Empecé a trabajar en una pequeña cafetería, con muchos clientes y poco empleados. Uno de los empleados era el hijo del dueño, que ejercía como mesero jefe. Su nombre era Sebastián y tenía 19 años. Yo era mayor, pero me sentía intimidado y atraído por su cuerpo musculoso y su agresiva personalidad. Mi trabajo era lavar los platos, se supone que sería sencillo, pero como siempre nunca hago nada bien.
Los platos se me acumulaban, retrasando a la cocinera y a los meseros, enojando demasiado a Sebastián. Me insultaba cada vez que pasa por mi área de trabajo, llamándome gordo inútil. Me apresuraba de tres maneras, insultándome, tronándome los dedos o con una fuerte nalgada.
Todos aguantaban sus malos tratos por ser hijo del dueño, yo no sería la excepción. Bueno, si lo soy, porque disfrutaba lo que me hacía. Si no estuviera pegado al lavamanos hubieran notado mi erección, sin importar lo minúscula que sea.
Una noche me tocó ayudarlo acomodar la cafetería, subiendo las mesas y las sillas al segundo piso del edificio. Él lo hacía con tanta facilidad, mientras tanto a mí me costaba un gran esfuerzo físico hacerlo. Y él, en vez de ayudarme, me humillaba, llamándome marica.
Estaba bien caliente, necesitaba pajearme, calmar el hambre de mi culito con mis dedos. Cuando termine de subir las sillas me dirigí al baño sin saber que ahí estaba Sebastián, orinando, dejándome ver su hermosa verga. Lo tenía flácido y aun así era impotente, limpia, cabezona y muy fina.
—¿Te gusta lo que ves, putito? —me dijo, entre otras ricas vulgaridades más, mientras meneaba ese jugoso trozo de carne.
Marche hipnotizado, babeando por su verga, arrodillándome en espera de dos cosas: que me dé un golpe o una buena follada. Me dio lo segundo, esa noche y las siguientes, porque siempre me ofrecía ayudarlo, sabiendo que recibiría una suculenta recompensa.
Abusó de mí en cada rincón de la cafetería: Me cogió en el baño, con mi cabeza metida en el escusado, o frente al espejo, para que viera mi rostro extasiado de placer pidiendo más y más verga. Le di unos buenos sentones en el comedor, manchando el piso con mi corrida para después limpiarlo con mi propia lengua. En la cocina él me masturbaba hasta venirme sobre las sobras de comida. Yo le hacía lo mismo y después me comía los macarrones o las tortas con rica leche. También cubrió mi culo, mis huevos y mi verguita con chocolate. Disfrutó de mí con tanta devoción, lamiendo mi pobre intento de pito por primera vez.
Una vez invitó a un amigo igual de machote, y los dos me dieron bien duro encima de las mesas. Estaba desnudo y amarrado como un cerdo, con mi culito y mi boca a disposición de ellos. Follaban mi garganta y mi culo por cinco minutos y después se turnaban. Me llenaban de leche e iban a descansar, a tomar una cerveza o un bocadillo, sin desamarrarme o cambiarme de posición. Luego regresaban a usar mis agujeros, llenándome de lo que más me gusta: SEMEN.
Sin duda este es el mejor empleo que he tenido. ¿De lavaplatos? No. De puta.
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