondo, como descansando en los palacios del territorio conquistado. Rebeca no se atrevía a pronunciar palabra alguna, pero se preguntaba cuánto más estaría adentro suyo. Tenía miedo de hacer algún movimiento involuntario por la incomodidad, pero de todos modos estaba a dispuesta a dejarlo todo el tiempo que quisiera con tal de complacerlo. Nunca había llegado a mirarle la cara, no le había dado ni el derecho mínimo de verlo manifestar alguna emoción.

Finalmente Gabriel abrió los ojos, la miró con indiferencia y retiró el pene. Ella sintió el vacío contraerse adentro suyo, y exclamó espontáneamente <¡Ay!> sin poder evitarlo. Él la ignoró, como si no dejara que lo distraigan tales pequeñeces. Luego se levantó el cierre de la bragueta, se puso el cinturón y buscó el saco. Tras arreglarse para salir a la calle, tomó el móvil que estaba sobre la mesa de vidrio. Lo desbloqueó y abrió la cámara. Ahí estaba Rebeca, abatida y maltrecha, boca abajo como desde un principio, con el culo redondo, macizo y castigado en primer plano. Gabriel le sacó una foto, asegurándose que no se le viera el rostro. Después abandonó la habitación y bajó por las mismas escaleras que había subido, sin decir nada.

Rebeca se encontró sola de nuevo. Su mente estaba tan vapuleada como su cuerpo. Sus piernas todavía le temblaban y sus pulsaciones no habían bajado todavía su velocidad. Pero todo eso estaba lejos de ser su mayor preocupación. Había conocido la cara más malvada de Gabriel, su lado más cruel, y no estaba segura de qué pensar al respecto. Se angustió unos instantes y se volcó a los pensamientos más oscuros y fatalistas, como si este evento marcaría el inicio de su propia ruina. Pero poco después reaccionó, se compuso y tomó dimensión real del asunto. Era solo un juego, un viaje de peligros y emociones nuevas del que solo podría aprender a disfrutarlo. Finalmente se calmó, respiró profundo y aflojó cada músculo contraído por mucho tiempo. Pensó en Gabriel, en su voluntad inflexible, su dureza. Cerró los ojos para tomar un merecido descanso y abrazando el sofá con suavidad y ternura, sonrió.

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