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El nuevo curso (VII)
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Enrique aguardaba impaciente a que su novio retirase los billetes de la taquilla. La dársena del autobús estaba prácticamente vacía a pesar de ser viernes, aunque el súbito frío para estar a inicios de octubre y lo temprano de la hora podían ser factores a tener en cuenta. La temperatura en la última semana se había desplomado drásticamente, rozando incluso las temperaturas bajo cero, al mismo ritmo que aumentaba la pasión entre ambos. Observando la encantadora sonrisa de su chico mientras cogía ambos billetes y se encaminaba hasta donde le esperaba, con las mochilas de ambos a los pies, no pudo por menos que sentirse inmensamente feliz.

Con los dedos entumecidos por el frío el joven consultó la hora en el teléfono. Aún no eran las nueve de la mañana. Se sentía algo culpable por saltarse un día de clases, pero Carlo había prometido cogerles los apuntes y la idea de pasar más tiempo a solas con Damián había resultado demasiado tentadora como para dejarla pasar. Por no decir que el joven estaba tan ilusionado por la idea de ver a su abuela y presentarle como su novio a la anciana que no había podido siquiera pensar en ir más tarde. Contempló de nuevo como el joven se acercaba, con sus elásticos andares de bailarín y su aura de seguridad y carisma y agitando ambos billetes en la mano.

El sensual vaivén de sus caderas era notable incluso bajo la pesada trenca de lana verde militar. El cansado sol otoñal arrancaba destellos de cobre de su cabello ondulado y su radiante sonrisa iluminaba toda su cara, marcando sus hoyuelos. Correspondiendo con una sonrisa idéntica acarició las hendiduras de sus mejillas en cuanto estuvo a su alcance, recorriendo los pequeños espacios con infinita ternura. Damián le besó la palma de las manos, recogiendo su mochila del suelo y colgándosela de los hombros. Llevaba toda la semana de un humor excelente y su alegría era contagiosa.

Damián jugueteó con la capucha de la cazadora de Enrique, ribeteada de falsa piel. El azul oscuro de la prenda parecía resaltar el color tan claro de sus ojos brillantes y dulces. Se moría de ganas por besarle. Intuyendo lo que quería Enrique se puso de puntillas y le ofreció los labios, dejando que fuese él quien consumase el beso. Cuando se separaron abrazó la estrecha cintura de su novio, refugiándose en la prenda de lana que cubría su cuerpo atlético y flaco. Las manos de Damián acariciaron el pelo castaño del chico, en silencio, dejándole descansar contra su pecho. Los remolinos castaños del joven eran indomables, aún así, Damián se deleitaba intentando peinarles, con suaves y lentas caricias que conseguían estremecer el cuerpo de su novio.

Enrique rememoró los días pasados desde que el lunes le propusiera ir con él a conocer a su abuela. Esa noche habían dormido en su apartamento, pero el resto de la semana se la habían pasado en el pulcro pisito de Damián después de que intercambiasen cada uno un juego de llaves: Enrique había cedido su juego de reserva a Damián, y lo mismo había hecho su novio. El ritmo de la universidad se había vuelto más duro y más exigente, por lo que la mayoría de las tardes las habían invertido en la biblioteca estudiando juntos, animándose el uno al otro. Muchas veces se unían Carlo y Thalía. Otras, estudiaba sólo con Carlo, ayudándole a ponerse al día mientras Damián trabajaba, y el jueves sólo con Thalía. La chica había resultado ser una compañera de estudios fantástica y una persona divertida e irónica.

También había retomado el gimnasio. Carlo estaba exultante cuando el miércoles le vio aparecer con Damián. Al principio había estado algo inseguro, pendiente de conseguir la aprobación de su novio más que de los ejercicios, pero pronto se relajó. Las indicaciones precisas y seguras del italiano, sumadas a la actitud positiva de su novio consiguieron terminar de disipar su inseguridad. Damián nunca cuestionó a Carlo, y tampoco estuvo pendiente de él de forma obsesiva, por lo que pudo disfrutar observándole trabajar. Cuando estaba de cara al público se convertía en otra persona, desplegaba todo su carisma interior y se compenetraba a las mil maravillas con el italiano. Carlo y él formaban un dúo increíble e inmejorable.

Las noches habían sido lo mejor. Por cansados que estuviesen habían conseguido encontrar siempre tiempo para un rato íntimo. Enrique notó como se le encendían las mejillas mientras recordaba la noche anterior. Había sorprendido a Damián con el lubricante de fresa, que había rescatado de su piso al volver de la biblioteca. Cuando subió al apartamento de su novio usando el que ahora era su propio juego de llaves, encontró a Damián cocinando una tortilla de patatas. Enrique se había mantenido en silencio, parado en la puerta. La expresión de su novio era de intensa concentración mientras batía los huevos y les añadía a las patatas y a la cebolla. Cuando consiguió darla la vuelta exitosamente la expresión de orgullosa satisfacción hubiera bastado para que se rindiese a sus pies si no estuviera ya enamorado.

–Eres todo un chef –comentó abrazándole por la espalda y besando su hombro–, mi chef –remató con cierto aire posesivo.

Damián había intentado girarse para besarle después de apartar la tortilla del fuego, dejándola en un plato sobre la encimera, pero Enrique no se lo había permitido. Le había retenido contra su cuerpo, sujetándole por la cintura. El joven tomó asiento en una de las sillas de la cocina y desabrochó su pantalón, negándose a soltar a su chico que se reía, comenzando a excitarse. Enrique mordisqueó la parte baja de la espalda del joven, causando que gimiese y se retorciera para alcanzarle. Besando la columna arriba y abajo le bajó los pantalones y también el bóxer, revelando unas nalgas perfectas, redondas y con la piel de alabastro. Sin poder contenerse mordió la carne tierna al tiempo que destapaba el bote de lubricante y extendía un poco entre ellas.

–Todo un cocinero, el más guapo y el más sexy. Pero yo he traído mi propio postre.

Damián se había reído, sorprendido y a la vez muy cachondo por el súbito asalto de su novio, normalmente más sumiso y tranquilo. La lengua blanda y húmeda de Enrique recorrió de pronto la hendidura entre ambas nalgas, deteniéndose al llegar a su ano. Presionando con ligereza consiguió relajar el orificio lo bastante como para poder introducirla, sin embargo, se retiró para poder echar más lubricante. El sabor dulzón y casi empalagoso conseguía hacerle salivar con más intensidad que cuando no le usaba, por lo que aprovechó esa cualidad para pegar sus labios al estrecho conducto, formando un perfecto sello de carne que evitó que la saliva se escapase, impulsándola dentro del recto del joven gracias a la lengua.

–Cariño… el postre viene después de la cena, no antes –protestó Damián agarrándose a la mesa para evitar caerse.

Enrique se había limitado a ignorarle, agarrando su pene con su mano y masturbándole de arriba abajo cada vez más deprisa. Su propio pene quedaba desatendido, pero le daba igual, pronto tendría su mejor recompensa. Cuando se separó del joven quedaron conectados por un largo hilo de saliva que terminó cayendo sobre el regazo de Enrique. Agarrando a Damián por las caderas pasó su pene entre sus nalgas varias veces, antes de mover su pelvis hacia arriba. Venciendo la ligera resistencia inicial, Enrique se abrió camino por su ano, escuchando los roncos gemidos de su chico que se dejó caer sobre su regazo.

Se movió con más velocidad, acariciando el pecho del muchacho y masturbándole a la vez. Sus dedos exploradores habían encontrado los sensibles pezones. Pellizcando los delicados bultos de carne forzó a Damián a pegarse más a él, separándole las piernas con las suyas. Ni siquiera le había desnudado del todo, tal era su ansia por tenerle. Cubrió de besos el cuello del chico, hasta hundir la nariz en las ondas rojizas de su cabellera. Inhaló el aroma de su pelo y aumentó la velocidad, penetrándole con fuerza, cada vez más deprisa. Frotó ligeramente el frenillo del joven y apretó el glande en su mano, deslizándola de nuevo por su tronco hasta la base.

Los gemidos de Damián aumentaron en intensidad y sus manos resbalaron de la mesa, agarrándose al bazo de su novio que seguía besándole el cuello, cerca de la oreja esta vez. El orgasmo fue tan repentino que su espalda se arqueó sin que pudiese evitarlo, impulsándole hacia delante. Se habría caído de no tener el brazo de Enrique rodeando su pecho. Uno tras otro los cuatro chorros de semen salieron despedidos de su pene, aterrizando en parte sobre la mano de su novio y en parte en el suelo. Jadeando con fuerza sintió como las embestidas de Enrique se aceleraban, buscando ahora su propio orgasmo.

Con una mirada lasciva y provocadora en sus ojos de gato Damián había sostenido la mano de Enrique y, mirándole fijamente, había sacado la lengua y lamido su propia eyaculación. Inclinándose sobre su novio consiguió besarle, introduciendo su lengua en la boca del joven y pasándole el semen en un beso que excitó tanto al chico que le catapultó al orgasmo. Enrique apretó más estrechamente al muchacho contra su cuerpo mientras terminaba. Introduciéndose cuanto pudo en el angosto ano de Damián llenó su interior, besándole repetidas veces en los labios, la mandíbula, las mejillas y el cuello.

Cuando por fin le permitió bajar y le ayudó a limpiarse y a vestirse, la tortilla ya estaba tibia. Damián había vuelto a besarle, sentándose de nuevo en su regazo y acariciando su cabello castaño, exactamente igual que hacía ahora. Centrando su atención de nuevo en el presente Enrique le estrechó con más fuerza, inspirando hondo para llenarse completamente del aroma de su novio, una mezcla de ropa y piel limpias, desodorante y gel de ducha. El ruidoso autobús llegó a la dársena con el chirrido de los neumáticos contra el asfalto. De mala gana se separó de Damián que le estrechó la mano con la suya. Enrique recogió su mochila del suelo y dejó que su novio se le adelantase, subiendo primero al largo vehículo.

Se acomodaron en los penúltimos asientos del autobús, sin soltarse la mano en ningún momento. Por un instante Enrique pensó que el conductor diría algo al verlos con las manos entrelazadas, pero se limitó a coger los billetes que le ofrecía Damián sin variar su cara de perpetuo aburrimiento y sin prestarles la más mínima atención. En el gigantesco autobús tan solo subió otra pasajera: una anciana con dos muletas a modo de apoyo para caminar y que ocupó el asiento reservado a minusválidos. Damián acarició el cuello de Enrique con ternura y cuando el autobús se puso en marcha tendió su abrigo sobre los dos.

–¿Estás nervioso? –preguntó en un susurro suave y comedido.

–Un poco –reconoció Enrique sonriéndole con embarazo–. Me da miedo no caer bien a tu abuela ¿sabes?

Damián frotó las manos de Enrique con las suyas, reactivando la circulación y consiguiendo que entrasen ligeramente en calor. Sonrió para darle ánimos y besó la mejilla suave y helada.

–No te preocupes por eso. Conozco a mi abuela y sé que vas a encantarle, pero si necesitas ayuda para relajarte…

La mano de Damián se deslizó por dentro del pantalón de Enrique que dio un respingo y se apartó ligeramente de su novio. Sus dedos fríos se aventuraron por el pubis lampiño del joven que se mordió los labios y procuró mantenerse lo más quieto posible, sin emitir ningún sonido. Aunque tenía el pene de su chico al alcance de la mano esperó a tenerla más caliente. En cuanto rozó la piel de la base Enrique se apartó, cerrando las piernas con fuerza y agarrando la muñeca de Damián.

–Aquí no, por favor.

Sus ojos azules imploraban que se detuviese. Damián se inclinó hacia delante y le dio un tierno beso en los labios, retirando su mano con delicadeza y dejándola sobre el regazo del chico, con la palma hacia arriba. Enrique entrelazó sus dedos con los de Damián, mirándole con ansiosa preocupación. Nunca antes le había dicho que no a nada y no sabía cómo se tomaría su negativa.

–Eh, tranquilo. Si no quieres está bien, no a todo el mundo le gusta jugar en público.

–No me siento cómodo. Quizá… con el tiempo…

–Esperaré hasta que tú quieras. Y si no quieres, no pasa absolutamente nada. También está bien.

Ambos jóvenes contemplaron el paisaje, que pasaba de urbano a rural y de llano a montañoso conforme el viaje transcurría. Enrique cabeceaba somnoliento, recostado contra el hombro de Damián que le arropó más con su abrigo y acarició su pelo con delicadeza. Las ojeras del joven le habían preocupado, dormía menos de lo que consideraba necesario. El viaje le serviría para descansar. Enrique se removió ligeramente, encontrando un apoyo más cómodo sobre el hombro de Damián que soltó una risilla sofocada contra su manga y se concentró en uno de los numerosos libros que almacenaba en su teléfono.

Las horas pasaron tranquilas y sin sobresaltos. Enrique seguía dormido sobre el hombro de Damián, que había avanzado notablemente en su lectura. Cuando reconoció el horizonte del pueblo donde había pasado buena parte de su infancia sacudió con ternura el hombro de su novio, que abrió los ojos con esfuerzo y reprimió un bostezo contra el dorso de la mano, mirándole desubicado. Aquellos pequeños gestos bastaban para que se derritiese entero, quizá por la confianza y naturalidad que demostraban.

–Despierta, bello durmiente, hemos llegado.

El chico se frotó los ojos, ligeramente aturdido. El autocar se había detenido en una pequeña estación desierta. Con las piernas algo entumecidas tras tres horas en la misma postura los chicos salieron del vehículo, ajustándose las mochilas en los hombros. Enrique miró con curiosidad a su alrededor. Aunque lejos de su facultad, no estaba tan lejos de la ciudad como había pensado y, aún así, el paisaje montañoso y verde que le rodeaba parecía de otro mundo. Altos abetos blancos crecían por las montañas y hasta el pie del mismo pueblo y el aire frío venía húmedo, arrastrando un olor a hielo y a naturaleza salvaje que se mezclaba con el humo de leña que salía de algunas chimeneas. Damián dio un par de toques en su hombro para que le siguiera y echó a andar cruzando una ancha plaza, rodeada por pequeñas tiendas de comestibles en su mayoría. El aspecto pintoresco y rústico resultaba agradable y acogedor, casi de cuento a pesar de los bloques de pisos.

Cuanto más andaban menos visibles resultaban los bloques de viviendas, dando paso a casas individuales. Conforme avanzaban más se espaciaban las casas, con grandes jardines y paredes de piedra o encaladas de blanco. Casi a la salida del pueblo se alzaban pequeñas casas molineras de una o dos plantas, cuyos jardines delanteros palidecían frente al tamaño de los traseros. Enrique alcanzó a ver una o dos pequeñas huertas y unos cuantos perros, mestizos de talla grande en su mayoría, les recibieron con hostiles ladridos tras verjas de hierro forjado. Acercándose más a Damián que parecía conocer de sobra el camino el joven le dio la mano.

–Está un poco barrido ¿no? –comentó al percatarse de la ausencia de gente.

–La mayoría de la gente está en el trabajo, cariño. Además, este pueblo siempre se anima más en verano, en invierno es bastante húmedo y frío, suele nevar mucho. Eso sí, en Navidad está siempre precioso, con las luces y los adornos naturales. Vamos, es aquí.

Damián apretó más el paso, dirigiéndose a una casita coqueta de dos pisos, paredes blancas y techos saledizos con tejas de un color marrón oscuro. El pulcro jardín todavía presentaba flores de vivos colores: hortensias rosas, moradas y azules convivían con margaritas de prístino color blanco, pensamientos bicolores amarillos y negros, rojos y negros y negros enteros. Matas de lavanda todavía en flor atraían a gordas abejas que zumbaban incansables, entre las rocas que delimitaban las jardineras crecían grandes coles ornamentales y junto a los muros bajos que cercaban la parcela, encalados de blanco, grandes matas de oloroso brezo alternaban con rosales que aún conservaban aquí y allí inmensas rosas de delicado tono rosa y violeta pastel.

Entre tanta exuberancia vegetal, una mujer mayor, pequeña y regordeta tarareaba ensimismada mientras cavaba y abonaba, vestida con un delantal de jardín, altos guantes de jardinería, deportivas, vaqueros viejos y una sudadera cómoda. Al acercarse Enrique comprobó que lo que había tomado al principio por un pañuelo blanco anudado tras la cabeza era en realidad su pelo, espeso y largo, recogido en un pulcro rodete en la nuca. Damián soltó su mano y corrió hacia la mujer, que dejó de tararear al verle, poniéndose de pie con sorprendente agilidad y extendiendo los brazos para recibirle. El joven la abrazó por la cintura, inclinándose para ello, e izándola en el aire la dio varias vueltas mientras la estrechaba en un abrazo de oso y la mujer se reía con viveza.

–¡Mi niño! ¡Qué alegría, mi niño, que alegría más grande! ¿Has viajado bien? ¿Quién es ese chico?

Parlanchina como siempre, su abuela ni siquiera le dejó responder antes de volver a preguntarle. Viendo la ancha sonrisa de Damián, idéntica a la de su abuela hasta en los hoyuelos, Enrique no pudo por menos que corresponder con otra semejante. La mujer tenía un aire bondadoso que, sumado al marco campestre, la confería el mismo aire que a las hadas madrinas que viese en las ilustraciones de los cuentos. Sus ojos diferían de los del chico, pues presentaban un tono castaño intenso, vivaces e inteligentes. Se retiró los guantes manchados de barro y se acercó al joven, con el brazo de Damián sobre los hombros.

–Enrique, esta es mi abuela Isabel –presentó el chico. La mujer se adelantó y besó sus mejillas con familiaridad antes de que siguiese–. Abuela, Enrique es mi novio.

–Encantada de conocerte. ¡Menudo chico más guapo! ¡Y qué ojazos! ¿Compañero tuyo de la universidad? Seguro que entonces también es inteligente.

Las mejillas del chico se encendieron ante semejante despliegue de halagos. La devolvió los besos con timidez y cambió el peso de un pie a otro mientras la mujer les precedía a la vivienda. El interior de la casa, luminoso y limpio, olía maravillosamente a galletas, bizcocho y cacao caliente. Los suelos oscuros relucían recién encerados y las paredes blancas se encontraban cubiertas de cuadros y fotos enmarcadas. Con pasitos enérgicos la abuela de Damián los llevó directamente hasta la cocina, parloteando sin parar sobre lo delgados que estaban, que se veían cansados, lo buena pareja que hacían… Enrique miró con sorpresa a la mujer, que derrochaba energía moviéndose de aquí a allá, tan atareada como una abeja obrera. En un minuto dispuso en la mesa chocolate, galletas y bizcocho e instó a los chicos a sentarse tras lavarse las manos.

–Id comiendo, yo tengo que terminar en el jardín delantero, que después tengo que ducharme e ir a comprar. Luego le enseñas la casa y el jardín de atrás ¿de acuerdo? Y te he dejado sábanas y una toalla, sácale otra. Mejor no, ya se la saco yo cuando termine en el jardín que he cambiado de sitio las cosas en esta limpieza.

Enrique observó pasmado como salía tras soltar su discurso, tarareando de nuevo. Damián se echó a reír, sujetándose el vientre con las manos y doblándose hacia delante. Gratamente divertido al ver la sorpresa de su novio. Le sirvió un trozo de bizcocho y dio un mordisco del suyo, manchándose los labios de azúcar glasé.

–¿Tu abuela desayuna bebidas energéticas o es siempre así? –preguntó incapaz de contenerse y con los ojos azules abiertos de par en par.

–Siempre ha sido así. Antes tenía a mi abuelo, pero mi abuelo falleció muy pronto, cuando mi padre tenía… seis o siete años –comentó tras hacer memoria–. Se quedó sola y tuvo que poder con todo. Sacó adelante el trabajo y a mi padre. Y después casi me crio a mí porque mis padres trabajan muchísimas horas.

Enrique asintió, comprensivo. Saber que había criado sola a un hijo le hacía verla bajo una luz nueva. Debajo de esa apariencia dulce y bondadosa había acero puro. Agradeció interiormente no estar a malas con ella. Tenía pinta de ser terrible una vez que se enfadaba. Dieron buena cuenta de los dulces charlando amistosamente. Por un acuerdo tácito se abstuvieron de comentar nada de la facultad, descansando mientras comían. Con un suspiro satisfecho Enrique dejó el tazón vacío sobre la mesa. Durante todo ese rato la abuela de Damián no había vuelto a la cocina, pero la había visto entrar y salir sin pausa de la casa: recogiendo, barriendo, ordenando y siempre tarareando.

–Ven, te enseñaré la casa y el jardín –dijo el joven poniéndose de pie y estirándose al mismo tiempo.

–Vale.

–Arriba están las habitaciones, mejor subimos ahora y así dejas la mochila si quieres.

La habitación de Damián era pequeña, pero con la mejor vista de la casa. Dominaba el amplio jardín trasero y tenía una vista fantástica de la parcela de al lado, donde destacaba la piscina y una casona reformada que aunaba tradición y modernidad. Con curiosidad examinó los posters de las paredes, de diversos grupos de música, algunos sorprendentes y otros esperados. El escritorio despejado era de madera oscura, igual que el armario, encastrado detrás de una cama amplia sobre la que descansaban dos montones de toallas bien dobladas, una en azul y la otra en blanco. Las estanterías estaban abarrotadas de libros y cómics, y una vieja videoconsola aún estaba conectada a un pequeño televisor anclado en la pared. Enrique dejó la mochila sobre el escritorio, imitando a Damián.

–Me esperaba un cuarto distinto. Pero me gusta, es muy tú –dijo Enrique con una sonrisa mientras señalaba hacia los pósteres y los cómics.

–¿No me digas? Tuve una época muy nerd en el instituto. Antes de pasar a bachiller.

Enrique le abrazó por la cintura y Damián le besó en el cuello. A Damián se le antojó irresistible. Despojados de los abrigos, ambos jóvenes llevaban gruesos jerséis de lana y vaqueros, en tonos verdes los de Damián y azules los de Enrique. El joven coló las manos por debajo de la ropa, acariciando la espalda y el vientre delgado de su novio que le sonrió empujándole a la cama. Las piernas de Enrique chocaron contra el colchón, perdiendo el equilibrio y arrastrando a Damián en su caída.

–Levanta anda, mejor será que haga primero la cama, o al menos coloque la sábana por encima. Saca la ropa de la mochila si quieres, puedes colocarla en mi armario.

El joven obedeció y Damián retiró las toallas de la cama, colocándolas sobre el vacío escritorio. Al tiempo que estiraba la sábana sobre el colchón su novio le colocaba la ropa en el armario. En el interior colgaban pantalones y camisetas, evidenciando que, aunque no vivía allí de forma regular, consideraba la vivienda de su abuela su segundo hogar. Enrique no pudo resistirse y examinó las camisetas y los viejos vaqueros algo raídos. Apartando las prendas a un lado colgó pulcramente la ropa de recambio tanto suya como de su novio y retiró el chándal que ambos empleaban a modo de pijama y para estar por casa, dejando ambos doblados sobre el escritorio. En cuanto terminó Damián tiró de su muñeca, devolviéndole a la cama y haciendo que se sentase sobre su regazo.

–Ven aquí –susurró besando su cuello y acariciando despacio su pecho, buscando los pezones.

Enrique le dedicó una sonrisa tierna. Damián exhibía una sonrisa traviesa mientras le miraba. Sus ojos verdosos estaban llenos de lujuria y amor, y cuando le estrechó entre los brazos relucieron intensamente. Sus labios coralinos buscaron los rosados de Enrique, devorándolos como un hambriento haría con un festín. Su lengua se adentró en la boca de su novio que jadeó y le devolvió el beso, enredando los dedos en las ondas cobrizas y despeinándolas en su frenesí. Cuando se separaron no era él el único que jadeaba.

Con deliberada lentitud Damián sujetó la cara de Enrique entre sus manos. Sus ojos verdosos se clavaron en los suyos, transparentes y limpios, llenos de confianza y amor. Damián descendió por la mandíbula del joven, mordisqueando la piel hasta llegar al cuello. Inclinó la cabeza de su novio hacia un lado y lentamente clavó sus blancos dientes justo al lado de la nuez de Adán, succionando después con los labios y notando la vibración ocasionada por el gemido del joven, que tironeó del cabello rojizo de Damián. Enrique volvió a gemir y acarició los sedosos mechones que resbalaban entre sus dedos, mientras la boca de su pareja seguía descendiendo. Sus cálidas manos seguían sosteniendo su cara, acariciando las mejillas con los pulgares y a la vez reteniéndole en el sitio.

Damián retiró las manos de Enrique de su pelo y besó las palmas con cariño, gesto habitual en él y con el que pretendía dar a entender que no rechazaba las caricias, que tan solo quería algo diferente. Sosteniéndole la espalda le guio hasta acostarle sobre el colchón. Con una sonrisa planeando en su rostro levantó despacio el jersey de punto mientras besaba el cuello del chico, que se levantó ligeramente para permitirle sacar la gruesa prenda de lana por encima de su cabeza. La camiseta que llevaba por debajo no tardó en correr la misma suerte, yendo a parar al suelo. Con el pecho desnudo y expuesto a la habitación sin caldear los sensibles pezones no tardaron en endurecerse. El joven se vio sacudido por un escalofrío que se intensificó cuando Damián apoyó su mano, larga y cálida, justo en el centro del pecho.

La sonrisa de Damián se acrecentó mientras se desprendía de su propio jersey. En la entrepierna de sus vaqueros se apreciaba un bulto de tamaño más que considerable. Ignorando momentáneamente a su novio se deshizo de sus botas, dejándolas caer a los pies de la cama. Retiró las deportivas de Enrique y sus calcetines y reteniendo juntos ambos pies besó los empeines hasta los tobillos. El chico se mantuvo inmóvil, agradeciendo no tener apenas cosquillas. Enrique soltó el botón y la bragueta de los vaqueros y elevó las caderas. Damián no le defraudó. Agarró la prenda por las perneras y tiró de ella hasta conseguir sacarla, pero cuando Enrique ya se disponía a hacer lo mismo con el bóxer su novio le detuvo.

–Ah, ah. Déjatele puesto por ahora.

–Vale… ¿Por qué? –Preguntó Enrique retirando el flequillo de Damián hacia atrás.

–Porque adoro verte así. Estás demasiado sexy.

Enrique se rio con suavidad, levantando el cuerpo sobre los codos y besando a su novio que volvió a empujarle sobre la cama con una sonrisa traviesa. Los vaqueros caídos dejaban a la vista las crestas ilíacas y el comienzo del pubis, enseñando una franja de vello rojizo antes de la cintura elástica de los bóxers grises. Enrique llevó sus dedos a esa fina línea y la acarició con delicadeza, deleitándose en la textura sedosa de la piel y del vello. Damián se colocó sobre él y acarició sus pezones con los dedos. Pellizcó los pequeños bultos, los estiró, jugó con ellos y tiró hacia arriba hasta que Enrique se retorció debajo de él, soltando gemidos y jadeando.

El joven se inclinó sobre él, con sus ojos de gato clavados en los suyos, y sacando despacio la lengua rodeó el pezón recorriendo despacio la aureola y deleitándose en la textura más rugosa y el contraste con la piel del pecho. Enrique gemía, acariciando la espalda de su novio y contemplando como se movía su cuerpo delgado y atlético sobre él. Cada pequeño movimiento causaba que los músculos bailasen bajo la piel cremosa en un espectáculo que se le antojaba erótico y sensual a partes iguales. Damián mordió la aureola y arrastró los dientes hasta el pezón, pellizcándole con fuerza suficiente como para que los gemidos de su novio se convirtieran en gritos que ahogó contra su brazo.

Separó los dientes despacio, pasando de nuevo la lengua por las pequeñas marcas dejadas mientras sus dedos se encargaban del otro. Empujó la carne con el pulgar hacia arriba y hacia abajo y la aplastó con suavidad, jugando con la presión mientras sus labios succionaban sobre el otro. Enrique acabó por cerrar los ojos, completamente embebido por las sensaciones que estremecían su cuerpo y no le daban tregua. Cuando Damián se retiró sus pezones estaban hinchados, sensibles y palpitaban ligeramente. Enrique empujó con suavidad la cabeza de su novio hacia abajo, hacia la más que notable erección que se apreciaba apenas contenida por los bóxers, pero Damián se sentó sobre la cama, separando las piernas y tirando de su novio que se arrodilló en la cama delante de él.

–Ven, cariño. Tengo algo para ti, algo que quiero que tragues.

Enrique sintió como su propio pene daba un ligero respingo dentro de la ropa interior. Avanzó despacio hacia Damián y soltó su vaquero, terminando de desnudarle. El largo y grueso pene de su novio saltó hacia fuera entre los rizos cobrizos del pubis. Veintiún centímetros de carne, casi veintidós, se dirigieron directamente a su boca, con el glande brillante debido al líquido preseminal que empezaba a gotear. Damián retuvo a Enrique que ya empezaba a inclinarse sobre él, con la boca entreabierta y los ojos fijos en su premio.

–No tan rápido, tigre. Primero desnúdate, déjame ver cómo sale.

–Estás mandón, pero me encanta. No sabes cómo me excita cuando te pones así –replicó sonriendo.

Con las manos sobre la cintura las deslizó por su cuerpo en una larga y sensual caricia. Agarró el elástico del bóxer y lo bajó despacio por sus piernas. Su pene saltó de su prisión y golpeó contra su vientre antes de quedar firme y duro, apuntando hacia delante. Damián alargó la mano y le acarició despacio arriba y abajo, usando sus dedos para frotar el frenillo haciendo que el prepucio se retirase y volviese a cubrir el glande con cada caricia. Enrique gimió y terminó de quitarse la ropa. La mano de Damián bajó hasta los testículos y acariciándoles despacio tiró de ellos con suavidad, forzándole a acercarse a él.

Sus labios se encontraron y la lengua de Damián invadió la boca de Enrique mientras sus penes se juntaban. Abarcándolos con una única mano Damián los acarició juntos, frotándolos uno contra el otro y con la mano a la vez. Enrique temblaba y gemía a pesar del beso, con sus manos recorriendo el cuerpo de su novio con ansia, tirando de su pelo sin percatarse de ello siquiera. Damián sujetó sus muñecas y con una amplia sonrisa en la que se marcaban plenamente sus hoyuelos besó las clavículas de su novio antes de empujarle hacia abajo. Enrique pasó la lengua por sus labios y, sin hacerse de rogar, se colocó a cuatro patas. Damián se acomodó, con una mano sobre la cabeza de su novio y la otra en su baja espalda, justo antes de los glúteos.

Mirándole a los ojos Enrique sacó la lengua y la pasó despacio por el pene de su novio, desde la base hasta el glande. Damián se mordió el labio inferior, perlas contra coral, y movió la pelvis hacia arriba, incitándole a seguir. Enrique pasó la lengua por los labios y sin hacerse de rogar metió todo el glande en su boca. En un experto movimiento rodeó la corona con la punta de la lengua, disfrutando del sabor salado y algo ácido del líquido preseminal. Acarició los muslos con las manos, deleitándose con la suavidad de la piel al tiempo que bajaba despacio la cabeza.

Damián acarició los rebeldes mechones castaños de su novio, dejándole hacer a su ritmo. Su lengua blanda y húmeda recorría despacio su pene, preparándolo, haciendo que la saliva escurriese por su piel hasta llegar a su pubis y los testículos. Enrique bajó despacio la cabeza, dejando que el gran pene de su novio se deslizase por su garganta. Controlando las arcadas acarició la parte interna de los muslos y las ingles. Con una mano sopesó los testículos de Damián, extendiendo la saliva por el escroto y apretando y soltando alternativamente mientras seguía tragando su pene.

Pasó la lengua por cada una de las escasas venas, arrancando suaves gemidos a Damián que acarició su cabellera con la punta de sus dedos, en una delicada caricia que consiguió estremecerle. Retiró la mano de su baja espalda y la dejó sobre la nuca del joven, masajeando su cuello con delicadeza. En cuanto Enrique volvió a tragar desplazó su mano hacia el frente del cuello, sintiendo cómo se distendía la garganta del joven cuando su gran pene pasó. Con un último esfuerzo consiguió llevarlo hasta el final, notando que su nariz se apoyaba contra el pubis. Escuchó el jadeo sorprendido de su novio y le miró con sus dulces ojazos azules. Era la primera vez que conseguía tragarlo entero sin tener arcadas.

–¿Ves? –jadeó Damián acariciando su pelo–. Te dije que al final lo conseguirías, solo era cuestión de práctica.

Las mejillas de Enrique se tiñeron de color y sacó despacio el pene de su novio de la boca, dejando dentro únicamente el glande. Al notar que Damián sofocaba una risa divertida contra el pliegue del codo una nueva resolución asomó a sus ojos. Apretó más los labios en torno al pene de su chico y tras apretar los dientes ligeramente para recobrar su atención bajó de nuevo la cabeza, acelerando más y más hasta volver a tragarse todo su pene.

Damián jadeó, tirando de su pelo suavemente para detenerlo. En cuanto Enrique sintió el tirón apretó con suavidad los testículos de Damián, a modo de advertencia silenciosa mientras su lengua recorría sin tregua toda la piel del pene del joven que jadeó y se rindió, dejando que siguiera a su antojo. Enrique acarició con suavidad sus testículos notando como el glande de Damián golpeaba su garganta al entrar de nuevo una y otra vez. Sentía su saliva acumularse, mezclada con el líquido preseminal. Inundaba su boca de un gusto salado que le excitaba y le animaba a esforzarse más.

Ruidos húmedos salían de su boca y se mezclaban con los gemidos de Damián que le acariciaba el pelo mirándole embobado. Se moría de ganas de que Enrique siguiese y a la vez quería que parase y poder tenerle para él. Enrique volvió a deslizar el pene del joven por su boca, hasta sacarlo por completo. Antes de ello, sin embargo, succionó con fuerza el glande, que adquirió un vivo color rojizo. Damián estaba a punto de incorporarse cuando Enrique sujetó sus muñecas por encima de su cabeza.

–Ah, ah… De eso nada –le detuvo Enrique mirándole fijamente–. Tuviste tu oportunidad y la dejaste pasar, ahora es mi oportunidad.

Estaba a punto de protestar cuando Enrique le silenció, besándole con pasión mientras subía y se sentaba a horcajadas sobre sus muslos. Sin soltar sus muñecas procuró sostenerlas con una única mano, guiando el largo pene de Damián entre sus nalgas. Damián intentó hablar, pero de nuevo se lo impidió Enrique. Su lengua danzaba dentro de la boca de su novio, impidiéndole decir una sola palabra. Sus gemidos se alternaban con los de Enrique, que se movía sobre él, consiguiendo que su pene se frotase de continuo entre sus nalgas. Sus dientes aferraron el labio inferior de Damián y tiró de él con cierta malicia, soltándolo de golpe para pasar sus labios por su nuez de Adán.

–Es… ¡Espera! –jadeó Damián excitado–. Necesitamos lubricante, no quiero que te hagas daño.

Con una mirada de suficiencia Enrique tiró de sus pezones para hacerle callar. Apoyando el glande contra su ano se relajó y empujó, dejando que entrase despacio. Notaba la falta de lubricante y la falta de preparación, pero los gemidos y jadeos de Damián le espoleaban, le daban fuerza. No llegaba a ser doloroso, pero se aproximaba bastante. Le estaba abriendo, forzaba las paredes de su recto venciendo su débil resistencia milímetro a milímetro. Se detuvo unos segundos para respirar y después volvió a descender despacio, perseverando. Con roncos jadeos apretó más la presa sobre las muñecas de su novio, aprovechando la mano libre para masturbarse con ganas mientras sentía entrar los últimos centímetros.

Por fin quedó sentado sobre Damián, que soltó el aliento quedándose inmóvil como una estatua, temeroso de moverse por si Enrique no estaba preparado para eso aún. Retorció las manos y consiguió soltar sus muñecas. Acarició con cuidado la cara de Enrique que le miró entre jadeos y besó sus dedos. Apoyó la mano junto a la cabeza de Damián y se inclinó para besar su cuello, acariciando la suave piel con sus labios, mordiendo a veces, lamiendo y usando la lengua para trazar complejos caminos que se entrecruzaban una y otra vez.

–¿Estás bien? No te dolerá ¿no? –consiguió preguntar sosteniendo la cara de su novio.

–Eres grande, ha costado más de lo que había pensado, pero estoy bien –respondió sonriendo con orgullo–. De verdad.

Damián abrazó a su novio con ternura, dejando en sus manos la decisión de moverse o no. Enrique comenzó a cabalgarlo despacio, algo inseguro todavía. Hasta ese momento siempre había tomado Damián la iniciativa, moviéndose con calma y con cuidado al principio para que se acostumbrase, por una vez quería sorprenderlo. Elevó su cuerpo sobre sus rodillas hasta que casi todo el pene de Damián estuvo fuera, reteniendo dentro tan solo el glande. Mordiéndose el labio inferior gimió en voz baja y acarició el pecho blanco y lampiño del joven que acarició su espalda sin presionarle, gimiendo y jadeando. Los tímidos movimientos de Enrique le parecían una dulce tortura, le mantenía casi al límite.

Cogiendo confianza Enrique volvió a bajar, arqueando la espalda hacia dentro en cuanto sintió como el pene de Damián volvía a llenar su interior. Sus gemidos volvieron a crecer en volumen y pronto se mezcló el entrechocar de sus cuerpos conforme el joven se acostumbraba y aceleraba más y más. Damián comenzó también a mover sus caderas, impulsando a Enrique hacia arriba y recibiéndole al bajar. Subido sobre él, recibiéndole entero, estaba irresistible.

En un fluido movimiento incorporó el torso, abrazándose a Enrique y mordiendo su hombro con fuerza no exenta de delicadeza. Sus dientes apresaron un cerco de piel y apretaron mientras succionaba con fuerza, dejando una marca rojiza y escuchando como gemía Enrique. Ansiando escucharle de nuevo volvió a morder otro pedazo de piel, descendiendo por su pecho que ya comenzaba a perder el tostado veraniego. Lamió lentamente el pezón y sujetándole por la cintura le animó a moverse más deprisa, sujetando su pene con la mano y frotando el frenillo.

Enrique gimió y jadeó con más fuerza. Damián siempre le volvía loco. Sus ojos verdosos brillaban con deseo mientras acariciaba su cuerpo y le mordía. Las marcas de sus dientes descendían desde su cuello a su pecho y sus manos ágiles acariciaban su piel sin darle tregua. Ahora completamente abierto le cabalgaba sin tregua, apoyándose en sus hombros y acariciando las suaves ondas cobrizas de su melena. Tirando de los sedosos mechones levantó la cara de su novio, dejándola a escasos centímetros de la suya.

–Te quiero, te quiero muchísimo.

Damián se lanzó sobre sus labios, conmovido y excitado a partes iguales. Enrique conseguía llevarle al límite. Era la combinación perfecta de erotismo, lujuria, ternura y amor. Sentía su pene cada vez más duro e hinchado, siendo tragado sin tregua por el estrecho interior de Enrique, que parecía decidido a exprimirle. Estrechándolo más contra su cuerpo se movió más deprisa, acompañando a su novio una y otra vez mientras intentaba contenerse en vano. El orgasmo le alcanzó repentinamente. Enrique notó cómo se paralizaba y jadeaba, con la espalda arqueada y los muslos tensos debajo de su cuerpo.

Cuando Damián cayó sobre la cama, respirando entrecortadamente y con el brazo cubriéndole los ojos. Enrique se inclinó sobre él, sumamente satisfecho, al tiempo que dejaba que el pene de Damián se deslizase fuera de su cuerpo. Retiró el brazo de la cara de su novio, besando sus mejillas suaves desde la comisura de sus labios hasta la oreja. Normalmente Damián tenía mucho más aguante y experiencia que él, jamás había visto que estuviese así. Una sensación cálida de orgullo y poder se extendió por su pecho mientras besaba delicadamente el lóbulo antes de atraparlo con sus dientes.

–Aún no hemos terminado, mi amor, pero falta poco –le susurró al oído mientras acariciaba su pecho–. Abre.

Abriendo sus ojos gatunos Damián obedeció sin rechistar ni dudar por un solo instante. Colocando una rodilla a cada lado de la cabeza de su novio Enrique descendió lentamente. Por un momento pareció que iba a ofrecerle su pene o sus testículos, pero con un movimiento de caderas consiguió que tan solo rozase la nariz de Damián antes de situar su ano justo encima de la boca del joven. Damián sacó la lengua, sintiendo que su pene daba un respingo debido a la excitación.

Sacando la lengua la introdujo en el ano de su novio. Ya estaba a punto de rozarle con sus manos cuando Enrique las sujetó con las suyas, entrelazando los dedos y acariciando despacio la palma con sus pulgares. Bajó su cuerpo un poco más, asegurándose de dejar a Damián espacio más que suficiente para respirar sin asfixiarle. Su lengua bailaba dentro de su interior, recogiendo su semen y tragándolo al tiempo que intentaba alcanzar la próstata de Enrique que gemía y se movía sin parar, retorciéndose de placer encima de su novio.

Con los ojos cerrados Damián estaba atento a cada pequeño movimiento, a los gemidos de Enrique cuando acariciaba un punto u otro dentro de él. Levantándose a medias quedó completamente pegado a su novio, con su nariz profundamente enterrada en sus testículos y la lengua extendida al máximo. Sus dientes rozaron los delicados pliegues de su ano mientras cerraba más los labios, succionando despacio y tirando de la piel dentro de su boca.

–Ya… ya está cielo, muy bien.

Enrique se levantó y bajó despacio por el cuerpo de Damián, que le miró sin comprender por qué le detenía cuando tanto estaba disfrutando. Sus ojos azules brillaban y tenía las mejillas enrojecidas. Con un movimiento lento y sensual comenzó a masturbarse encima de su novio. Damián ni siquiera intentó incorporarse, disfrutando inmensamente del erótico espectáculo que le ofrecía. Su mano subía y bajaba por su pene, frotaba el frenillo, el glande y la corona y descendía de nuevo mientras usaba la otra mano para pellizcar y jugar con sus pezones. Sus gemidos eran dulces y sus ojos no se apartaban del rostro de su novio.

Moviendo la mano más deprisa jadeó, notándose cerca. Sus duros pezones de color cacao mostraban la punta enrojecida y purpúrea, igual que el glande de su pene, extremadamente duro y húmedo. Damián casi podía sentir el intenso calor que irradiaba y veía palpitar las venas. Finalmente, con un gemido que era casi un grito, Enrique llegó al orgasmo. Largos y espesos chorros de semen cayeron al pecho desnudo de Damián que sostuvo a Enrique por los hombros hasta que los espasmos de su orgasmo remitieron.

En cuanto terminó Enrique se sintió invadido de una súbita timidez. Echando mano de su mochila rescató del bolsillo delantero un paquete de pañuelos y limpió el pecho de su novio con uno de ellos, arrojándolo después a la basura. Con cuidado para no golpearle se tumbó a su lado, acomodándose sobre el brazo extendido de Damián que le miraba sin decir nada.

–¿Ha… ha estado bien? –preguntó inseguro–. Si no te ha gustado yo…

Damián le silenció con un beso al tiempo que acariciaba su pecho. Sus labios coralinos se apretaron contra los de Enrique que le abrazó, acariciando las ondas rojizas de su cabello.

–Ha estado genial, jamás te había visto así, pero de verdad, ha sido… increíble. Ha sido fantástico.

Enrique sonrió feliz y besó el hombro y el cuello de Damián, descendiendo después por su brazo mientras se acurrucaba. En contra de lo que esperaba, su novio se puso de pie. Tirando del brazo de Enrique le lanzó su ropa interior, cogiendo después las toallas.

–Ven, mi abuela tiene paciencia y no creo que venga a molestar, pero se muere porque te enseñe todo esto.

Damián le guio por el pasillo tras ponerse tan solo los bóxers, llevando bajo el brazo ropa y toallas, y le abrió la puerta del baño. Pequeño, alicatado en blanco y tan limpio que relucía por los cuatro costados. No había jabón ni champú en las estanterías de la amplia ducha por lo que Enrique dedujo que era un baño secundario, destinado a ser usado sólo por Damián. Su intuición se confirmó al ver que el chico se inclinaba y sacaba un jabón nuevo con aroma a lavanda del mueble de debajo del lavabo.

Ambos chicos se limpiaron entre risas, secándose el uno al otro con dulces besos y caricias. Al vestirse de nuevo Damián recorrió las marcas dejadas por sus dientes en el cuerpo de Enrique, besándole una vez más cada una de ellas antes de que el chico las cubriese con el jersey. Dándole la mano Damián le guio por la planta superior, enseñándole las diversas habitaciones. La de sus padres estaba vacía, y en la de su abuela quedó fascinado por una cómoda de roble macizo que, según Damián, estaba hecho de cero por su abuelo.

Al bajar al piso inferior vieron a la abuela del joven trasteando en la cocina, preparando lo que prometía ser una fantástica cena y una comida ligera. Con una sonrisa la anciana indicó a los jóvenes que siguiesen y que no se molestasen en entrar en la cocina. Damián llevó a su novio al salón, donde los muebles de estilo clásico armonizaban con los suelos de madera oscura y las cortinas translúcidas que cubrían lo que parecía ser un gran ventanal orientado al jardín.

Con una amplia sonrisa Damián descorrió una de las cortinas, revelando una puerta corredera de cristal. Reteniendo un momento la mano de Enrique besó tiernamente sus nudillos antes de precederle al jardín trasero. El chico sonrió y se hizo a un lado, el jardín trasero siempre había sido su parte preferida de la casa de su abuela si descontaba su propio dormitorio, y no quería perderse la cara que ponía Enrique al verlo.

Enrique contempló con curiosidad a su novio. Estaba ilusionado y se moría de ganas por enseñarle lo que quiera que fuese que había fuera. Cediendo a su deseo salió al exterior, quedándose quieto en el vano de la puerta. Sus ojos azules se abrieron de par en par al tiempo que su boca formaba una perfecta “o”. Damián sonrió con orgullo y rodeando sus hombros con el brazo besó la parte superior de su cabeza, inhalando el aroma de sus cabellos. Así enlazados ambos avanzaron, juntos y enamorados.

–Nota de ShatteredGlassW–

Gracias a todos por leer este sexto relato de la saga y el apoyo dado. Espero de corazón que os haya gustado y que sigáis apoyando esta serie.

Después de un hiato de más de un año siento que debo dar algunas explicaciones. Seré breve aquí y me explayaré más en los comentarios si aún quedan dudas o reproches. Durante el tiempo en que no he escrito o publicado mi salud no ha sido la mejor, ni a nivel mental ni físico. Además, diversos problemas personales complicaron mucho el que tuviese tiempo o inspiración para sentarme y escribir contenido erótico. Escribir es mi pasión, no mi trabajo, y por desgracia para escribir ficción erótica necesito cierta inspiración ya que no es fácil pensar en situaciones románticas cuando tu mente no está en condiciones. Poco a poco iré retomando esto y volveré al tiempo normal de publicación, aunque ruego algo de paciencia en este primer y segundo mes hasta que me aclimate de nuevo. Quiero reiterar mi agradecimiento a los lectores y a los que me han estado mandando mensajes, vuestro apoyo lo es todo.

Si queréis que escriba algo para vosotros podéis pedirlo a través de mi email, si la temática me gusta y dispongo de tiempo, os haré un relato personalizado. Si tenéis comentarios o sugerencias y queréis comunicaros de una forma más personal conmigo podéis hacerlo a través de mi correo electrónico: [email protected]

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