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El dolor de una viuda
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Doña Elsa hacía esfuerzos para recordar el tiempo que tendría su humedal sin recibir el afluente que rociaba su reseca y desolada cuenca.  La presencia de Alberto, el apuesto y joven doctor que examinaba su vientre, había despertado el durmiente deseo que otrora le había acompañado en su juvenil y sombrío pasado. Desde la muerte de su esposo, se encerró herméticamente en un armario de cedro macizo, infranqueable e inviolable por todas las cosas mundanas que le rodeaban. Habían pasado veinte largos años desde la trágica e inesperada partida de su compañero de vida.

Con sus cuarenta años, dedicados casi exclusivamente al sufrimiento, la temerosa dama, tendida sobre aquella camilla fría e inanimada, trataba afanosamente de desviar sus pensamientos de aquella sedosa mano que la auscultaba con absoluta devoción profesional.

A pesar de sus años y de los golpes recibidos por la vida, se conservaba excelentemente bien. Cuando caminaba, no era ajena a las miradas furtivas que traspasaban sus vestimentas negras al trasladarse día tras día a su trabajo. De tanto subir escaleras y de mucho trajinar por los salones de la biblioteca donde laboraba, sus refinadas piernas se labraban y fortalecían cual obra maestra esculpida por los buriles de un ebanista diestro y esmerado. A pesar de su viudez bien llevada y cumpliendo los mandamientos más estrictos del celibato, Elsa lucía como una diosa rociada con los aceites más exóticos del ajuar de una reina. Apenas había conocido los placeres carnales, a tan solo días de su unión conyugal, tras lo cual llegó libre de los pecados carnales, su reciente compañero fue víctima de un accidente que lo separó drásticamente de su compañía.

Su abuela y su madre, mentoras y criadas bajo los más estrictos mandamientos religiosos, vigilaban diariamente su transitar por la viudez. Lo más valioso de una dama es su honor y su fidelidad al recuerdo de su finado esposo, le repetían a cada instante.

Elsa sintió el frio del instrumento que recorría su abdomen y percibió en su entrepierna una descarga eléctrica inusual. Estaba nerviosa, descompuesta. Lo que sus sentidos expresaban era nuevo para ella. Sintió su corazón acelerarse a un ritmo indescriptible. ¡Qué vergüenza! Pensó. Imaginar que el joven galeno pudiera detectar su perceptible arritmia, le producía un rubor que quemaba sus blancas mejillas. El estetoscopio se posaba indistintamente en su sonrojada piel, cual araña que pasea distraída por su red. La mano del doctor hundía sus fuertes dedos con destreza, pero también con movimientos circulares que asemejaban bailarines danzando sobre una alfombra hambrienta de ser hurgada. Respiró sutilmente cuando el galeno le preguntó distraídamente: ¿Dígame donde le duele más?

La realidad era que ya no sentía dolor alguno. Los movimientos de aquella mano y la presencia cercana de aquel guapo médico, alejaron drásticamente la molestia que la habían hecho acudir a la consulta.

Tuvo que mentir. Colocó su mano debajo de sus erguidas pirámides y le indicó que ahí era donde sentía el malestar.

Alberto, con un movimiento sutil pero preciso, colocó su mano a escasos centímetros de sus delicados melones y le preguntó: ¿Ahí, duele?

Siguió mintiendo. La proximidad de aquella presión bajo sus senos, detonó un sinfín de sensaciones que eran imposibles de controlar.

Si, ahí doctor, ahí.

El médico retiró su mano y caminó a su armario de instrumentos y tomó una tolla blanca desechable y la extendió a su hermosa y alterada paciente.

Tomé, por favor, retire su brasier y colóquese esta toalla encima – le dijo.

Elsa sostuvo entre sus manos aquel papel transparente y arropó sus firmes y desafiantes promontorios luego de haberlos expuesto sin que el doctor pudiera verlos. Se recostó nuevamente sobre la camilla a la espera del próximo paso del joven médico.

Me preocupa ese dolor, señora. Voy a revisarla con detenimiento, ojalá no sea lo que estoy pensando- exclamó.

Que imprudencia. Hacerle perder el tiempo a este joven por la curiosidad y el deseo impropio de ser hurgada. Sintió el impulso de decirle que el dolor se había ido pero más pudieron sus hormonas y le permitió seguir tocando.

Déjeme tocar aquí. Respire hondo y mantenga el aire en sus pulmones-prosiguió el doctor.

Elsa sintió cuando el joven acercó su mano tibia a los pies de sus vulnerables montañas y con el aire retenido en su diafragma exclamó un gemido de placer. ¡Dios mío! Ojalá crea que es dolor lo que siento- pensó.

¿Le duele? Preguntó el joven galeno.

Si, si, ahí.

Las manos del joven siguieron auscultando aquellas laderas donde se erigían las dos montañas cubiertas por una capa blanca de nieve a punto de caer como una avalancha producida por una explosión.

Elsa tomó su mano y la guio cual alpinista decidido a conquistar la más alta de las montañas. El rostro del doctor se sonrojó al mirar aquel espectáculo invernal, se dejó llevar por el hábil sherpa que le acompañaba en la conquista de la cima de tan voluptuosos picos.

¡Ahí, doctor, ahí. Si. Me duele mucho doctor! Exclamó.

Elsa, Agarró con mayor fuerza aquella mano exploradora que se dejaba guiar a su cúspide abotonada. Ya no pensaba. Su conducta era producto de años reprimidos. El contacto con aquellos dedos, desbordaba toda conciencia para ella conocida. Cuando sus botones, a punto de explotar, fueron tocados por los dedos de Alberto, el entramado de conexiones nerviosas que electrificaban su exquisito cuerpo, se activaron en una danza de innumerables destellos que recorrieron cada centímetro de su vulnerable humanidad. Con cada espasmo incontrolado, le exigía más fuerza a los apretones que se infringía con la mano del joven y que ella misma arrastraba hasta sus reductos.

El doctor, ante tan sorpresivo espectáculo, sentía que su ajustado pantalón ya no estaba preparado para contener su abultado miembro. Con la otra mano desató su hebilla y destrabó el botón de su prenda y dejó un poco de libertad a su bien dotado armamento.

Elsa respiraba entrecortada. Frotaba sin descanso sus pezones erizados y con la otra mano buscaba a tientas algún objeto con que apoyarse para no caerse de la camilla.

El joven, viendo aquella búsqueda incesante, acercó su miembro diestramente y lo puso al alcance de su angelical paciente. Al sentir la mano de Elsa cubrir su desproporcional leño, olvido por completo su juramento hipocrático. Agarró la mano exploradora y le ayudo a masajear con ritmo su lubricado y cada vez más grande espadón.

Pocos minutos pasaron, tal vez segundos. El polvorín en que se había convertido la viuda, reprimido por años de abstención, amenazaba con explotar todo el consultorio. Por momentos exclamaba que se había vuelto loca. Le susurraba al doctor que le perdonara aquella actitud tan impropia de ella.

¿No doctor, esto no puede ser, qué estoy haciendo? Le decía con lágrimas en sus mejillas.

Le llevaba quince años. Aquel joven estaba impactado por lo que estaba viviendo. La señora Elsa, quien lo diría, pensó.

La irreconocible viuda, tuvo su momento de lucidez y se paró abruptamente de la camilla dejando sus preciosos y firmes pechos al aire. Apartó al doctor y le dijo que se marchaba, aquello era una locura.

Pero Elsa no contaba con el animal que había despertado en aquel joven. Albero saltó a la puerta y con los pantalones abajo puso el seguro y una silla atravesada para que su preciada enferma no pudiese escapar.

Como un luchador de las huestes romanas, se abalanzó sobre ella y le obsequió el más lujurioso y lúdico beso que había dado en su vida. Elsa se quebró. Veinte años que no había sido besada y manoseada por un hombre. Se dejó llevar por la lujuria y el instinto carnal encarcelado por tanto tiempo. Cuando percibió la bayoneta que le apuntaba a quemarropa, sintió la necesidad de verlo. Su asombro no tuvo límites. Solo había conocido fugazmente, el miembro normal y común de su difunto marido. El pistolón del doctor doblaba en magnitud y calibre lo que aun recordaba de las pocas noches que disfrutó juntó a su esposo. Era casi virgen.

El joven se desvistió y al unísono retiro con nerviosismo la poca ropa que cubría a despampanante viuda. Quedó atónito. Jamás se imaginó que la descuidada e insípida señora que llegó a su consulta, fuera portadora de tanta hermosura. Sus piernas bien torneadas, culminaban en dos adorables nalgas que serían la envidia de muchas concursantes de belleza. Sus firmes muslos, custodiaban esplendidos el camino que llevaba a la más apetecida de las cavernas. Allí, sin lugar a dudas, se escondía el tesoro más preciado que explorador alguno podría imaginar.

La abrazó con fuerza y frotó su miembro desbocado contra la humanidad quebrantada de su casual compañera. Agarró sus nalgas tersas y bien esculpidas y las masajeo con lujuria desbordada. Lentamente, fue bajando con su lengua juguetona y se paseó por los más recónditos lugares de aquel campo inédito cual tierra prometida. En el jardín finamente desmalezado de Elsa, percibió los aromas más exquisitos que había sentido en su corta vida. Mientras, Ella se sumía en un estado cataléptico. Los olores que emanaban de aquel imponente miembro, aunado a la torneada torreta que albergaba una fresa a punto de estallar, hicieron que Elsa se abalanzara sin remilgos sobre aquella fruta apetecible. Sin mucha destreza, pero con el deseo que todo lo puede y todo lo derrumba, introdujo aquel instrumento carnoso en su despierta y hambrienta boca. Con su lengua, jugueteó con el melocotón carnoso que chocaba su cavidad bucal. Lo mordisqueaba y sentía como aquel falo omnipresente, cobraba vida y crecía a cada lamido de su lúdico órgano gustativo.

Mientras, Alberto casi se derramaba en mieles y tuvo que contener sus torrentes con técnicas que había aprendido en la facultad. Sin dejar que su adorada viuda soltara su presa, le dio un giro y la tumbó en la alfombra azul que decoraba su consultorio. Su boca, buscó con desespero el juguete húmedo que yacía custodiado por las hermosas piernas. Elsa abrió sus muslos y arqueó sus caderas para que aquel joven pudiera conquistar su refugió mojado por tantas lluvias desatadas. Alberto sintió el místico aroma de la flor que se presentaba ante sí y posó su apéndice lingual sobre el capullo rubí que palpitaba y cobraba vida a cada lamida que le propiciaba. Sintió las uñas de la exquisita dama que se clavaban en su espalda como dos espuelas que incitaban a su pura sangre a ganar la carrera.

Elsa no salía de su asombro. Sintió un miedo bien infundado al pensar que haría con aquel desafiante cañón cuando intentara franquear su fortaleza. Su deseo inquebrantable de ser penetrada por semejante instrumento, vencieron sus temores e instintivamente lo sacó de su boca y lo tomo con ambas manos para detallar minuciosamente contra quien se enfrentaría. Desde el pie hasta la cabeza, contó todos sus dedos y aun le faltarían como cinco más para cubrirlo completamente. Con sus hermosos ojos aceitunados, recorrió aquel trofeo de extremo a extremo y con inusual valor pensó: Dios, dame fortaleza para dominarlo y vencerlo.

El doctor no aguantaba más. Por mucha técnica que aplicara, estaba a punto de sucumbir ante las caricias linguales de la viuda. Seguidamente, con un movimiento digno del mejor contorsionista, volteó a la desenfrenada mujer y con su cuerpo de espaldas al piso, la colocó encima de él y comenzó a frotarla con su endemoniado bastón.

Elsa, por muy valiente que tratara de ser, al sentir aquel palpitante miembro cerca de su capullo, sintió un escalofrío que la hizo retroceder.

¡No, por dios, como recibo este Goliat! Pensó desesperada ante el posible ataque que se avecinaba. Eso sí, moriría en el intento. El deseo ciego que tenía de ser crucificada por aquel mazo de roble americano, le brindaba la fuerza y el arrojo que necesitaba para tan magna cruzada.

El gigante que la atacaba en su parte más íntima, intentaba colocar la punta de su ariete en su intimidad y dispuesto a derrumbar sin preámbulos la puerta de su húmeda morada. Estando arriba, al menos tendría la ventaja de poder administrar los embates de aquel portento. Pensó. Instintivamente, arqueó su cintura y colocó el melocotón que coronaba el mástil de aquel velero apetecido, en la entrada de su carnosa gruta. Sintió una descarga que invitaba a la emancipación de sus glamorosos dominios.

Suave, por favor, suave. Dijo sollozando

¿Si quieres nos limitamos a frotar nuestros genitales? Insinuó sin mucha convicción el joven doctor.

No, no, por favor. Siento dolor, pero no abandonemos esta batalla. Empuja suavemente, así, así. Susurraba la viuda.

El miembro desproporcional y humedecido de Alberto, ganaba terreno a cada movimiento rítmico de Elsa. El cuerpo de la espectacular paciente, lloraba y rociaba con sus lágrimas el pecho del desquiciado y novel doctor. Ver el rostro de la viuda implorando piedad y a su vez castigo, hacían bombear cantidades ingentes de sangre al miembro libertario de Alberto.

Elsa pensó que ya había ganado la batalla, al sentir que el mazó del galeno la fustigaba y por un momento creyó que ya lo tendría todo dentro de sus entrañas. Se animó ante tal perspectiva y se movió a un ritmo enervante que jamás había experimentado. Sentirse ensartada por aquel poderoso volcán, desinhibió todos sus sentidos y el dolor desapareció convirtiéndose en un placer inefable que nunca habría podido imaginar.

Alberto arreciaba en sus ataques. Su miembro hendido hasta la mitad de su presa, luchaba por ganar espacios dentro de aquella estrecha y húmeda trinchera. Siguió empujando y ganando terreno. Elsa no podía creer que aún no había albergado todo su trofeo. Entre el deseo y el miedo ante lo que presentía que faltaba, se armó de valor y le susurró que la penetrara hasta el final. No sabía si lo que imploraba era por arrojo o por la imperiosa necesidad de ser empalmada hasta lo más recóndito de sus entrañas. Al sentir el choque de la pelvis del doctor contra la suya, ahí, en ese momento, se convenció que había dominado a la bestia. Su ritmo aumentó con ímpetu y se entregó a los placeres que le prodigaba aquel mágico músculo que hacía mucho tiempo no sentía.

El doctor se acopló fácilmente en aquella hambrienta y apretada jungla del deseo. Los dos se sincronizaron en una danza que se asemejaba a un ritual de juegos del placer. El miembro de Alberto se adentraba hasta los confines de la hembra dominada, y esta lo retenía con el entusiasmo de quien no quiere ser abandonada en un mar infestado por hambrientos tiburones. Así siguieron. Elsa sintió que desmallaba y un torrente de centellas recorrió su cuerpo ante la llegada del final nunca antes sentido. En ese mismo instante, Alberto no pudo contenerse más y dejó que su torrente de miel lechosa inundara el ánfora sagrada de aquel ángel que se había presentado en su consulta.

Sudorosos los dos, escucharon el llamado a la puerta de su secretaría que les decía con voz imperante: Doctor, doctor, la consulta está full…

Crónicas de Alcoba por Alphonso Estevens

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