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El nuevo curso (VIII)
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Tiempo de lectura: 28 minutos

La amplia extensión conseguía hacer palidecer la exuberante belleza del delantero. Ornado con pulcros parterres de coloridas flores, inmensos árboles de lilas desprovistos ya de sus flores sombreaban parcialmente el césped de intenso color esmeralda. Al fondo destacaba un cenador de madera, cuyas formas curvadas y fantásticas casaban a la perfección con el ambiente del jardín. Un pequeño baño para pájaros lleno de agua atraía a las aves que trinaban eufóricas, comiendo semillas de una bandeja llena de ellas colgada de uno de los lilos. Grandes rosales rodeaban el cenador, exhibiendo las que probablemente eran las últimas rosas de la temporada, de colores suaves que iban desde el naranja pálido al blanco más puro, en contraste con los capullos de intenso color escarlata. La división con la parcela adyacente tan sólo estaba marcada por una línea de gravilla blanca, como un camino divisorio perfectamente integrado.

–¡Madre mía! ¡Esto es precioso! ¿Lo cuida tu abuela ella sola?

–Casi siempre sí. Ven –le pidió sonriendo–, el cenador le construyó mi abuelo.

Los chicos caminaron entre las flores, sentándose Damián en las escaleras de madera y dejando que Enrique fuese de aquí para allá contemplándolo todo. Isabel salió en ese momento de la casa, acercándose a los chicos con sus pasos vivos y enérgicos. Damián sonrió a su abuela que le hizo un gesto para que siguiese sentado, dirigiéndose después a Enrique. La anciana le agarró del brazo con sorprendente fuerza y usándole como soporte prácticamente le arrastró hasta donde esperaba su novio, riéndose con disimulo. Las manos de la mujer comenzaban a presentar las primeras deformidades que con el tiempo aquejaban a todos los de edad avanzada, pero su presa era firme y ella no mostraba señal alguna de dolor.

–Dami, cariño, me voy a llevar a este chico tan encantador a comprar unas cosas para la cena de hoy. ¿Te parece bien, tesoro? Mientras tanto te agradecería que pusieras la mesa en el salón.

Enrique miró a Damián con los ojos desorbitados, pidiendo árnica. Damián sonrió y se encogió de hombros travieso. Su abuela quería conocer a Enrique, tener tiempo a solas con él para formarse una mejor opinión.

–Claro, abuela, pregúntale por si hay algo que no le guste comer.

–Vamos, Enrique, verás qué pan más rico hacen aquí. Y también venden una miel excelente.

Damián se quedó en el cenador, riéndose hasta que las lágrimas rodaban por sus mejillas. Su abuela se había llevado a su novio a toda velocidad, parloteando sin parar del pueblo, la comida y los vecinos. Aunque en principio parecía que su estrategia no era la más indicada para obtener información, sabía que al final del día ya sabría si Enrique merecía la pena o no. Esperaba de todo corazón que sí. Estaba a punto de levantarse para cumplir las órdenes de su abuela cuando una manaza grande y pesada cayó sobre su hombro, apretándolo con tanta fuerza que soltó un grito de dolor antes de encararse con su propietario.

–¡Vaya! ¡El regreso del hijo pródigo!

Dominándole con su altura se encontraba Mateo. Aunque su rostro presentaba una sonrisa en apariencia amistosa sus ojos marrones despedían chispas. El corazón del chico empezó a bombear con más fuerza, mientras lanzaba una mirada rápida en dirección a la casa. El arquitecto pareció adivinar cuál sería su próximo movimiento, por lo que apretó aún más el hombro del joven que emitió un quejido ahogado.

–Tú y yo tenemos una conversación pendiente, por lo que espero que seas razonable y vengas a mi casa para que podamos discutir tranquilamente ciertos asuntos. Y ya de paso te llevas los limones que la prometí a tu abuela.

–¿Estás loco? No voy a ir a ninguna parte contigo, no tengo nada que hablar ni nada que decir –sentenció intentando aparentar más seguridad de lo que sentía.

La sonrisa de Mateo se ensanchó aún más, pero su presa sobre el hombro de Damián no se relajó ni un ápice.

–Te he visto con tu nuevo “amigo” –Damián palideció intensamente ante las palabras del hombre, que se inclinó sobre él antes de proseguir–. Quizá deberíamos esperar a que volviese con tu abuela para hablar los tres, conociendo la velocidad a la que hace las cosas esa mujer, no será mucho esperar ¿no te parece? Seguro que a tu “amigo” le encantaría que le contase tooodo lo que sé de ti.

En ese estado de enfado y rabia Mateo era más que capaz de cumplir con su amenaza. Con las piernas temblorosas se levantó del cenador y dio un paso en dirección al hombre que aflojó algo los dedos que apresaban su hombro. Sin una sola palabra, pero sin perder la sonrisa, le condujo por el amplio jardín, bordeando la piscina ya vacía y entraron en el amplio salón que dominaba todo el piso inferior de la casona de Mateo quien le arrastró hasta la barra de la cocina de estilo americano, forzándole a sentarse en uno de los taburetes. Solo entonces le soltó el hombro. El chico se frotó la zona resentida y sacando el móvil del vaquero mandó un rápido mensaje a Enrique. Tan solo tuvo tiempo de decirle que había ido a casa del vecino a por unos limones antes de que Mateo exigiese de nuevo su atención.

–¿Y bien? ¿Vas a seguir con tu actitud de niñato caprichoso o vas a explicarme por qué cojones llevas casi nueve meses desaparecido? De no saber lo que te cuelga entre las piernas y el tamaño que gastas casi pensaría que me estabas ocultando un embarazo.

La cruel burla zahirió a Damián, que intentó ignorarla. Mateo le sirvió una copa en un elegante vaso. No identificó el alcohol empleado, solo olía a menta y limón. Deslizó el vaso lejos de él e inspiró hondo, intentando poner en orden sus ideas para salir de ahí cuanto antes. El arquitecto nunca había sido violento físicamente, pero Damián no quería estar con él. El hombre salió de detrás de la barra, con su propia copa en la mano y se sentó en el taburete contiguo al del joven cortándole una posible retirada.

–No tengo nada que explicar. Te dije que quería dejarlo, varias veces, y tú siempre decías que era sólo una pataleta mía. Te lo dije: lo nuestro se acabó. Por favor, déjame tranquilo.

El chico se puso de pie, dispuesto a irse, pero el hombre le cortó el paso, rápido como una serpiente. Damián retrocedió, siempre seguido por el arquitecto. Sus ojos marrones parecían llamear y sus manos temblaban de furia. Por primera vez el chico se asustó realmente. Retrocedió paso a paso, intentando mantener la distancia con Mateo que le seguía, abandonadas las bebidas en la barra.

–Eres un niñato malcriado, un egoísta y un caprichoso que se cansa de sus juguetes cuando por fin se los compran –su voz destilaba veneno, arrinconando más y más a Damián–. Me perseguiste durante años, y en cuanto conseguiste lo que querías te aburriste, ¿no es así?

–¡No! ¡Yo te quería! No podía seguir así, seguir contigo, era doloroso porque te quería y tú a mi no.

El hombre empujó al joven. Su espalda chocó contra uno de los pocos pilares que había en la planta de abajo, al pie de las escaleras. Su nuca golpeó la madera con un golpe pequeño, pero que le causó una dolorosa punzada en el cráneo. Sus ojos lagrimearon y las grandes manazas de Mateo aprovecharon para retenerle, sujetándole contra la columna y presionando su cuerpo contra el del chico.

–Claro, yo no te quería –respondió con sarcasmo–. Por eso te abrí las puertas de mi casa, por eso te invitaba a cenar, al cine y a salas de música, por eso sacaba tiempo para estar contigo… Y precisamente por eso me merecía que me dejases por mensaje y desaparecieras, hasta te cambiaste de universidad.

Damián respiraba en rápidos jadeos. Ni siquiera en los peores momentos de su relación había visto a Mateo tan enfadado. Incapaz de moverse acabó por bajar la mirada, sin poder mantener el contacto visual con el hombre que seguía sumamente furioso. El arquitecto sujetó la barbilla de Damián, forzándole a mirarle. Ni siquiera los ojos cuajados de lágrimas a punto de derramarse ablandaron a Mateo, que le agarró con más fuerza.

–Te vas ocho meses, nueve, en realidad. Y cuando regresas vuelves pavoneándote con un mocoso colgado del brazo. ¿Tu nuevo juguete? ¿Cómo el que tenías en tu cumpleaños y con el que estabas dispuesto a joder en mi cama? Eres un caprichoso de mierda, y aún tienes que disculparte. Si lo haces y suenas lo suficientemente sincero, quizá te perdone. Aunque tendrás que esforzarte mucho para que me olvide de este… hiato forzoso.

–¿Qué? ¡No! –estalló indignado–. ¡No voy a pedirte perdón por cortar! Vale, no fue la mejor manera, pero no quería seguir contigo y no quiero volver, estoy feliz ahora ¡Déjame!

–Respuesta incorrecta –dijo el arquitecto, en apariencia más calmado–. Vamos, Damián, no te hagas ahora el difícil, nunca fue tu estilo.

Los labios de Mateo recorrieron el cuello del chico que se tensó más contra el pilar, paralizado por la sorpresa y el miedo. Toda su fuerza parecía haberle abandonado y las piernas apenas podían sostenerle. No sabía cómo salir de esa situación. No hacía tanto, tener a Mateo así habría bastado para que su corazón bailase a ritmo de pasodoble y que todo su cuerpo se derritiese, ahora sólo sentía incomodidad y el deseo de que parase. El arquitecto besaba tiernamente su piel, recorriendo un camino desde su nuez hasta su oreja y de vuelta a su nuez, alternando a veces con suaves mordiscos que ni siquiera llegaban a marcar.

–Para. Por favor. Mateo ya está, lo nuestro es historia –puso las manos sobre su pecho, empujando débilmente para apartarle–. No quiero seguir con esto. No hice nada malo.

–Mal otra vez –Damián podía notar la risa en la voz del hombre. Su mano soltó su barbilla y se coló por dentro del jersey del chico–. Venga, ¿también vas a mentir y me vas a decir que no te gusta esto? Eres una zorra caprichosa.

Sus palabras conseguían dañarle más que la impotencia al no poder apartarle. Mateo conseguía volver a hacerle sentir como un chiquillo enamorado y complaciente. Toda su determinación quedaba minada, empequeñecida, y las manos del hombre seguían avanzando por su cuerpo, ascendiendo hasta casi llegar a tocarle los pezones. Notaba su corazón desbocado golpeteando contra sus costillas. Los dedos del hombre aferraron su pezón y las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas, dejando un rastro salado y que parecía quemarle. Un nuevo beso en el cuello le hizo volver la cara, golpeándose de nuevo contra el pilar y apartando ligeramente el rostro de Mateo de la suya.

–Sigues siendo tan guapo como siempre, yo diría que incluso más –susurró en su oído mientras pasaba la lengua por el lóbulo de su oreja–. Siempre ha sido tu punto fuerte, eres tan guapo que todo lo demás da igual.

La mano grande y recia del arquitecto descendió por su cuerpo. Acariciando sus abdominales y deleitándose en la suavidad de su piel. Mateo sentía las manos temblorosas de Damián aferradas a su carísimo jersey, empujándole casi sin fuerza. Descendió por su cuerpo más y más, soltando el botón del vaquero con una única mano, con habilidad. El joven respiraba en jadeos rápidos y entrecortados, manteniendo los ojos cerrados para contener el llanto. Bajando la cremallera del pantalón del chico abrió su bragueta y acarició su pene sobre el bóxer, completamente laxo y carente de vida.

–Mmmm… ¿qué te pasa, corazón? Normalmente esto estaba siempre duro para mí. ¿Miedo escénico después de tanto tiempo?

–Por favor… por favor… –suplicó desesperado, intentando apartarse de nuevo.

Un ruido sordo sobresaltó a Damián, no así a Mateo que compuso una más que aceptable fachada de sorpresa a pesar de la sonrisa que bailaba en sus ojos. El joven sintió que se le caía el mundo encima mientras un horror frío ascendía por su columna. Enrique estaba al lado de la mesa baja frente al sofá y el ruido no había sido otro que la puerta corredera al cerrarse a su espalda. Sus ojos azules parecían haber engullido todo su rostro, que reflejaba el mismo horror que el del joven aún acorralado contra el pilar de madera. Mateo se retiró lentamente, afectando arrepentimiento y permitiendo que Damián diese dos pasos temblorosos en dirección a Enrique mientras recomponía a toda prisa su ropa. Cuando pensaba que nada podía ir peor, reconoció un pequeño cuadrado amarillo canario entre los dedos del joven: un preservativo.

Una náusea le hizo doblarse en dos, boqueando por respirar mientras su novio dejaba caer el condón al suelo. No le había visto al entrar, pero estaba claro que Mateo le había colocado ahí a propósito. Toda la escena estaba tan bien montada que deseó darse de bofetadas por no caer antes en la cuenta: el preservativo preparado, las dos copas sobre la barra, ser sorprendidos en una actitud que podía interpretarse de la peor manera posible… Enrique se limitó a dejar caer los hombros. Sus ojos seguían muy abiertos, pero salvo ese detalle, nada más en su cara permitió a Damián averiguar su estado anímico.

–Tu abuela me ha pedido que venga a buscarte –su voz átona carecía de cualquier inflexión o emoción.

Girando sobre los talones se marchó de allí con paso aparentemente sereno. Damián iba a seguirle cuando el arquitecto le agarró de nuevo por el brazo, tendiéndole una bolsa de plástico llena de fragantes limones. Una ancha e hipócrita sonrisa se extendía por su rostro.

–No te los olvides.

–Eres un hijo de puta… –escupió Damián– ¡Lo has preparado todo!

–No sienta bien, ¿verdad? Pensé que, si tú podías terminar una relación de manera unilateral, no te enfadarías si hacía lo mismo. Porque esa relación con él tenía que terminar, Damián. No estoy dispuesto a dejarte ir sin luchar.

–Estás enfermo –replicó sin molestarse en coger la bolsa–. No vuelvas a acercarte a mí ¿me oyes? ¡No vuelvas a acercarte a mí!

–Claro, vete ahora si quieres. Corre detrás de tu juguete. Se acabará cansando de ti, Damián. Sólo yo sé cómo tratar a una zorra de tu categoría. Y –añadió acercándose hasta colocar su rostro a escasos centímetros del de Damián– sabes que soy lo mejor que te ha pasado en la vida. El único que sabe cómo eres y al que no le da asco.

Damián se zafó del arquitecto y salió tambaleante al jardín, echando a correr para alcanzar a Enrique. Para su sorpresa no consiguió verlo por ningún lado. Se secó las lágrimas con la manga del jersey para no preocupar a su abuela y entró en casa. Iba a preguntar a la mujer dónde estaba el chico cuando escuchó la puerta de su cuarto cerrarse. Subió los escalones de dos en dos, tan deprisa que a mitad de la escalera tropezó y se golpeó la rodilla. Soltando un juramento terminó de subir y entró en el pequeño cuarto. Enrique estaba sentado sobre la cama, con las manos en el regazo y en apariencia sereno. Sin saber qué decir Damián intentó acercarse al chico que levantó una mano para que se detuviese.

–Enrique…

–No quiero sacar conclusiones erróneas, Damián. Porque de verdad te quiero muchísimo y no me entra en la cabeza que me invites a venir contigo para ponerme los cuernos y que te pille. Así que voy a dejar que te expliques y si tu respuesta es la peor posible después de escucharte veré en qué autobús puedo volver a casa.

–No… por favor…

Damián se dejó caer contra la pared, buscando su apoyo con la mano. El aire parecía no llegar a sus pulmones. En su visión aparecieron puntos negros que se agrandaban y encogían conforme espiraba e inspiraba. Deslizando la espalda por la pared acabó sentado en el suelo. Encogió las piernas y se abrazó las rodillas, respirando con dificultad e intentando calmarse. Enrique mantenía la mirada clavada en él, ponderando si estaba siendo sincero o si era teatro para librarse. No quería creer que hubiera sido capaz de engañarle, pero había estado fuera casi tres cuartos de hora y la actitud en la que les había encontrado era demasiado sospechosa.

–¿Te has acostado con él?

Los ojos verdosos de Damián se encontraron con los de Enrique y el chico pudo leer la dolorosa verdad en ellos. Inspirando hondo notó crecer el dolor en su pecho, afilado y cortante como un puñal. Levantándose de la cama recogió su mochila. En completo silencio. Damián le miraba sin comprender, con la cabeza embotada y respirando entrecortadamente.

–Me vuelvo a casa. Te dejaré las llaves sobre la mesa. Déjame las mías en el buzón o donde sea. Puedes devolverme las cosas cuando vuelvas.

Estaba a punto de pasar al lado del joven cuando Damián le agarró por la pernera del vaquero, desesperado. Enrique intentó zafarse pero el puño se apretó todavía más. Aferrando la tela como si fuese un salvavidas.

–Es mi ex –confesó al fin con voz ronca.

–¿Y? –preguntó Enrique, cruzándose de brazos.

–Lo que has visto… es todo lo que ha pasado. No me he acostado con él hoy, pero… nuestra relación era casi todo eso. Acostarnos. Juro que no quería que me tocase, pero no podía moverme, no sabía qué hacer. Por favor… Por favor juro que eso es todo. Créeme por favor –imploró desesperado.

Con un suspiro resignado Enrique volvió a la cama, arrastrando casi a Damián que se negaba a soltarle el pantalón. El joven miró a su novio, acurrucado en el suelo y con la cabeza baja, incapaz de hacerle frente. Sus dientes se clavaban en su labio inferior, tan fuerte que había perdido la circulación en esa zona y amenazaba con hacerse una herida. Reprimiendo el impulso de despillárselos se acomodó mejor en la cama, con la pierna estirada debido al agarre de Damián.

–Cuéntamelo todo –pidió con amabilidad.

–Me da muchísima vergüenza –confesó por fin en un susurro, tan bajo que Enrique tuvo que esforzarse para oírlo–. Me enamoré de Mateo con casi dieciséis años. Estuve dos años enamoradísimo de él. Tuve más relaciones, pero él… era todo lo que quería. Su casa se ve desde mi ventana, y me pasaba todo el verano suspirando porque me hiciese caso y a la vez me ponía muy nervioso si lo hacía.

Enrique escuchaba, interesado a su pesar. La voz de Damián temblaba, subía y bajaba como si estuviese reprimiéndose para no llorar.

–Celebré los dieciocho en su jardín. Nos cedió la piscina, y puso alcohol porque mis padres no querían que bebiésemos, pero éramos todos mayores de edad y él dijo que estaba bien. Tampoco bebí demasiado, solo un par de tequilas. Subí con César a su cuarto.

–¿César? –preguntó perplejo.

–Mi ligue de ese momento –explicó con la voz tomada–. Íbamos a montárnoslo en su cama. Nos descubrió y no se lo tomó mal, o eso pensé. Echó a César, pero a mi me dijo que no le importaba compartir su cama si él podía unirse también.

–Se acostó contigo.

No era una pregunta. Damián asintió con la cabeza, incapaz de contener las lágrimas por más tiempo.

–Estaba tan feliz… tan feliz porque por fin estaba conmigo. Ni siquiera sabía que también le gustaban los hombres, siempre le había visto con mujeres. Empezamos a salir, pero… –inspiró hondo, sin dejar de llorar. Enrique se bajó de la cama y se sentó en el suelo a su altura, comenzaba a intuir cómo terminaría la historia y no le gustaba–. Yo era su secreto. Nadie podía saber que salíamos. Es el mejor amigo de mi padre, así que ya te imaginas por qué no quería que lo contase. Nunca tuvimos una relación normal. Sí, fuimos al cine, a veces a cenar, me llevó una vez a un concierto… pero nunca como novios. Sólo se portaba así en la cama.

–Sigue, suéltalo todo.

–Me decía una hora y un lugar, y ahí acudía. Normalmente cenábamos y después íbamos a algún hotel. Cuando consentía venir a su casa después era un maniático de la limpieza. No podía quedar ni una sola prueba de que había estado con él –los sollozos subieron de volumen antes de que continuase–. Yo quería una relación como la que veía que tenían todos, poder salir con él o hacer cosas juntos sin escondernos, pero cuando sacaba el tema me explicaba que era imposible, que eso no podía ser. A los ocho meses intenté dejarle.

–¿Lo intentaste?

–Se lo tomó como un juego, como si sólo quisiera llamar su atención. Siempre que intentaba dejarle lo tomaba como un… una prueba de que quería tenerle para mí. Entonces se volvía encantador hasta que me seducía de nuevo. Llegó un punto en el que sólo quería que me dejase en paz. Mantenerle en secreto me había aislado de mis amigos, mis padres no sabían que yo era gay, o al menos eso creía yo. Sentía que no podía hablar con nadie de todo esto y él… él seguía citándome para acostarnos juntos. Y yo accedía ¿sabes? Accedía porque pensaba “quizá ahora esté enamorado ya de mí, quizá esta vez sea distinto”.

–¿Cómo saliste de algo así?

–Por mi abuela. Por mi hada madrina. Ella sabía que me pasaba algo. Bajé muchísimo de peso en esa época y empecé a suspender en la universidad. Cuando me preguntó qué me pasaba… estallé y se lo conté todo. Fue tan liberador. Ella quería ir a por él, pero creo que yo aún le quería, o quizá sólo quería pasar página. Llamó a mis padres y me ayudó a salir del armario con ellos. Ya sabían que yo era gay, pero habían respetado mi silencio. Les contó que tenía problemas con un chico de la universidad, que se había encaprichado mucho conmigo, y les convenció de que me dejasen cambiarme de facultad a donde estoy ahora. Cambié de teléfono y les pidió que no se lo dijesen a nade –hizo un pequeño descanso, apoyando la frente en las rodillas–. La verdad ni siquiera sé cómo lo hizo, pero lo hizo.

–¿Y lo de hoy? –preguntó sin contenerse.

–Creo que nos estaba viendo. Desde su dormitorio se ve todo el jardín. Cuando os fuisteis se acercó y dijo que teníamos que hablar, o que esperaría a que vinieses. Me dio miedo. Miedo de lo que podía decir. Estaba tan furioso… –en un gesto inconsciente se masajeó el hombro, todavía dolorido–. Me agarró del hombro y le seguí a casa. Me sirvió una copa, juro que no la toqué, y me empujó contra el pilar. Después… gritamos, o él me gritó. Quería que me disculpase y entonces… empezó a tocarme.

Un escalofrío recorrió la espalda de Enrique, que tuvo que hacer grandes esfuerzos por mantenerse sentado y no salir en busca de Mateo, olvidando que no era especialmente alto ni fuerte y que el hombre le sacaría al menos diez centímetros y quince kilos. Ajeno a la rabia que bullía dentro de su novio Damián siguió hablando.

–Me tocaba y decía que tenía que disculparme. Pensé que estaba… haciendo lo de siempre. Cuando discutíamos o yo decía que quería dejarle hacía eso, empezaba a tocarme y yo me rendía. Le dije que era feliz contigo, que tenía novio, pero no paraba. No pude apartarle, no sé explicarlo, pero era como si no tuviese fuerza. Y cuando apareciste tú lo comprendí: lo que quería era vengarse, que nos vieses así –por primera vez levantó la cara y miró a Enrique a los ojos–. Sabe que yo siempre aviso a las personas con las que estoy de a dónde voy para que no se preocupen, y que no te habría contado lo nuestro. Lo de los limones era cierto, los tenía en una bolsa de plástico. Cuando entraste dijo que yo no era el único que tenía derecho a romper una relación de forma unilateral, pero que él había elegido la nuestra y…

–¿Y?

–Y que no iba a dejarme ir sin luchar.

Enrique se levantó. Sus ojos habitualmente apacibles relucían cargados de ira. Sus manos temblaban, apretadas en dos puños que hacían resaltar los tendones de sus brazos como cuerdas de acero insertadas bajo la piel. Los labios estaban apretados en una fina línea, y por un instante Damián se pegó más contra la pared, con el miedo pintado en su cara.

–Se acabó. Voy a decirle todo lo que pienso.

La mano de Damián volvió a atrapar el vaquero de Enrique, que se la sacudió de encima sin mirarle. Ya tenía la mano en el pomo de la puerta cuando de nuevo le agarró, esta vez por la rodilla.

–Por favor… por favor quédate conmigo. Por favor.

Su furia se fue tan rápido como había venido. Arrodillándose junto al chico le estrechó entre sus brazos. Al acariciar su pelo notó el bulto duro y caliente que empezaba a crecer en su cráneo allí donde se había golpeado contra la columna. Enrique sintió crecer de nuevo su rabia y procuró no volver a rozarle siquiera en esa zona, por miedo a hacerle daño. Comenzaba a entender mejor a Damián, aunque la cabeza le daba vueltas con todo lo que el chico le había contado. Tardaría un tiempo en entenderlo todo plenamente.

–Siento haberte dado motivos a dudar –musitó escondido contra el pecho de su novio–. No debería ser así.

–¿Así? ¿Así cómo?

–Mateo… él dice que soy una zorra caprichosa. Puede que tenga razón.

Había tristeza en su voz, pero también convencimiento. Enrique le agarró la cara entre sus manos, con tanta delicadeza que el joven se inclinó más contra él, reconfortado. Cuando su novio le obligó a levantar la cabeza cerró un momento los ojos, aterrado al pensar que le dejaría por ello. Iba a hablar, a disculparse, a pedir de nuevo que por favor no le dejase, cuando Enrique cubrió sus labios con ambos pulgares.

–Jamás te creas una sola palabra que te diga ese capullo. Jamás te creas los insultos de ese imbécil porque los dice sólo por despecho –nuevas lágrimas rodaron por las mejillas de Damián que intentó hablar, siendo silenciado otra vez por Enrique que siguió hablando–. Yo te quiero. Eres inteligente, dulce, amable y desinteresado. Nunca debí dudar de ti, pero te estaba tocando y pensé que yo no era bastante para ti y por eso pensé que lo mejor era preguntarte. Cariño, ese hombre te ha maltratado. No te habrá pegado, pero lo que ha hecho… ¿Por qué no me lo contaste antes?

–Me daba muchísima vergüenza. Y tenía miedo de que te alejases de mí si te lo decía. Que me vieses de manera distinta, que pensases peor de mí por haber sido tan blando.

Enrique se levantó del suelo, sacudiéndose el fondillo de los pantalones ante la mirada extrañada de Damián que permanecía aovillado contra la pared. Enrique se acercó al chico y sosteniéndole por las axilas consiguió incorporarle. Tuvo que sostenerle un instante antes de que dejase de tambalearse. Cuando estuvo seguro de que no se caería agarró el jersey por el borde, tirando de él hacia arriba para sacarle.

Damián se dejó hacer. Si eso era lo que quería, el precio a pagar porque no le dejase estaba más que dispuesto a pagar las veces que hiciera falta. Para su sorpresa, su novio se limitó a plegar el jersey y dejarle sobre el escritorio. Sacó del armario la sudadera y el pantalón de chándal que usaba a modo de pijama. Con toda la suavidad del mundo le pasó la sudadera por la cabeza, consiguiendo no rozarle en ningún momento el chichón. Agachándose desató los cordones de las botas de Damián, ayudándole a sacárselas junto con los calcetines. En cuanto se incorporó soltó el botón y la cremallera del vaquero, poniendo buen cuidado en no tocarle la piel. El vaquero cayó al suelo y Enrique ayudó al joven a ponerse el viejo chándal en su lugar.

–¿Qué estás haciendo? ¿Por qué me has puesto el pijama? Yo…

El joven enmudeció de pronto, al ver cómo Enrique se desvestía también y se ponía su propio pijama. De un manotazo bajó la persiana, ocultando la ominosa vista de la casa de Mateo. En el cuarto en penumbra consiguió guiar a Damián hasta la cama, empujándole con suavidad hasta que le tumbó en el lado que quedaba pegado a la pared. Echándose a su lado le atrajo hacia su pecho, estrechándole con suavidad entre sus brazos y acariciando su espalda. A diferencia de las caricias de Mateo, las de su novio le aportaban paz, consolándole profundamente. Damián sorbió por la nariz, intentando no volver a llorar.

–Desahógate, cariño –le susurró Enrique acariciándole el cuello–. Si necesitas llorar, hazlo. Estoy aquí, estaré aquí. No voy a irme a ninguna parte. No voy a dejarte.

El dique se rompió. Largos sollozos estremecieron el cuerpo de Damián que se aferró a Enrique con desesperación, hundiendo la cara en el pecho de su novio que se limitó a abrazarle con fuerza, dejándole llorar, dejando que se purgarse por dentro. Sus lágrimas no tardaron en empapar buena parte de la camiseta del joven, pero ninguno de los dos pareció percatarse de ello. Las manos del chico subían y bajaban por su espalda y su cuello, acariciándole con infinita ternura. Enrique pensó que jamás dejaría de llorar. Violentos temblores sacudían el cuerpo delgado y atlético de Damián como si estuviese aquejado de alguna fiebre especialmente virulenta. Sosteniéndole con más fuerza su novio siguió acariciando su espalda, siempre sobre la ropa.

Al fin los estremecedores sollozos se mitigaron. Poco a poco fueron remitiendo hasta desaparecer. La respiración del joven se tornó regular y sosegada y cuando Enrique retiró el pelo hacia atrás vio que se había quedado dormido. Tenía los ojos hinchados, la nariz y las mejillas enrojecidas y cuando retiró el cuello de la sudadera apreció en su hombro un hematoma que empezaba a aparecer. Con todo el cuidado del mundo se deshizo de su peso, acomodándole en la cama y tapándole con las mantas. Cuando despertase tendría dolor de cabeza y los ojos irritados. En silencio salió del cuarto, calzado sólo con sus calcetines, y bajó a la cocina.

–¿Isabel? ¿Puedo pedirte un poco de hielo?

–Siéntate, por favor.

El tono serio de la voz de la abuela de su novio no era nada comparado con sus ojos, tristes y carentes de brillo. Parecía haber envejecido diez años de golpe. Incluso sus movimientos eran más lentos de lo acostumbrado. Preocupado el chico se sentó a la mesa, seguido por Isabel que se sentó en la silla contigua a la de Enrique.

–¿Te encuentras bien?

–No he podido evitar oíros. No era mi intención, subía sólo a deciros que necesitaba ayuda para poner la mesa en el cenador. Enrique… incluso aunque lo dejes con Damián en algún momento, siempre tendrás mi casa abierta. Eres una bellísima persona, y mi nieto tiene muchísima suerte de que estés a su lado.

Enrique estrechó una de las arrugadas manos de la anciana entre las suyas, consiguiendo que a sus ojos asomase de nuevo algo de luz.

–Le afectó mucho, ¿verdad?

–Fue horrible. Ojalá nunca tengas que ver algo así en alguien a quien quieres. Siempre ha sido un chico alegre, sociable y con el que daba gusto estar. De un día a otro dejó casi de comer, siempre estaba triste o enfadado, perdió el contacto con sus amigos y cuando intentaba estudiar podías ver que no era capaz de concentrarse –la mujer se detuvo, mirando a Enrique con franqueza–. Quiero muchísimo a mi nieto, como no te puedes imaginar, pero también reconozco que la experiencia que pasó le ha cambiado. Si decides que no puedes lidiar con lo que te ha contado, o con cómo es él, no te lo reprocharé jamás. No tienes por qué arreglar el desastre que causó ese hijo de puta.

–¿Sabes que yo antes estaba muy gordo? Como una vaca. Hace unos días me volvió a entrar cierta paranoia con mi peso y aparté de mi lado a Damián porque me daba vergüenza. Pensé que si veía cómo había sido me cogería asco.

Isabel escuchaba en silencio, sin entender hacia dónde quería ir a parar el chico que esbozó una sonrisa genuina y muy hermosa.

–De mis años de bachiller sólo tengo una foto mía. Sólo una. En ella salgo con mi mejor amigo en una feria de invierno en la ciudad. En ese momento estaba en mi peso máximo, lleno de granos y con unas gafas horribles. Pensé que si la veía saldría corriendo, pero tenía que verla, tenía que saber quién era yo ¿me comprendes? –la mujer asintió con la cabeza y el joven prosiguió–. No me atrevía a mirarle a la cara, me daba muchísimo miedo que me dijese “caray, eras asqueroso, no puedo volver a tocarte”. Se limitó a decir que le gustaban mis gafas, y que de seguir como en esa foto me querría igual. Y lo decía de verdad. No me lo dijo porque yo necesitaba escucharlo, sólo me lo dijo porque era lo que pensaba.

La abuela sonrió a su vez. Las preocupaciones se borraron de su rostro que pareció perder arrugas y recuperar cierto vigor juvenil. Enrique se maravilló del cambio operado en la mujer, pero al recordar cómo había criado sola al padre de Damián y después a su nieto no se sorprendió. Acariciando con cuidado las marchitas manos de la anciana continuó hablando.

–Después de eso supe que me quería de verdad. Por eso hoy… hoy he sido capaz de sentarme y dejar que se explicase. Ha habido un pequeño malentendido al principio, pero yo no pienso irme a ninguna parte si él me quiere de pareja. Yo le quiero, le quiero muchísimo. Me siento feliz, y afortunado porque se fijase en mi y no se rindiese. Tendrías que haberme visto al principio, ni siquiera era capaz de hablar con él porque me relaciono fatal con la gente debido a la timidez.

–Sois dos chicos estupendos. Espero que seáis felices, juntos o por separado. Y el ofrecimiento del principio era sincero: aunque lo dejéis, mi casa siempre estará abierta para lo que necesites.

–Gracias, Isabel.

La mujer le dio un beso en la mejilla, incorporándose después con las manos en las caderas. Enrique aprovechó para pedir un par de cubitos de hielo que la anciana le ofreció envueltos en un paño pulcramente doblado en un plato, pero antes le preparó una jarra llena de zumo de naranja y le indicó dónde guardaba las aspirinas. Cargando con la jarra y los hielos consiguió hacerse con un par de comprimidos y volver al cuarto, donde se dejó caer agotado en la silla frente al escritorio de Damián. Le parecía que había pasado una eternidad, pero tan solo eran las tres de la tarde. En silencio observó como el joven dormía. En los veinte minutos que había estado con Isabel ni siquiera se había movido. Empleando el jersey de su novio a modo de almohada se acomodó como pudo sobre el escritorio. Tan sólo necesitaba descansar un momento, aprovechar para serenarse.

Despertó sobresaltado al notar una presión sobre su rodilla. Al conseguir enfocar la vista vio que tan solo era la mano de Damián, que le sacudía con preocupación. Su actitud tímida contrastaba con la aparente seguridad que siempre parecía exudar. Enrique se desperezó escuchando como chascaban sus vértebras y el punzante dolor en el cuello por la postura en la que se había quedado dormido. Restregándose los ojos consiguió por fin centrar la vista en la cara de su chico. Como había pensado tenía los ojos enrojecidos, la cara hinchada y la nariz colorada.

No había salido del todo de la cama, por lo que Enrique recogió el paño, ahora empapada de agua helada, y tras escurrirla en el propio plato donde la había traído se la pasó por la cara a Damián, con cuidado para no irritarle la piel. El chico se dejó mimar, abrazándose a la pierna de su novio que se había sentado en la cama con él. Doblando la tela de forma que el hielo que aún aguantaba quedase lo más pegado a la piel que era posible, la aplicó sobre el golpe de su cabeza. Sosteniéndolo con una mano sirvió el zumo con la otra, pasándoselo al chico junto con una aspirina.

–¿Te duele mucho?

–Te has quedado –tenía la voz ronca y pastosa, pero aún así podía notar perfectamente su felicidad por ese hecho.

Enrique suspiró y retiró el pelo de la cara de Damián. Odiaba ver sus ojos tan irritados y más siendo la causa haber estado llorando por culpa de su ex. Inclinándose sobre él le dio un beso en la frente intentando no derramar el vaso de zumo.

–Claro que me he quedado, soy tu novio –el chico parecía incrédulo ante sus palabras, por lo que Enrique sonrió y le dio un nuevo beso–. No voy a dejarte porque tu ex sea un cerdo, tuviste mala suerte con él y ya. Nos puede pasar a cualquiera. Dime cómo está tu cabeza, anda.

–¿Y si tiene razón? En que soy…

–No –le cortó Enrique con severidad–. No la tiene. Además, ni siquiera sé qué cosas quieres. No materiales, me refiero a nosotros, como pareja. Nunca hemos hablado de ello.

–Quiero hacer cosas contigo, ir al cine, de excursión, a la playa… algo más que no sólo estudiar y después dormir por estar muertos. –La mirada de interés de Enrique le animó a seguir–. Quiero vivir contigo, no de inmediato, pero quiero llegar a vivir juntos. Quiero que nos graduemos a la vez. Juntos. Me parece algo muy bonito. Y si seguimos juntos después yo… no lo sé, no he pensado mucho más lejos. No quería hacerme ilusiones.

–¿Y eso te parece de una zorra egoísta como dice él? Cariño, a mi me parece algo precioso y coincido contigo. No entiendo por qué piensas que alguien que te usaba tiene razón. Y por favor, deja de decir que eres una zorra porque me dan ganas de estrangularle. No lo eres. Punto. ¿Y qué si tienes tus fantasías o eres algo pervertido? ¡Deberías ver las veces que me he masturbado yo pensando en ti! –al ver la mirada de sorpresa y algo más de Damián el chico enrojeció y desvió la vista hacia el vaso que tenía en la mano–. Es decir… antes de salir juntos yo… tú me gustabas mucho y…

–Gracias –le cortó Damián sonriendo por primera vez, recuperando parte de su confianza–. Gracias por estar a mi lado.

–La cabeza, dime –ordenó Enrique aún ruborizado.

–Me duele un poco –confesó el chico besando el muslo de Enrique–, pero es sólo por haber llorado tanto. El golpe está bien mientras no le apriete.

Enrique volvió a pasarle el vaso de zumo y la aspirina y sonrió satisfecho al ver que se tomaba las dos cosas, apurando hasta la última gota del vaso. Se le rellenó de nuevo y vio cómo volvía a vaciarle. La aspirina parecía estar haciendo efecto, o quizá el líquido que se había tomado. Su voz volvía a ser la de siempre y Enrique observó que empezaba a estar como siempre, aunque muchísimo más relajado. Su seguridad y carisma seguían ahí, pero ahora también detectó cierta vulnerabilidad que antes no estaba. Sonriendo abrazó al joven que se incorporó en la cama y correspondió a sus caricias. Intuía que habían cruzado cierta barrera que con el tiempo les habría alejado y estaba feliz por ello. Damián se levantó, pasando sus largas piernas por el borde de la cama y poniéndose de pie.

–Voy a ir a lavarme un poco, ¿te importa? Todavía noto su saliva. Tiene que ser psicosomático o algo, pero preferiría…

–No tienes que explicarme nada. Ve –le animó Enrique dándole un beso suave sobre sus labios.

Damián se encaminó al cuarto de baño estirándose a la vez. Debería tener hambre, pero sólo se sentía cansado y aliviado por no tener secretos con Enrique. Sabía que no le había contado ni una décima parte de su antigua relación, pero ahora que había empezado a hablar sería más sencillo seguir. Frente al espejo se examinó detenidamente. Nada en su piel revelaba el encuentro con Mateo, al menos a simple vista. Al sacarse la sudadera apreció el hematoma que había florecido en su hombro. Podía notar perfectamente dónde le había besado y sus manos subiendo por su vientre hasta el pezón. Era como si le hubiese marcado, quizá porque su intención tan sólo había sido vengarse o por su negativa a detenerse a pesar de casi suplicar.

El chico empapó una esponja y tras añadir abundante jabón se restregó la piel. A pesar de la irritación siguió frotando, manteniendo los ojos cerrados y notando como se le aceleraba el pulso al recordar la incomodidad que había sentido antes. Una línea roja de piel casi levantada subía por su vientre hasta el pezón que le había acariciado. Volvió a cargar la esponja de jabón, dispuesto a hacer lo mismo con su cuello, cuando la mano de Enrique le detuvo, sujetándole por la muñeca.

–Me preocupabas y vine a ver. Casi te levantas la piel, so burro. Déjame a mí, ¿vale?

Damián claudicó y cedió la esponja a Enrique que sonrió y le sentó sobre la tapa del váter. Con mucho cuidado pasó la esponja por el cuello del chico. El delicado aroma a lavanda impregnó su piel mientras Damián experimentaba un alivio cada vez mayor al librarse de cualquier rastro que Mateo pudiese haber dejado. Ahora que empezaba a tranquilizarse una rabia sorda comenzaba a extenderse por su pecho, calentándole desde dentro. Si así era como le pagaba haber dejado las cosas tranquilas en lugar de arruinar su reputación, perfecto. A ese juego podían jugar dos.

Pareciendo adivinar lo que pasaba por su cabeza en ese momento Enrique se sentó sobre él, sujetando su cara entre las manos y clavando sus ojos azules en los de Damián que se serenó de inmediato. Sabía que era una actitud muy primitiva, pero la idea de que aquel hombre le hubiese manoseado despertaba las mismas sensaciones que sintió cuando le vio bailar con aquel desconocido en la discoteca, aunque predominaba por encima de todas ellas la ira. Inclinándole la cabeza ligeramente besó todo su cuello, recorriendo el mismo camino que el arquitecto. En un principio el joven se estremeció, luchando contra la sensación de apartarle, pero las manos que le retenían eran amables y blandas y apenas sí ejercían una ligera presión, más una sugerencia que una imposición. Aunque detectaba cierto afán posesivo en Enrique su dulzura era tan evidente que consiguió relajarse y rodearle la cintura con los brazos.

Al llegar al hombro Enrique no pudo contenerse. Yendo despacio, para que supiese lo que pretendía y pudiera apartarle si no quería, clavó sus dientes en la piel blanca, sellando después el mordisco con sus labios y succionando con fuerza. El gemido de Damián le impulsó a apretarse más contra él, imprimiendo más intensidad a la succión y soltando de golpe la piel. Una marca rojiza y casi perfectamente regular adornaba ahora la piel del chico, antes de llegar al hematoma causado por el agarre del hombre. Con cierto embarazo Enrique besó la piel marcada y después el morado causado por los dedos de Mateo.

–Perdona, soy un cavernícola sin modales –se disculpó el joven levantándose del regazo de Damián.

Damián se echó a reír levantándose del váter. Notaba la piel limpia, aunque ligeramente irritada en el vientre. Recogió la sudadera y se la echó por los hombros, sin vestirse. Siguió a Enrique hasta su dormitorio y se sentó en la cama tras entrelazar sus dedos con los del chico, que le miró sin comprender.

–Me gusta cuando eres un cavernícola sin modales.

Enrique sintió cómo tiraba Damián de él, incitando a que se uniese a él en la cama. Resistió la leve presión y en su lugar se arrodilló delante del chico, apoyando la barbilla en las rodillas del joven que le acarició el pelo, echando hacia atrás los revueltos mechones castaños.

–¿Estás seguro? Cariño, puedo esperar si aún no estás cómodo. No tienes nada que demostrar, yo te quiero y puedo esperar si lo necesitas.

–Si no quieres no es necesario. Lo siento.

Enrique besó las rodillas de Damián, subiendo hasta sus muslos antes de que el joven se retirase, subiendo las piernas a la cama y desviando la mirada.

–Mírame, mi amor. Claro que quiero. Cuando te he visto antes con él solo quería… no sé, partirle la cara y la nariz y demostrarte que yo soy mejor –confesó avergonzado–. Lo que no quiero es hacerlo por los motivos equivocados.

–Solo necesito saber que me quieres, que no te resulto repugnante.

Aquella confesión a media voz conmovió a Enrique pues era lo mismo que él había sentido cuando reveló su antiguo yo a Damián. Sentándose a su lado en la cama sujetó la cara del joven por la barbilla, inclinándose y besándole en los labios con ternura. Damián cerró los ojos y abrazó a Enrique, sin presionarle ni pedir nada. Tan solo buscando asidero y consuelo. Enrique acarició las ondas rojizas de Damián con sus dedos, deslizando después las manos por su cuello.

Sus dedos recorrieron la suave piel de su garganta, la curva de su mandíbula y la pequeña ondulación que marcaba la nuez de Adán. Mientras, su lengua exploraba cada rincón de la boca de Damián, jugaba con la suya, la provocaba y danzaba a su alrededor hasta que ambos se quedaron sin aire. A diferencia de lo que había pasado con Mateo, ahora el pene de Damián estaba duro, firme, demandaba atención formando un más que considerable bulto en el chándal del joven. Sosteniéndole por la cintura Enrique subió a Damián a su regazo, abrazándole después y acariciando su espalda.

Introdujo las manos por dentro de la sudadera y acarició la piel tersa y suave de la espalda de Damián que gimió y se pegó más a Enrique quien besó su cuello, ascendiendo hasta la mandíbula. Recorrió el hueso de lado a lado con besos delicados como el aleteo de una mariposa, apenas ligeros roces que consiguieron estremecer a Damián de pies a cabeza, erizando su piel. La lengua del joven encontró el lóbulo de la oreja y ascendió por él hasta recorrer por completo el contorno, mientras sus manos trazaban fantásticas figuras sobre la espalda de Damián.

Levantó la sudadera del joven y aprovechó para sacársela, desnudándole de cintura para arriba. Echándose momentáneamente hacia atrás contempló el cuerpo joven y atlético del chico. Podía apreciar los músculos bajo la piel cremosa, los pezones rosados se endurecieron bajo su escrutinio y su respiración se aceleró ligeramente. Rozando la adoración Enrique deslizó una de sus manos desde la mandíbula de Damián hasta su ombligo, deteniéndose un instante en la horquilla del esternón, acariciando el leve hueco que se formaba justo antes de su pecho. Feroces escalofríos de placer sacudían el cuerpo de Damián que se aferró al Enrique, hundiendo sus largos dedos en los rebeldes mechones castaños.

Mirándole fijamente con esos cándidos ojos azules colmados de amor Enrique se inclinó hacia delante. Sus labios se posaron en el pectoral izquierdo, cubriendo de besos la piel que rodeaba la aureola al mismo tiempo que su mano trazaba el mismo recorrido en el derecho. Su lengua recorrió primero la piel más rugosa de la aureola para terminar cercando el pezón mientras suaves gemidos escapaban de la boca de Damián. Al mismo tiempo que pellizcaba delicadamente el pezón derecho, los dientes de Enrique cerraron su presa sobre el izquierdo, pasando a succionar y lamer alternativamente el delicado bulto de carne.

Rodeando su cintura con el brazo libre Enrique se echó hacia delante, tumbando a Damián en la cama y quedando él sobre el joven, con el cuerpo entre sus piernas. Ahora su bulto quedaba contra su estómago. Enrique podía notar su calor y la larga forma del pene de su novio presionar su cuerpo en una tentadora invitación que no ignoró. Besó ambos pezones una última vez e incorporándose a medias agarró la cintura del pantalón y lo deslizó hacia abajo, llevándose consigo el bóxer también. Retiró completamente ambas prendas y las dejó caer a los pies de la cama.

Totalmente desnudo, Damián sintió vergüenza por primera vez. No podía evitar recordar la reacción de Mateo, sus crueles palabras. Intentando no dejar traslucir sus sentimientos procuró quedarse quieto, mirando un punto fijo en el techo para no mirar a Enrique ni su cuerpo. Para su sorpresa, la cara de su novio entró en su campo visual cuando este volvió a subir en lugar de ir hacia abajo como esperaba. Sus manos retuvieron su cara entre ellas sin ejercer presión, tan solo sosteniéndole con dulzura. Firme, pero no demandante.

–¿Estás bien? ¿Quieres que siga?

Su tierna preocupación pareció derretir el corazón de Damián. Enrique le trataba con tanto cuidado y tanta dulzura que aquello bastaba para marcar la diferencia y disipar sus temores. Cogiendo ambas manos besó los nudillos y las palmas antes de asentir, sonriendo. Enrique aprovechó para desnudarse también, dejando una de sus manos entrelazada con la de su novio que le observaba con esos ojos de gato tan peculiares. Acomodándose entre sus piernas acarició un momento sus muslos antes de volver a besar su vientre, descendiendo desde los pectorales hasta el pubis.

Acarició los suaves rizos rojizos del pubis. Era el único chico que conocía al que no estar perfectamente depilado le quedaba tan bien. Incluso con el vello su pene parecía grande y atractivo. Enrique pasó la mano por el vello, acariciando y tirando de él suavemente, escuchando los tiernos gemidos de Damián que le soltó la mano para colocar ambas sobre su cabeza. Los suaves mechones castaños del joven se deslizaron entre sus dedos como si fuesen seda.

Enrique bajó más por el cuerpo de su novio, ignorando su pene por el momento. En cuanto llegó a las rodillas besó la piel de sus piernas, ascendiendo después por la cara interna de los muslos mientras alternaba entre besos y suaves mordiscos. Trazando un camino sinuoso a comparsa de los gemidos y los jadeos de Damián. Recordando cómo se había sentido él, imitó a Damián. Mordió una pequeña porción de la piel tierna de su muslo, muy cerca ya de los testículos, y clavó sus dientes casi hasta el punto del dolor, aunque sin llegar a traspasar la piel en ningún momento.

La reacción del joven fue automática. Damián cerró sus piernas de golpe, apretando entre ellas la cabeza de su novio que sonrió y pasó la lengua por la marca de dientes recién dejada. Girando apenas la cabeza repitió el proceso un poco más abajo, acercándose más y más a los testículos del joven que se aferraba con fuerza a su cabello, tirando de él incluso. Pronto los muslos cremosos de Damián estuvieron cubiertos de marcas rojizas de dientes y chupetones que iban desde la mitad de la cara interna del muslo hasta sus testículos. Retirándose un momento Enrique pasó la lengua por ellos, recorriendo la línea media y ascendiendo después por el pene hasta el glande.

Sujetándolo por la base elevó de nuevo el prepucio, capturándolo con los labios e introduciendo la punta de la lengua entre la fina piel y el glande, cubriendo ambos de saliva. Las uñas de Damián rascaron su cabeza cuando aferró su pelo en sendos puños al tiempo que su novio rodeaba su glande con la lengua hasta presionar la punta contra el orificio. Los gemidos de Damián crecieron en intensidad mientras Enrique metía el glande completo en su boca. Sus labios apretaron la corona antes de deslizarse por todo el tronco. Acariciando los testículos de su novio fue tragando despacio, acostumbrándose al enorme tamaño de Damián que jadeaba sin tregua.

Tragó despacio una y otra vez, dejando que el pene se deslizase dentro de su garganta hasta que su nariz quedó contra el pubis de Damián. Poder tragarle entero, los casi veintidós centímetros, le llenaba de orgullo. Mirando a su novio recorrió con la lengua todas y cada una de las venas de su pene mientras lo sacaba de su boca. Las caderas del joven comenzaron a moverse al mismo tiempo que lo hacía Enrique, acompañándole y llegando más hondo en su garganta. Conocedor de lo mucho que le gustaba a Damián eso, cogió una de sus manos y la apretó contra su garganta. Movió la cabeza arriba y abajo y presionó más la mano contra su cuello, dejando que Damián sintiese como su pene invadía su estrecha garganta.

–Para, para –jadeó Damián tirando de su pelo.

–¿Qué ocurre? ¿Estás bien, quieres parar? –preguntó en cuanto tuvo la boca libre.

–No, no quiero parar, pero si sigues así voy a correrme –confesó sonriendo–, y preferiría terminar juntos, si puede ser.

–Oh, cariño… No te preocupes por eso.

Con una sonrisa traviesa Enrique reanudó su asalto sobre el chico, separando sus piernas y bajando hasta encontrar el ano de Damián. Su lengua recorrió cada uno de los pequeños pliegues que conformaban la entrada al tiempo que sus dedos comenzaban a presionar suavemente, entrando tan despacio que el chico gimió y se movió inconscientemente, buscando más. Enrique le sujetó con dulzura por las caderas y pasó sus piernas sobre sus hombros, dejándole completamente expuesto. Su lengua encontró el camino dentro del joven y, acompañándola por uno de sus dedos, estimuló la próstata de Damián.

Los gemidos del joven se intensificaron más y más conforme los dedos curiosos de Enrique se iban adentrando en su recto, abriéndolo y preparándolo para recibir su pene. Sentía la saliva caliente y húmeda deslizarse entre sus nalgas, enfriándose conforme iba cayendo y secándose sobre su piel. Introdujo tres dedos y los movió juntos, abriéndolos después y separándolos para dilatar más. Su lengua consiguió introducirse con facilidad, recorriendo el interior cálido, aunque ya no tan estrecho.

Subiendo de nuevo acomodó mejor las piernas de su novio sobre sus hombros. No fue directo a penetrarle, en su lugar juntó su pene con el de Damián, frotándolos a ambos a la vez mientras besaba la mandíbula del joven, sus mejillas y en especial los hoyuelos, ampliamente marcados ahora debido a la sonrisa del chico. Con idéntica sonrisa apoyó el glande de su pene contra el ano del joven, resistiéndose a empujar.

–¿Preparado?

–Sí, por favor. Por favor, cariño…

Su súplica era demasiado dulce. Irresistible. Moviendo lentamente las caderas entró despacio. Su pene se adentró en el estrecho interior de Damián que gimió y se agarró a Enrique, clavando sus uñas en la espalda desnuda del joven. Acarició sus rebeldes mechones castaños, ligeramente húmedos de sudor, y se hundió en sus claros y limpios ojos azules. Puede que Enrique no tuviese tanta experiencia como Mateo o él mismo, pero compensaba eso con su absoluta sinceridad y su amor incondicional. Damián besó tiernamente al joven, sintiendo como por fin entraban sus dieciocho centímetros al completo y como su cuerpo cálido y suave se apretaba contra el suyo.

Atento a las reacciones de Damián, Enrique comenzó a moverse. Se deslizó hasta que tan solo su glande quedó dentro para volver a entrar igual de despacio, sin dejar de mover su mano por el pene de Damián. Gotas de líquido preseminal manchaban sus dedos, haciendo más sencilla la tarea de masturbarle. Sus gemidos sonaban justo en su oído mientras recorría a besos la suave curva de su mandíbula, descendiendo por su cuello hasta la nuez de Adán.

Enrique gimió a su vez, dejando sus labios presionados contra la suave piel del hombro de Damián. Besando el hematoma causado por el agarre de Mateo con infinita ternura comenzó a moverse más deprisa. Sus caderas se impulsaban adelante y atrás sin tregua, cada vez más deprisa, sumando el rítmico entrechocar de sus cuerpos al sonido de sus gemidos y jadeos. Lo que al principio había sido un lento goteo de líquido preseminal ahora era casi un chorro continuo, y al bajar la vista Enrique pudo ver el glande de Damián brillante, húmedo y enrojecido.

Con una sonrisa descendió desde su cuello hasta los pezones y mordisqueó el izquierdo mientras bombeaba con más fuerza. Las uñas de Damián se clavaron en su nuca y sintió como su torso se arqueaba soltando un fuerte gemido que el joven silenció con un beso. Espesos chorros de semen mancharon el pecho de ambos y cayeron sobre el vientre de Damián que jadeaba con fuerza. Enrique imprimió toda la velocidad que pudo a su pelvis, hundiéndose una y otra y otra vez en Damián hasta que su propio orgasmo le alcanzó, depositando su semen en el interior de su novio que aún se aferraba con fuerza a él.

Con cuidado para no hacerle daño le ayudó a bajar las piernas, no sin antes volver a besar cada uno de los muslos de Damián que acarició su cara con ternura. Enrique lamió el semen del joven de su pecho y vientre, limpiándose a sí mismo con un pañuelo de papel que sacó de la mochila para tumbarse después al lado de Damián. El chico se acomodó junto a Damián y le estrechó entre sus brazos, tapándole con las mantas.

–¿Estás bien? –inquirió Enrique preocupado acariciando las ondas cobrizas de Damián.

–Mejor que bien. Te quiero, te quiero muchísimo.

–Deberíamos bajar y pasar un rato con tu abuela, seguro que está preocupada.

–En un rato. Ahora quiero estar contigo un poquito más –susurró acomodándose sobre el pecho de Enrique que se rio y besó suavemente su nuca.

–Yo también te quiero muchísimo.

–Nota de ShatteredGlassW–

Gracias a todos por leer este octavo relato de la saga y por el apoyo dado. Espero de corazón que os haya gustado y que sigáis apoyando esta serie.

Si en algún momento os encontráis en la misma situación que la que se refleja aquí entre Damián y Mateo, pedid ayuda. No importa vuestra orientación sexual o género, sois válidos y merecéis recibir ayuda profesional. Que nadie os convenza de lo contrario.

Si tenéis comentarios o sugerencias y queréis comunicaros de una forma más personal conmigo podéis hacerlo a través de mi correo electrónico: [email protected].

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