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El jarrón. Amoríos y castigos de otro siglo
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El sol acababa de asomar por el horizonte y durante un minuto logró colar algún rayo entre las nubes justo antes de que estas ocupasen todo y empezase a llover. Una lluvia fina preludio de un día frío y desapacible. En un claro en el bosque, en medio de un jardín, al lado de las cuadras, la silueta de una mansión del siglo XIX se alzaba imponente.

Dentro se encontraba el amplio salón, la extensa cocina y las habitaciones, estancias para los dueños y cuartos para el servicio doméstico.

Maite, una cocinera regordeta de veinte años, fue la primera sirvienta en llegar al salón y descubrir el jarrón hecho añicos. No había nadie e intentó huir, pero al salir se cruzó con Margarita, joven delgada de piel pálida y cabello rubio.

– Hola, acabo de encontrar el jarrón roto e iba a por una escoba para barrer los trozos. – dijo atropelladamente la fugitiva con visibles signos de nerviosismo.

Margarita llegó al salón y se pronunció con preocupación.

– Esto traerá problemas.

Julia, pelo corto negro y rizado y mediana estatura y Ana, pelirroja de rostro agradable y cabello castaño llegaron después.

Las cuatro sirvientas hablaban en un susurro, sabedoras de que aquel incidente no pasaría desapercibido. Ana, osadamente, propuso deshacerse de la evidencia, mientras Maite estrujaba su cerebro buscando salidas.

Todas callaron cuando entró Federica, de cincuenta años, esposa del dueño.

– ¿Quién ha roto el jarrón? – preguntó con tono autoritario.

Nadie dijo nada.

– ¿Julia?

– No sé nada Doña Federica, cuando llegué ya estaban todas aquí.

– ¿Quién llegó primero?

– Yo… yo entré y vi el jarrón y fui a buscar una escoba. – intervino Maite con cierta ansiedad.

– ¿Y tú que dices Ana? ¿Cuéntame en qué consiste eso de deshacerse de los restos?

Ana se hizo la loca.

– Se equivoca señora, yo no…

La esposa del dueño abofeteó a la pelirroja cortando en seco la conversación.

– ¡Crees que soy estúpida! ¡Julia, ve en busca del chico del establo y del jardinero! Quiero que todo el servicio este presente y se aclare este incidente.

Jaime fue el primero en llegar, tenía puestas las botas de montar y dirigió una mirada a Margarita.

Las pálidas mejillas de Margarita se ruborizaron al recordar lo que había sucedido entre ambos la tarde anterior.

Julia llegó con Oscar, un chico joven y bien parecido, de delicadas manos, que desempeñaba el oficio de jardinero.

– Bien, esta es la primera y última oportunidad, o sale ahora el culpable, que naturalmente recibirá un castigo ejemplar o pagarán justos por pecadores.

Ana, con la mejilla colorada, se atrevió a hablar de nuevo.

– Doña Federica, creo que deberíamos disponer de tiempo para investigar. No es fácil que el responsable de la cara, sobre todo sabiendo que será castigado.

– Esta bien, tenéis hasta mañana a las 5. Si para entonces no hay respuesta todo el servicio probará la vara… y ese será solo el principio de la humillación.

Los sirvientes volvieron a sus quehaceres y el día trascurrió sin novedad.

****************

A las siete llegó Don Carlos, el marido de Doña Federica. Tras cenar, Federica le contó lo que había ocurrido con el jarrón.

– ¿Quién ha sido?

– Todavía no lo sabemos, mañana…

– ¿Mañana? Se puede saber qué clase de disciplina es esta… se rompe un jarrón, una pieza única y todo lo que ocurre es nada.

– Lo siento. – respondió Doña Federica mirando las manos de su marido.

– Eso no es suficiente, quizás cierta dama necesita un recordatorio.

– Carlos, yo…

– Inclínate sobre la cama y muéstrame el culo. – ordenó el varón mientras se arremangaba la camisa dejando a la vista sus velludos brazos.

La mujer tragó saliva, se dio la vuelta, levantó las faldas del vestido y desnudó su trasero.

Carlos contempló las pálidas nalgas de su mujer. Habían perdido algo de firmeza con los años, pero junto a la jugosa raja, todavía conservaban el suficiente atractivo como para causarle una erección.

– Mereces la vara. – continuó el caballero cogiendo en su mano el instrumento de castigo y agitándolo en el aire.

La mujer contrajo las nalgas anticipando lo que vendría después.

Antes de los golpes, su marido le sobó el pompis e introdujo dos dedos en la vagina haciendo que el cuerpo maduro de la víctima se estremeciese.

Las atenciones eróticas duraron poco y la vara mordió las posaderas de la mujer. Después de siete azotes, el culo, decorado con líneas rojas, escocía.

Carlos observó las marcas y sintió el deseo de poseerla. Después de todo amaba a su mujer, a su compañera.

Dejó la vara, se acercó a ella y poniéndola en pie la besó en el cuello.

Luego, cara a cara, le miró a los ojos y buscó sus labios.

Doña Federica devolvió el beso con pasión.

Carlos la llevó hacia la cama tumbándola boca arriba y se bajó los pantalones dejando su pene al aire. La penetró en posición de misionero.

Sus bocas se volvieron a encontrar durante las embestidas y el sonido de los jadeos se mezcló con el de la saliva.

***************

Ana, se había fijado en el intercambio de miradas y sospechaba, no, era más que una sospecha, era casi una certeza. Ana sabía que había algo entre esos dos.

También sabía que ese algo no tenía que ver con el jarrón, pero no importaba. Tenía que encontrar un culpable, una distracción. Si calentaban el trasero a esos dos, a lo mejor, se libraba.

Hasta el momento su plan iba bien, después de todo ella había propuesto investigar.

La verdad no saldría a la luz. Nadie sabría jamás que ella había roto el jarrón.

****************

Mientras tanto, corriendo un riesgo innecesario, Margarita visitó a Jaime en las cuadras. Estaba nerviosa, si había una investigación quizás averiguasen lo de ellos. No es que de por sí hubiese nada malo en hacer el amor, pero la envidia, a menudo, llevaba a la denuncia. El encargado de los caballos abrazó a su chica y luego se besaron con ansia.

Al menos, durante esos instantes, sus miedos desaparecieron.

– ¿Alguna vez te han pegado en el culo? – preguntó Margarita con el rostro lleno de rubor.

Jaime le acarició la mejilla.

Sí, hace varios años, trabajando para otros señores, le habían castigado. En aquella ocasión fue un látigo cayendo sobre su espalda. Era sospechoso de haber robado, algo que nunca se probó. Protestó, pero la protesta solo sirvió para aumentar el número de azotes. Estuvo varios días con la espalda dolorida y tuvieron que pasar meses para que su piel se recuperase por completo. Aunque no tuvo que exponer sus nalgas, el dolor, la rabia y las lágrimas convirtieron la situación en algo humillante.

– No. – respondió abandonando sus pensamientos.

La chica le miró comprendiendo que ocultaba algo pero no insistió.

– No te preocupes. Te protegeré… si llega el caso no serán tus bonitas nalgas de doncella las que tengan que sufrir.

Margarita comenzó a protestar pero Jaime ahogó sus palabras con un nuevo beso.

******************

Al día siguiente, al mediodía, la cocinera decidió ir a hablar con Doña Federica. Quería convencerla de que ella no tenía nada que ver con el asunto del jarrón y que sospechaba de Ana.

Llamó a la puerta y para su sorpresa fue Don Carlos el que abrió.

– Tú eres la cocinera ¿verdad? – dijo mirándole los pechos sin disimulo.

– Yo… sí señor. – respondió entrecortadamente.

Doña Federica se unió a la conversación.

– ¿Qué quieres? – espetó.

Maite bajó la mirada y guardó silencio.

– Habla muchacha… que no tenemos todo el día. – intervino el varón.

– Yo… yo no fui… fue, digo, creo que fue Ana… yo

– ¿Por qué crees que fue Ana? ¿Tienes pruebas?

– No, yo…

– ¡Basta!, creo que estás intentando sobornarnos… ¿crees que somos tontos? – intervino Don Carlos.

– Creo que esta doncella merece un castigo. – continuó el hombre notando como su pene crecía bajo los pantalones.

Doña Federica miró a Maite con deseo. El castigo corporal la encendía. Sí, zurrarían a esa gordita, pero antes la humillarían.

Miró a su marido, él también estaba excitado y la excitación era algo contagioso.

– ¡Desnúdate! – ordenó Doña Federica.

Maite quedó paralizada, su cerebro incapaz de traducir lo que oía.

– Vamos, ¿no has oído a tu señora? Si no te quitas la ropa ahora le contamos a todos tu confesión y les invitamos a que participen de esta función… ¿Quieres eso?

La doncella dudó un instante, se ruborizó violentamente y luego, no viendo forma alguna de salvar la situación, se desprendió de la ropa hasta quedarse en cueros.

Don Carlos observó el cuerpo desnudo. Por detrás, el culo generoso caía hasta unirse con los muslos arrugados por la celulitis. Nalgas pálidas divididas por una fina raja a medio definir. Por delante, las tetas eran las protagonistas, coronadas con oscuros pezones y más firmes de lo que uno podría aventurar. Más abajo el vello púbico, abundante y desordenado.

Doña Federica posó una mano en el trasero de la cocinera y la acarició. Maite se mordió el labio al notar el contacto. De alguna manera, esos ojos que se posaban en sus expuestas carnes la estaban calentando.

Don Carlos invitó a la sirvienta a que se inclinase sobre el sillón, apoyando la cabeza en el regazo de su mujer. Luego, sujetándola por detrás, comenzó a masajearle los pechos. Doña Federica se unió al juego pellizcando suavemente los pezones de la cocinera.

Maite comenzó a gemir.

El señor de la casa se puso de cuclillas y enterró el rostro en el pandero de la joven chupándole el ano con la lengua.

– ¡Vamos a zurrarla! – dijo la señora temblando con anticipación.

Maite se tumbó boca abajo sobre el sillón. Sobre ella, sentada a horcajadas, Federica.

Carlos tomo la vara y con un golpe certero, cruzo de lado a lado el voluminoso culete.

– ¿Cuántos golpes me va a dar el señor? – dijo la castigada recuperando la respiración.

– Muchos y alguno más por impertinente.

– Gracias señor.

Terminado el correctivo Don Carlos se bajó los pantalones y sacó su miembro.

Maite comenzó a chupárselo.

Terminada la felación, se tumbó sobre el respaldo del sillón ofreciendo su vagina y su otro agujerito.

********

A las 5 de la tarde, ante una audiencia expectante, Ana se adelantó y tomo la palabra.

– Margarita y Jaime se acuestan juntos. Antes de ayer estuvieron haciendo de las suyas y no me extrañaría que uno de los dos empujase el jarrón.

– Margarita no tiene nada que ver. – intervino el responsable de los establos con vehemencia.

– Jaime, no es necesario todo esto, eres inocente, no hay pruebas – se quejó implorando la aludida

– Ya basta. Jaime ha confesado y recibirá treinta azotes con la vara en el culo. ¡Desnúdate! Esta afrenta merece la mayor de las humillaciones. No hay espacio para la dignidad.

– Pero… no se sabe si es culpable. – adujo Julia rascándose el pelo rizado.

– ¿Tú también quieres probar la vara? – la cortó Doña Federica.

– Jaime… es inocente… – intervino Margarita de nuevo viendo con angustia que aquello seguía adelante.

Jaime, temiendo que su chica pagase el atrevimiento intervino.

– Gracias Margarita… y gracias a ti también Julia. Sois muy valientes… pero este tema no tiene salida… lo único que conseguiremos será más castigos.

Luego dirigiendo la mirada hacia Ana añadió con frialdad.

– Ya habrá tiempo de esclarecer todo esto.

El cuidador de caballos se desnudó por completo y siguiendo las indicaciones de Doña Federica, separó las piernas y se inclinó ligeramente sacando su culo peludo. El pene, a medio crecer, colgaba inclinado ligeramente hacia la derecha.

La señora, armada con una vara, se colocó detrás del infortunado varón, cogió carrerilla y descargó el primer golpe de manera contundente dejando una marca roja.

– ¿Escuece, verdad? pues esto solo es el principio. – dijo mientras la vara impactaba por segunda vez contra las indefensas nalgas haciéndolas temblar.

Jaime aguantaba con entereza. Doña Federica se estaba empleando a fondo e intercalaba comentarios humillantes entre azote y azote. Su marido la había azotado por ser blanda y eso no volvería a pasar. Aquel hombre, inocente o culpable, tenía que pagar.

Probablemente Ana ocultaba algo y por ese último comentario, esa amenaza, pronto recibiría su merecido. Una vez, de joven, había participado en algo así, no hay nada más impactante que cuando un grupo de gente se pone de acuerdo para castigar a un traidor. Ana era mala hierba y se lo merecía, o al menos ese sería el pensamiento de la joven Federica. Entonces la justicia tenía sentido. Ahora, años después, todo lo que importaba era disfrutar y no estar en el lado equivocado. El mundo no es justo, nunca lo había sido. Quizás Jaime no merecía estar ahí, pero estaba y a buen seguro, en su fuero interno, incluso las doncellas que contemplaban con temor el castigo, no eran inmunes al espectáculo sexual. Esa noche seguro que más de una se correría pensando en Jaime mientras frotaban sin descanso su sexo, arqueaban sus espaldas y gemían y jadeaban como animales salvajes.

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