Nueve parejas jóvenes formábamos el grupo, que se reunía en nuestra parroquia semanalmente, bajo la dirección y coordinación de otro matrimonio, mayor, que tenía unos diez años más que nosotros y oficiaban de directores: Sara y Guillermo. Eran gente hecha, que vivían en un hermoso departamento cercano a nuestra parroquia, al lado de un caserón enorme y sombrío, en el que vivía el padre de ella, hombre ya en la senectud, postrado y perdido, inconsciente. Era una pareja singular, en la que era evidente la preeminencia de ella, no tenían hijos, y hacían una vida tranquila y armoniosa.
Los matrimonios que nos reuníamos con ellos, éramos jovencitos, teníamos entre veintidós y veintiséis años, y pertenecíamos a un grupo social medianamente homogéneo, aunque no éramos propiamente amigos, entre todos. Los más amigos, éramos los matrimonios de nosotras tres: Raquel, Claudia y María, y especialmente nosotras, que realmente éramos muy unidas y confidentes y nos reuníamos independientemente del grupo, con mucha mayor frecuencia. Teníamos mucho en común, todas teníamos hijos chiquitos, nuestros maridos congeniaban y había intereses compartidos.
La vida se desarrollaba serenamente, sin que nada pareciera alterar la armonía y felicidad de todos. En un determinado momento, Sara comenzó a hacer apartes con Raquel, y tuvieron varias reuniones, que a nadie llamaron la atención, como tampoco las visitas de Raquel a la casa de nuestros directores; Una tarde, Raquel nos informó que se iba a un retiro espiritual de lunes a viernes, sin invitar a nadie a acompañarla. No nos llamó la atención demasiado, ni extrañamos su presencia. Ese viernes, sabiendo que volvía, organizamos una reunión de los tres matrimonios, que se hizo en casa de Claudia.
Raquel llegó con su marido y sus hijos, como a las 9:30 h, y se armó serenamente una reunión de las tantas que teníamos, los varones por un lado y las mujeres por otro; mi marido y el de Raquel charlaban con una cerveza de por medio y Juan, el de Claudia, entretenía los chicos. Ahí nomás las mujeres, comenzamos a interrogar a Raquel acerca de su retiro, que al principio respondió con generalidades, y tardecito, dando por sentado que había sido una experiencia sin mucho que contar. Tras un rato, Claudia y su marido anunciaron su partida, para luego irse con sus hijos; Juan, su marido de Claudia, adujo haber tenido una tarde tremenda, y estar muy cansado. Quedamos solas con Raquel volviendo sobre el tema de sus ejercicios, y ella comenzó a entrar en detalles, de a poco, revelando lo que había ocurrido con sus días de retiro y de qué se había tratado. Me pidió reserva absoluta y comenzó a relatarme.
Sara le había comentado de la existencia de una organización, a la que ella pertenecía. Estaba fundada en bases firmes e incuestionables, que eran fundamento y pilares de su existencia; era exclusiva, y nadie que no hubiera sido admitido formalmente en ella, podía participar; para ser admitido, había que pasar una iniciación, que a veces llevaba varios días. La regla fundamental, era el orden y la obediencia, además del silencio más absoluto, que se expresaba en el secreto. Después de la presentación, la había invitado a integrar ese grupo selecto, la sociedad cerrada y secreta, basada en la obediencia, de la que no debería hablar con nadie que no perteneciera, y ella había aceptado, sin medir demasiadamente de qué se trataba y dando por supuesto que sería una organización católica. En realidad, su retiro de cinco días, había sido su iniciación, bajo la égida de Sara, que era una especie de autoridad en la sociedad, encargada de la gestión y control. Por ese entonces Raquel tenía veinticuatro años, dos hijitos, el menor de poco más de año y medio y un marido con el que se llevaban muy bien y eran felices. Era rubia, lacia, de ojos claros, y muy bonita de cara, además de lucir una figura armónica, con poco más de un metro sesenta de altura. Vivía una vida acomodada y serena.
Sara la citó en la Casa del padre de ella, de donde Raquel no salió en los cinco días siguientes. Era una vieja casona sobre la calle Obispo Oro, cuyos fondos salían por la paralela San Lorenzo, donde ahora funcionaba una playa de estacionamiento. Ya al recibirla, Sara ostentaba una actitud distinta, autoritaria y altanera, vestía un traje saco oscuro y blandía en su mano una fusta muy flexible. La acompañó a un salón donde había tres señores sentados alrededor de una mesa, todos ellos con antifaz, cosa que llamó la atención de Raquel. Acto seguido comenzaron a interrogarla, sin invitarla a sentarse, un largo interrogatorio que comenzó por asegurar su disposición a mantener secreto y a obedecer, como en los más serios conventos, las órdenes más rigurosas, y asegurada esa condición, sin duda alguna, de parte de Raquel, entraron en otros temas, incurriendo en temas más personales que derivaron rápidamente a cuestiones, que de no haber mediado toda la situación, la hubieran escandalizado.
Allí Raquel expresó su voluntad de ingresar, su disposición a respetar las reglas y explicó que se había casado virgen, que no había tenido experiencias demasiado íntimas, ni con su novio, ni con su marido. Aclaró reiterativamente que no había practicado nunca sexo anal, tampoco sexo oral, que había sido siempre fiel a su marido y rígidamente moralista en su comportamiento; no sabía cómo podía ser una orgía. Insistieron mucho los señores en su cuestionario, que llevó como dos horas, volviendo a preguntar lo mismo, una y otra vez, para que por fin, el que parecía presidir la reunión, ordenó a Sara que siguieran adelante, dando por terminada esa etapa.
Sin demasiadas explicaciones, Sara la hizo pasar a una habitación interior, grande, muy decorada, que tenía una gran cama matrimonial, y un juego de living integrado por varios sillones, y la invitó a cambiarse y ponerse cómoda, ofreciéndole una suerte de guardapolvos abotonado al frente. Mientras Raquel se cambiaba, en forma seca y concreta le indicó, que se esperaba de ella que no dijera que no a nada de lo que se le propusiera, y sin decir más, alzó su ropa y se marchó, cerrando la puerta, que no tenía picaporte del lado de adentro.
Perpleja, Raquel se sentó en la cama a pensar, tratando de entender de qué se trataba esto y en eso estaba cuando se abrió la puerta y entró Sara, acompañada de un hombre, que la miró con interés, tenía puesto un antifaz; no pudo determinar si era uno de los tres que la habían recibido. Sara hizo una seña al hombre para que se sentara cómodamente en un sillón y dirigiéndose a Raquel, le ordenó que lo saludara, cosa que ella hizo tendiéndole la mano. Luego, dirigiéndose al hombre le señaló que Raquel era la nueva aspirante, y Sara le dio orden de que se desnudara. Raquel dudó, indecisa de ponerse en cueros ante un desconocido, ante lo que Sara se arrimó y comenzó a desprenderle los botones de su bata, que abrió, mientras le recordaba que tenía que obedecer y no podía decir que no a nada. Entonces advirtió que aún tenía corpiño y bombacha, bajo la bata, y le recriminó formalmente:
-¿No te dije que te desnudaras? Vamos, sácate la bata y desnúdate. Raquel bajó la vista pero no obedeció, aunque amagó sacarse la bata. Entonces silbó la fusta, que dejó una raya colorada en el vientre de Raquel, que se dobló en dos. Antes de recibir otro fustazo, que amagaba descargarse, se quitó la bata que Sara tomó en sus manos, y le ordenó:
-El resto, vamos-. Raquel dudó nuevamente pero pronto se quitó el corpiño y la bombacha, quedando totalmente desnuda, torciéndose para taparse, sin resultados, mientras el visitante la miraba impertérrito. Sara habló nuevamente, dirigiéndose a él:
-¿Qué le parece? ¿Podrá integrarse?
-Creo que tiene que aprender. No parece bien dispuesta, pero es linda. Tiene que aprender obediencia y disposición-. Sara le acarició la perilla con la fusta, y le levantó la cara a Raquel, que no se animaba a mirar al hombre:
-Las manos a la espalda, derecha-, le ordenó y Raquel, siempre indecisa le obedeció. Entonces habló el hombre:
-Enderécela- le dijo y Sara, sin mediar palabra, le asestó un fustazo en uno de los pezones, que le arrancó un grito de dolor. Tenía una gran habilidad con la fusta, que manejaba con una precisión y eficiencia destacables.
-Derecha-, insistió Sara, y luego agregó: -Lo dejo con ella, doctor, vengo en un rato para que me de su evaluación-. Y tomando las ropas de Raquel, salió de la habitación. Raquel temblaba de miedo.
-Vení chiquita-, le dijo el hombre, invitándola a arrimarse, -vení, chupámela-. Raquel no conseguía ubicarse, ni podía creer lo que oía. Lo que ocurría, no le parecía propio de un grupo de formación y no estaba dispuesta a más. Suficiente era que a hubieran obligado a desnudarse, cosa a la que había accedido más por sorpresa que por consentimiento, pero que el hombre le pidiera una felación, superaba todas sus previsiones, mucho más por la brutalidad con que se lo requería. Nunca había hecho una felación o como se llame la chupada de pija, y jamás había tenido prácticas contra natura, ni había engañado a su marido. Tampoco ahora se lo había propuesto, ni quería hacerlo. No se movió, ni lo satisfizo, ni lo miró. Contrariado, el visitante estiró la mano y tocó algo en la mesa, y de inmediato se abrió la puerta y entró Sara nuevamente. Le bastó una mirada rápida para comprender cabalmente la situación.
La fusta comenzó su tarea con dolorosa precisión: primero dio en la base de los pechos y cuando Raquel se cubrió, cruzó la parte superior. Las tetitas de Raquel, brincaban al ritmo de la fusta y sus lágrimas de dolor cubrían el rostro de la novicia:
-Obedece, chiquita ¿No has entendido que tienes vedado negarte a nada y menos desobedecer? – Raquel no se movió, estaba paralizada, y la fusta volvió a silbar, dejando una raya colorada en su vientre. Bajó sus manos para cubrir la herida y la fusta cayó furiosa sobre sus tetas, que volvieron a bailar al ritmo de los azotes. Cayó de rodillas frente al hombre, que ya había sacado su pija parada, y con gran esfuerzo arrimó su cara, dejando la boca a pocos centímetros. Sara le pasó la fusta por la espalda y le preguntó con insidia:
-¿Te ayudo?- Raquel comprendió de inmediato que la ayuda sería otro fustazo, y aterrorizada apoyó los labios en la cabeza.
-Adentro, te han dicho que la chupes, no que la beses-, agregó la mujer, al tiempo que tocaba su espalda con la fusta. Raquel entendió, se apresuró, abrió sus labios, y recibió por primera vez una pija en su casta boca. Aplicó sus labios inocentes a chuparla, con torpeza, pero tratando de evitar el castigo. Sara agregó, para su disgusto:
-Cuidado hijita, él te va a acabar en la boca, que no se te pierda. Te tomas todo y lo tragas y luego le agradeces-. Raquel sufrió un escalofrío. No se creía capaz de recibir en la boca una eyaculación, se moría de asco; y mucho menos tragarla. Se sintió desesperada. Pero no quería fustazos y Sara no se movía de su lado, de modo que se empeñó en su labor, y cuando vino la eyaculación, la recibió cuidadosamente en su boca, asegurándose de no perder ni una gota, y tragó todo lo que recibió. Sacó la pija babosa de su boca y sin levantar la vista dijo: -gracias-. Sara manifestó su alegría. Raquel había hecho la primera felación de su vida obedeciendo sumisa.
El hombre no se fue, entraron otros dos, con un curioso atuendo: vestían camisa y jacquet, pero no tenían ningún atuendo de la cintura para abajo, y lucían un antifaz. Raquel advirtió que el primer visitante también estaba desnudo de la cintura para abajo; no reconoció a ninguno de ellos. El más joven, se dirigió a Sara y le dijo:
-A ver; ya sabe lo que me gusta-. Se notaba que Sara lo conocía y que sus gustos eran especiales; entendió de inmediato, tomó a Raquel de las muñecas y la puso de espaldas a los hombres, obligándola a agacharse, exhibiéndose, sus ojos estaban llenos de lágrimas. El joven estiró su mano, y tocó el ojete del culo, que estaba completamente fruncido:
-Yo lo quiero estrenar-, dijo el visitante, y sin preparativo alguno le enterró un dedo profundamente. Raquel se removió tratando de quitarse, y por más que se frunció, no pudo evitar la penetración y un profundo quejido. Luego el visitante agregó:
-Se frunce y se niega. ¿Por qué no la aflojamos un poquito con la fusta? La ayudemos. A mi me gustaría darle unos azotes y seguro que mi colega quiere participar-. Realmente, la trataba como un objeto, sin consideración alguna. De alguna parte apareció una soga de seda, con la que Sara ató las manos de Raquel, al armazón de los pies de la cama, y dirigiéndose al que quería bautizarle el culo, le extendió la fusta. La recibió con gusto y la hizo silbar en el aire un par de veces. Luego le preguntó:
-¿Estás casada?- Raquel no respondió y recibió el primer latigazo en la cola.
-Si, si- respondió presurosa.
-¿Sos virgen del culo?, preguntó nuevamente el visitante.
-Si, si
-Ya le pondremos remedio-. Agregó serenamente y luego:
-¿Querés que te rompa el culo?
-No, por favor no-, rogó Raquel y provocó una tanda de latigazos:
-¿No sabes acaso que no puedes decir que no a nada? Responde, vamos
-Si, si-, respondió vencida.
-¿Si, qué?-, insistió el hombre
-Si, quiero que me rompa el culo-. Fue un disparador, le aplastó la cintura, y le zampó la verga sin consideración, sin lubricarla, sin nada, desgarrándola; un acto violento y feroz, tan desconsiderado como el resto de sus actitudes. De un solo golpe, fue una penetración profunda y dolorosa. Raquel lanzó un alarido y se movió tratando de zafarse, pero estaba atada y en posición, era imposible que eludiera esa pija poderosa. No dejó de gritar y quejarse hasta que él acabó en la profundidad de su vientre, y se salió de ella. Quedó lastimada y sangrante. Le revisaron el culo sin cuidado, riéndose de lo ocurrido y su resultado. Uno de los presentes comentó:
-Este muchacho… si no es por atrás, no le gusta-. El que le había roto el culo agregó:
-Está muy estrecha. Va a haber que estirárselo, para que no se lastime.
El otro hombre la soltó de sus ataduras y la echó en la cama, para colocarla boca arriba y metérsela en posición misionero, hasta acabar copiosamente en su interior. Allí la dejaron, para que Sara la llevara a lavarse y la trajera nuevamente. Se habían sentado a tomar un trago mientras Raquel ya de vuelta, lavada, permanecía parada, a disposición de quien la requiriera. Entraron otros dos señores, mayores, uno de ellos al verla exclamó:
-¡Qué belleza! ¿Ya está lista?-, Sara le dijo que si. El se despatarró en un sillón, y Raquel entendió que se la tenía que chupar, antes que la fusta se lo explicara. Allí fue y se metió en la boca, una pija medio blanda, que demoró mucho rato en vaciarse entre sus labios; ya había entendido y tragó toda la volcada, sin perder el asco que le revolvía las tripas.
Ese primer día la usaron repetidamente los señores que la visitaron, no se privaron de nada. No fueron muy brutales, a pesar de no haberse privado del placer de azotarla, salvo el más joven, el que le rompió el culo, que no solo la culeó otras veces, sino que cuando la veía desocupada, se entretenía en arrearle unos fustazos, por el mero placer de castigarla. Raquel intentaba saber quiénes eran, pero no podía identificarlos, no atinaba.
Al segundo día, ya estaba ordenada: sabía cuál era su rol y qué tenía que hacer. Sara casi no se hizo presente, y la fusta quedó sobre una mesita, para que la usara el que así lo deseara. Desde temprano tuvo visitas, que requirieron su disposición, algunos completaron su satisfacción con el empleo de la fusta, a la que se fue habituando. Ignoraba la cantidad de hombres que había recibido, pero con seguridad eran más de diez, cada día y la habían usado más de una vez, cada uno de ellos. No siempre eran los mismos. El único que volvió diariamente, fue el joven que había empleado su grupa por primera vez, quien siguió requiriéndola, mantuvo un toque de crueldad en su comportamiento. Raquel creía ver en el algo conocido, pero no podía identificarlo. Lo real, fue que al cabo de los cinco días había comenzado a gozar, y esperaba sus visitantes con cierto anhelo; nunca faltaba quien se la hiciera chupar, quien la cogiera o se la diera por el culito, que se había hecho amplio y complaciente. La tarde del viernes en que terminaba su retiro, la visitó el joven, nuevamente, y le echó tres polvos en el culito; no la dejó hasta media hora antes de que ella se fuera. Apenas se retiró, entró Sara con su ropa y le dijo:
-Vístete, tu marido está viniendo a buscarte. Se van a una reunión para festejar tu vuelta.
Le dio pena pensar que se iba, pero se vistió y esperó su marido, que la buscó con los chicos, para venir a la reunión que le habíamos preparado:
-Y aquí estoy, ¿qué te parece?-, me preguntó a mi, que escuchaba atónita. -¡No se te ocurra decir una palabra a nadie, de lo que te he dicho. Me despellejarán con la fusta si se llegan a enterar!
Una tarde, días después, me visitó en casa, para descargar sus confidencias, que no podía hablar con nadie. Desde su salida del retiro, vestía con mayor recato, casi como una mojigata, como una monja laica: pollera larga bajo la rodilla, zapatos sin taco y una camisa mangas largas, cerrada hasta el cuello. Había tomado esa decisión, porque no quería que se trasluciera de ninguna forma su emputecimiento, su disponibilidad para que cualquier macho usara de ella, como estaba enseñada ahora; su mensaje era de estrechez, no de liberalidad. Visitaba la Casa una vez por semana, si no la requerían más, y permanecía allí durante toda la tarde, donde servía a todos los que la requirieran, sin negarse a nada, y a veces lo hacía en dos ocasiones, si Sara la llamaba. Cuando la llevaba o la buscaba su marido, salía con apuntes o libros de formación, que le habían dado para que leyera, según decía, pero rebosante de semen y satisfecha a más no poder. Era libre de no volver, pero estaba tan compenetrada con el grupo al que se había integrado, que solamente pensaba en cumplir las consignas. Fue entonces, que me contó que Sara le había pedido que buscara otra aspirante, alguien nueva, lo que más que un pedido era una orden. Lo había hecho diciéndole o sugiriéndole mi nombre y el de Claudia. Luego Raquel se detuvo en explicaciones:
No quiero llevarte a vos, quiero llevarla a Claudia, me dijo; te diré por qué. Así me lo propuse cuando volví a la Casa por primera vez, después de mi iniciación; ese día, apenas entré, recibí un violentísimo castigo por haber sido indiscreta. No sé cuántos fustazos me dieron, pero te aseguro que quedé maltrecha y lo más grave, lo que me dio la impresión de mayor importancia, es que ese día no me uso ningún señor, solamente hubo latigazos para mi y nada de sexo. Pero ¿Qué había hecho o dicho? Había hablado contigo, pero por lo que fui oyendo, me di cuenta que no habías sido quien había hablado ¿Quién entonces? No lo vas a creer, había sido Juan, nuestro amigo, el marido de Claudia, el tierno padre que vive jugando inocentemente con sus hijos, el padre ejemplar y marido modelo, el católico militante; él es miembro activo de esa hermandad, él fue el que dijo, que ese día, cuando salí de la Casa y me topé con él en la reunión, lo reconocí y le hice indiscretas sugerencias. Nada más falso, porque me lo pasé contándote mi experiencia, pero se me hizo la luz. De pronto vi todo claro y até cabos, mi más cruel violador, el joven que me rompió el culo dolorosamente, el que no se privó de usarme brutalmente, sin atisbo de cordialidad o afecto y se cansó de darme con la fusta, por el solo placer de castigarme, era Juan. Ahora lo reconocía, y lo padecía más, cuando prendido a mi espalda me la daba por atrás, tirando de mi cola de caballo, sin poder decirle una palabra ni dejar traslucir que lo reconocía, bloqueada por mi voto de silencio y obediencia.
El último día de mi iniciación me culeó tres veces, antes de dejarme salir, por eso decía en la reunión que estaba cansado y por eso se fueron temprano; estaba cansado de tanto culearme. El desgraciado me acusó de haberle hecho sugerencias por haberlo reconocido, y allí en la Casa no hay discusión, en caso de duda, sanción. Cuando recibí mi castigo tomé la decisión de cobrarme revancha: yo iba a aportar su casta mujercita, para que la emputecieran como a mi, con la esperanza de que la agarre un cruel amante, como él había sido y lo era, y pasara por mis mismas experiencias.
Él la quiere, y sé que no le gustaría saberla abierta a quien la quiera usar, sin protestas ni negativas. No era una tarea fácil, porque estaba atento, y si me veía conversando con ella, podía sospechar que yo la quería traer al rebaño, y reaccionar, pero era una decisión tomada. Lo encuentro en misa y en nuestras reuniones, y me ha tocado ir a comulgar con él a mi lado, pero por mucho que lo trate, jamás he dejado traslucir mi condición, ni que se que es él mi cruel culeador; ni siquiera un reconocimiento de que la que él usa en la Casa, soy yo. Casi que ni me mira cuando lo encuentro fuera de la casa, pero yo siento aún el ardor en mi culo, las marcas de los latigazos y el sabor de su semen en la boca; del mismo modo, cuando nos reunimos, parece el más caballero y recatado de los amigos, nadie diría lo grosero y desconsiderado que es cuando estamos en la Casa y cómo me usa. Allí se pone cruel, violento, y si bien no puedo negar que disfruto cuando me culea, lo cierto es que me siento atropellada y sometida.
Raquel se había convertido en una mujercita astuta, que no solamente simulaba su condición, sino que además parecía tener una intimidad especial con nosotras, dedicando cada momento que podía a Claudia, cuya curiosidad provocaba cuanto podía, haciéndose la remilgada. Aprovechó la inquietud y curiosidad que nos provocaba su retiro en el cual se inició, y alimentando sutilmente el interés de Claudia, terminó por lograr su interés manifiesto y que Sara las invitara una tarde a tomar el té.
Allí, con su habitual cuidado y discreción, le hizo saber la curiosidad de nuestra amiga por el Grupo al que ella se había incorporado, al tiempo que le expresó que ella no podía decir palabra por la consigna de secreto o privacidad; pero que consideraba un deber, hacerle saber a Sara, que su amiga era digna de la mejor atención, por ser una mujer casada, madre de dos hijos, católica y que, como ella, no había tenido otro novio que su actual marido. Sara, astuta, se hizo la remolona, diciendo que era un grupo cerrado, muy selecto, secreto, espiritual, y concluyó por decirle que propondría su nombre, cosa que Claudia agradeció muy especialmente, manifestando su interés.
Cuando Juan se enteró que su mujer se iba de ejercicios por invitación de Sara, creyó volverse loco: se opuso, se lo prohibió, y llegó a enfrentarse con Sara, pero con mucho ésta lo superaba en astucia e inteligencia, además de conocerse del Grupo, donde Juan era asiduo. No podía decir nada por el silencio impuesto por el Grupo, que le aterraba que su amada mujercita, esta delicada preciosura, cayera en manos del látigo y de esos hombres impiadosos. Sara lo tranquilizó, diciéndole que el retiro de Claudia no tenía nada que ver con el Grupo, no se trataba de una iniciación, según le aseguró, sino de ejercicios espirituales que no se hacían en la Casa, sino en un convento que podía ser en Calmayo, en San Antonio o en otra parte, bajo la vigilancia de las monjitas y la dirección de un sacerdote. Claudia sabía la versión que debía dar, y la aceptó silenciosamente desde el primer momento, dispuesta a mentir a su marido y tenerlo engañado.
Pero Juan no estaba tranquilo, desconfiaba y recelaba, mientras descargaba su ansiedad todas las tardes en la Casa, con una crueldad innecesaria, que padecía calladamente Raquel. Visitaba la Casa buscando hallar indicios de la presencia de su mujer allá, pero nunca recibió ninguno, ni encontró nada, a pesar de haber pasado tardes enteras separado de ella por una pared, tras la cual su dulce esposa se pasó chupando pijas y recibiendo de todas las formas posibles a los machos del Grupo, en medio de azotes y crueldades. Pero a diferencia de Raquel, Claudia se mostró sumisa y dispuesta desde el primer momento, y jamás puso inconvenientes a satisfacer todos los requerimientos que se le hicieran, es más, también se había casado virgen, y tampoco conocía de felaciones y sexo anal, o de infidelidades, pero se mostró dispuesta a aprender desde el primer momento, abierta y colaborativa, decidida a dar a los machos que la requerían todo lo que estuviera en ella, y a su marido, la versión que fuera necesaria, por alejada que estuviera de la verdad mientras le aseguraba conservar su status y su familia, mientras seguía en la vorágine de sexo que había descubierto. Era una tramposa descarada. Sara estaba encantada.
Cuando volvió de su retiro, nos reunimos en casa con maridos e hijos, como habíamos hecho con Raquel; Claudia estaba serena, no tenía rastro ninguno de los numerosos polvos que le habían echado, y parecía rodeada de un halo de espiritualidad, fruto de su retiro. Nadie diría de dónde venía, lo que había hecho y había vivido y que hasta un rato antes había estado con otros hombres, que no eran su marido, y traía el estómago lleno de leche de macho. Juan, que se había pasado la tarde culeando a Raquel, en la habitación del lado de su mujer, se quejaba de agotamiento por el esfuerzo que había realizado, aunque sin mencionar su verdadero origen. Raquel, por su parte, no dejaba traslucir ninguna emoción, ni nada que permitiera conocer su actual condición, que había terminado por asumir y aceptar.
El Grupo aseguraba algunas cuestiones como la identidad de quienes visitaban a alguna de las integrantes, asegurándose que no las conocieran y que no se aficionaran a ellas en demasía. Había que asegurar la privacidad de las señoras y de los señores, y cuidar de eventuales enamoramientos o afición exagerada de algún miembro con alguna discípula.
Muchos hombres venían, pero Sara no permitía entrecruzamientos, ni situaciones engorrosas, ejerciendo un control minucioso.
Se diría que estaba estructurado de modo que ninguna de las discípulas tuviera un incidente fuera de la casa. Juan había sido un caso anómalo, en el que Sara había permitido que participara y usara a Raquel, sabiendo que eran amigos y compartían vida social; con el tiempo, Sara comprendió su error y decidió cortar este vínculo nuevo, que la sodomía había desarrollado y profundizado entre ambos jóvenes, y Juan ya no encontró a Raquel en la Casa, pese a sus pedidos y reclamos, que Sara no satisfizo más. Juan se volvió loco.
Para ese entonces, su mujer era una activa servidora del Grupo, cosa que sospechaba, pero no tenía cómo asegurar, mientras que él deliraba por volver a usar de Raquel, que en su versión externa no le permitía ni acercarse, sugerirse, y menos concretar sus intenciones. Intentó varios avances, a los que ella opuso un cerrado:
-No te desubiques.
Experimentó claramente lo que era la reserva y la obediencia, que le cerraron las puertas de acceso a Raquel para siempre. Visitó a Sara y le propuso llevar a su mujer al Grupo en compensación por el uso de Raquel, sugiriendo que conocía su pertenencia, pero tanto Sara, como el resto, opusieron un cerrado silencio y un secreto inexpugnable: No aceptaron oferta alguna ni reclamo de ninguna especie. Además, que Juan no tenía nada que ofrecer, porque Claudia se había integrado hacía tiempo y al decir de algunos miembros, cogía como los dioses.
Pero la irregularidad tenía consecuencias y la dirección decidió que, tanto Juan como Sara, debían ser pasibles de la punición y la limpieza, por el látigo. Ambos se sometieron calladamente, sabedores de su irregularidad y deseosos de no ser excluidos del Grupo, y se produjo la aplicación de la sanción que, por imperio de la solidaridad de géneros, se vio parcialmente atemperada. Los fustazos a Sara, decidieron que se los aplicara Raquel, que fue benévola y los dio sin el rigor esperado; la solidaridad femenina jugaba su rol y Sara lo agradeció. Juan, recibiría la sanción de parte de uno de los otros socios y por mediación de Sara, se decidió que participara Raquel.
La benevolencia que tuvo ésta con Sara, fue paralela a la del socio con Juan, a quien cruzó unos pocos golpes, no muy fuertes, por la espalda. Raquel lo pidió desnudo, inmovilizado y boca arriba; cuando así estaba tomó esa pija que le había roto el culo y la había violentado tantas veces y la había hecho gozar, y le corrió el prepucio, dejando la cabeza al aire. Cuando la tuvo así, descargó toda su furia sobre la desnuda cabeza y sobre los huevos de Juan, esos que se habían vaciado tantas veces en su interior, sin piedad con su dueño que se retorció impotente, sin poder evitar el castigo. No se detuvo hasta que Sara le tomó la muñeca, y le dijo cariñosamente:
-Basta, preciosa, lo vas a matar o lo vas a dejar estéril-. Fue la última relación de Juan y Raquel en el ámbito del Grupo y la Casa.
Raquel se había hecho mi confidente; muchas cosas le ocurrían sin que ella dejara que se manifiesten. Un domingo, a la salida de misa de once, mientras los maridos organizaban un asado y una juntada, hizo un aparte discreto y me contó:
-¿Ves ese señor a mis espaldas de traje azul? ¿El que está con una señora y dos hijas jóvenes? Se ha pasado la misa mirándome.
-¿Y?- repuse yo, como si no me importara.
-El domingo pasado fue lo mismo. Y sabés, cuando fui a la Casa esta semana, me había pedido en exclusiva, lo tuve que atender. ¡Qué bestia! Se hizo chupar la pija tres veces, y me llenó la boca de leche, que por supuesto me tomé todita; después, me dio de todas las formas posibles, dos veces por el culito y terminó cogiéndome. No te das una idea lo que es, parece incansable-. Mientras tanto, ella se ocupaba de sus chiquitos y no daba indicio alguno de saber que él la miraba, ni que ella lo había advertido, ni de quién se trataba; había tomado la costumbre de contarme sus situaciones como esa, haciéndome participar de ellas, de algún modo. Me pareció una experiencia emocionante y, un tanto alterada por la situación, la miré llena de interrogantes, que ella interpretó:
-¿Qué si lo gocé? Por supuesto, más que lo que crees. Me lo llevaría ahora mismo a la Casa, a que me atienda y satisfaga-, me dijo con una sonrisa inocente y sin dejar de atender sus niños, y sin alterarse para nada, a diferencia de mi que estaba alterada.
Sara salió de misa con su marido, y se arrimaron a conversar con nosotras. Raquel, me echó una mirada expectante, yo, no sé por qué impulso del momento, le dije a Sara:
-Te voy a visitar una tarde de estas ¿puede ser?
-Yo te acompaño-, agregó Raquel.