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El oscuro encanto de la sumisión (1)
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En un silencio casi ritual, Silvio y Orestes terminaron de ajustar los grilletes alrededor de sus muñecas. Con la mejilla derecha pegada a la tarima, Emilia miraba hacer al primero de los sirvientes e imaginaba la misma acción en el segundo intuyendo en ambos las miradas cargadas de silenciosa lascivia al espiar su cuerpo desnudo como un jugoso pedazo de carne blanca en una gran fuente de madera. Se removió al percibir detrás el suspiro de impaciencia, las manos seguras verificando las abrazaderas que le inmovilizaban las rodillas y que la obligaban a ofrecer su trasero abierto de par en par.

–Pensaste que esto iba a quedar así, ¿no?

–Me merezco el castigo, amo –musitó Emilia.

–¡Cómo si no lo supiera! La pregunta es si valió la pena el desliz.

No contestó enseguida. Esa mañana había ido al pueblo por algunos víveres y se metió en un bar para escapar del calor agobiante. Ordenó una cerveza bien helada y, mientras contemplaba el perezoso ir y venir de la gente, como peces nadando en alquitrán, se iba poniendo cachonda. Quizás fuera el cosquilleo de las burbujas o el hecho de que tuviera el estómago vacío pero lo cierto era que le habían entrado ganas locas de un polvo. Un fugaz y rico polvito vainilla como los que le gustaba echarse de vez en cuando, a escondidas de Martiniano. Entonces, como si su genio privado la hubiera escuchado, lo que necesitaba entró empujado por ese calor infernal. Cruzaron la primera mirada a dos mesas de distancia. La segunda, solo a dos jarras de cerveza. En el hotel de mala muerte de la esquina, se desnudaron sin siquiera presentarse. Él había intentado ser todo lo tierno que podía ser un hombre en el primer encuentro sexual con una mujer, pero la sed de Emilia lo desató…

–¡Ay!

El primer azote le mordió la carne blanca de las nalgas, era el precalentamiento pero la tomó desprevenida. Desde la incómoda posición en la que se hallaba, podía ver a los sirvientes sobándose los miembros semierectos con las miradas absortas en el trasero redondo de Emilia que un nuevo latigazo marcaba con otra línea roja. Mientras la misma pregunta se replicaba en sus oídos como un campanazo seco: ¿había valido la pena?

Sí. Un ventilador de techo revolvía el aire caliente de la habitación y el sol entrando a través de la ventana la convertía en lo más cercano a la antesala del infierno. Sin dejar de besarse, el hombre la desnudó y ella le desabrochó el pantalón y le acarició la verga muy dura. ¡Dios, como le gustaban de ese tamaño! Rebotó sobre el colchón y él le sobó las tetas, le lamió los pezones, los mordisqueó, jugó con ellos como con dos pequeños botones. Se enloqueció cuando sintió dos dedos suaves escurriéndose en su vagina empapada, entrando y saliendo, moviéndose dentro en ondas excitantes. Se retorcía, un tercer dedo presionó contra su ano, empujó, se abrió paso. La barba incipiente le punzó el vientre siguiendo el rastro descendente de saliva. La lengua reconoció el ombligo, la suave elevación de su bajo vientre y se internó entre sus piernas. Le besó con suavidad la cara interna de sus muslos antes de que su lengua pincelase la vulva caliente. Una lengua que más parecía un estilete, que se introducía como un pez por cada rincón de su concha mojada, jugaba con el clítoris erecto, lo succionaba, lo frotaba con dos dedos suaves antes de introducirlos en la vagina y de que ella gritara como poseída por el diablo…

Sentados a un costado, los sirvientes continuaban masturbándose en silencio, sus vergas estaban ahora completamente rígidas. Era la primera vez que se las veía, se sorprendió del tamaño del miembro de Orestes y tomaba nota cuando un nuevo latigazo estalló contra las nalgas enrojecidas. Emilia cerró los ojos y apretó los labios para sofocar el dolor.

–¿Sos una puta?

–Sí, amo. Sí. Soy una puta. Muy puta, eso es lo que soy. Sí, una puta.

Nuevo latigazo que le surcó caliente las nalgas.

–¿Le entregaste este culo? Quiero saberlo todo, zorra.

–No, no. Le juro que no.

–¡Estás mintiendo! –rugió Martiniano dejando caer un nuevo y furioso azote.

Había rogado, implorado porque se la metiera antes de que alcanzase el orgasmo a puras lamidas. Sintió el glande duro abriéndole los labios mayores, jugando sin terminar de entrar mientras las pupilas ardían de deseo. Aquello era un suplicio delicioso y cuando finalmente se deslizó dentro de ella, se desarmó como hecha de gelatina. Exhaló un prolongado gemido de placer, cada embestida la elevaba un poco más hacia el cielo del éxtasis… ¡Dios, había sido un polvo de campeonato!

Dejó escapar un breve gemido al sentir el extremo de la lengua de Martiniano rozando su ano, introduciéndose juguetona, el dedo colándose rígido, moviéndose en círculos en su interior, una escupida caliente deslizándose por sus entrañas.

–Sabés bien que este culo es solo mío. Decíselo a ellos también, perra.

Emilia volteó hacia los dos sirvientes un rostro donde comenzaban a asomar los primeros atisbos de placer. Las manos subían y bajaban por las pijas duras como estalactitas mientras los ojos la recorrían ávidos.

–MI culo es solo de mi ammm…

Apretó los labios cuando el glande se coló entre sus nalgas muy separadas. El recto se dilató para recibir a un Martiniano que ingresaba lentamente, como el dueño indiscutible y omnipotente de una heredad. Exhaló un gemido cuando los huevos golpearon la vulva y la cabalgata comenzó. El roce violento de la tela que forraba la tarima contra la mejilla y en las rodillas le calentaba la piel y las cachetadas le dejaban marcas rojas en las nalgas.

–Estoy seguro de que querés cogerte también a estos dos, ¿no, puta?

–No, amo. ¡Ahhh! Así, más. Más. Llename toda con esa pija rica. Culeame, papi.

–Veo cómo mirás a Orestes. La tiene grande, ¿no? ¡Hablá, hija de puta!

–Sí, amo. La tiene grande. Muy grande.

Las arremetidas eran feroces, de modo que Emilia no podía detenerse a verificar aquello. El culo se le partía al medio de tanto como Martiniano la barrenaba. Con las manos asidas con fuerza a la cintura, parecía querer perforarla o partirla al medio como en un mal truco de magia. Las muñecas enrojecidas forzaban en vano los grilletes mientras desde el costado llegaban los gemidos sofocados de los sirvientes.

–¿Te gustaría que te la metiera, que te reventara este culo de puta viciosa?

–Más, amo. Por favor. Más, así. Quiero todo, mi culo es todo suyo.

–¡Vos sos toda mía!

Un rugido triunfal llenó el recinto y Emilia recibió con sonrisa satisfecha toda la lecha caliente. Sin moverse, sintió a Martiniano retirarse y a los sirvientes liberarla de los grilletes. Aún permaneció un largo minuto en esa posición, sintiendo la tibieza del semen resbalando por su interior. Y sonrió. Era una chica mala y se había ganado el castigo, pensó mientras recordaba cómo aquél desconocido esa misma tarde había jugado de la manera más exquisita con su culo.

La melodía del timbre la devolvió a la realidad de las visitas que, con tanta agitación, había olvidado por completo. Mientras se incorporaba despacio y se frotaba las rodillas, se preguntaba cómo sería ese famoso Isaías del que tantas cosas había escuchado.

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