Déjenme contarles lo sucedido y el porqué ocurrió. Para ese momento llevaba casada casi doce años con un hombre con quien sólo me uní en matrimonio por haber quedado embarazada de él por descuido. Entiendan esto por favor, realmente no estaba enamorada de Joel pese a estar casada con él, tómenlo en consideración antes de juzgarme, ¿okey? Fácil es tacharme de traidora o algo peor, pero consideren mi situación y pónganse en mis zapatos. Como mujer me sentía necesitada de pasión en mi vida, y ya llevaba años así.
Pese a lo dicho anteriormente yo me esforzaba, créanme, lo hacía. Siendo nuestro aniversario, esa mañana me había levantado con el firme propósito de celebrarlo con mi marido pasionalmente. Tras bañarme me vestí con la lencería color rojo que previamente había comprado justo para tal evento. Me peiné y maquillé con cuidado, matizando mis líneas de expresión y resaltando mis mejores rasgos. Luego de eso un último detalle; me dispuse a colocarme un expansor anal que había adquirido por internet en una tienda de artículos eróticos, me pareció un curioso accesorio sexual que me excitó con la sola idea de usarlo, y creí que a él también le provocaría lo mismo; es decir, pensé que a Joel le excitaría el vérmelo puesto.
Al introducírmelo me produjo múltiples sensaciones que me hicieron sentir entusiasmada, no me sentía así desde mis primeros escarceos sexuales. Usé lubricante, por supuesto, y me lo metí con cuidado y paciencia, poco a poco, no estaba acostumbrada a introducirme cosas por allí la verdad. Una vez lo conseguí limpié el área y acomodé el diamante figurativo en forma de corazón que aquel “tapón” tenía en la parte que permanecería al exterior. Lo giré de tal modo para que quedara derecho y a la vez no me lastimara su vértice al caminar.
Luego de salir del baño fui hacia mi esposo dispuesta a despertarlo. Era domingo y Joel seguía aún dormido. Con unas palmaditas lo desperté y luego lo besé.
“Feliz aniversario”, le dije.
Despertó perezosamente no entendiendo del todo mis palabras.
“¿Aniversario?”, preguntó aun bostezando.
Era evidente que lo había olvidado.
Tras excusarse por el olvido, achacándolo al cansancio del trabajo, de llevar a los niños a sus actividades, y de realizar tareas de la casa, se volvió a dormir. ¡El muy cabrón se volvió a dormir!
Ni siquiera había mostrado entusiasmo por hacerme el amor.
Viéndolo ahí durmiendo plácidamente me embargó un sentimiento de frustración, de insatisfacción total de mi vida. Ya íbamos para doce años de matrimonio y si así iba a ser lo que restaba de mi existencia eso me deprimía y mucho. Mientras que yo me había esforzado y preparado para mejorar nuestra relación, a pesar de todo, Joel ni siquiera se interesaba. Era el colmo.
No podía entender por qué mi esposo no me devoraba en la cama como tantos hombres lo hacían tan solo con la mirada. Siendo de amplias caderas y muslos rollizos siempre he atraído las miradas de los hombres, soy consciente de ello. Estoy caderona, pa’qué negarlo, y gracias a ello llamo mucho la atención. Y de verdad, cuando voy de compras al mercado de la colonia son habituales los chiflidos y los “piropos” que más de un hombre me hace, y sino por lo menos no dejan de mirarme los muslos y las caderas. Cada que salgo a la calle puedo sentir esas miradas escudriñando mi cuerpo, y no voy a negar que lo disfruto. Sentir ese placer de llamar la atención, siendo honesta, me gusta.
Pero se los juro, desde que me casé nunca le fui infiel a mi marido, a pesar de todo, por lo menos hasta que aquello pasó.
Un día, mientras llevaba a mis niños al karate, me topé sorpresivamente con Adela. Ella y yo habíamos sido muy amigas desde la secundaria, sin embargo nuestra amistad terminó cuando la descubrí teniendo relaciones sexuales con Guillaume. Él era un chico sin duda atractivo que desde que lo conocí me cautivó. De ascendencia extranjera, destacaba de los otros chicos que conocía en aquellos años no sólo por ser muy guapo, sino por lo que más me fascinaba, su notoria madurez. Obvio me hice su novia y quedé prendada de él. Era el hombre de mi vida, soñaba con casarme con él algún día; no necesitaba a nadie más. Pero me llevé la amarga sorpresa de encontrarlo chingando con mi mejor amiga. Luego de pelearme con ambos nunca más les hablé. No quise saber más de ellos, me habían traicionado.
Por mucho tiempo culpé a Adela incluso de haber terminado casada con Joel, ya que luego de mi ruptura con Guillaume tuve sexo con muchos por despecho; lo hacía casi con cualquiera. De tal forma que entre sexo y sexo quedé embarazada de él, Joel, todo un pelmazo quien ni conocía bien ni mucho menos amaba. “De no haber sido por ella —me decía— hubiera sido tan feliz con Guillaume”.
Por tanto en ese instante que la volví a ver traté de hacerme la disimulada, no quería ni dirigirle la mirada. Hice como si no la hubiese visto, pasé de largo. Sin embargo Adela vino directo a mí llamándome por mi nombre, así que no tuve más remedio que reconocerla. Me saludó como si nada, como si no hubiese ocurrido nada entre nosotras.
Adela me invitó a tomar algo y yo no supe cómo negarme así que fui con ella mientras mis niños estaban en su clase.
“Vaya que han pasado los años, pero tú sigues igualita”, me dijo cortésmente.
“No digas eso, soy mamá de dos, no puedo seguir igual. Pero tú sí que te ves muy bien”, le respondí. Y la verdad es que su apariencia era digna de pasarela. Lucía un traje sastre elegante cuya blancura le daba altivez a su esbelta figura. Yo vestida del diario me sentí apocada ante su elegancia.
Luego nos pusimos al tanto de nuestras respectivas vidas. Le comenté que estaba casada y que mis hijos tenían seis y once respectivamente.
“¿Y tú… te casaste?”, le pregunté con miedo a su respuesta, pues temía que ella y Guillaume hubieran terminado juntos.
“Sí, estoy casada”, me respondió.
Pero para mi tranquilidad me comentó que se había casado con un hombre llamado Santiago, un empresario. Sonreí, supuestamente feliz por ella pero en realidad llena de esperanza al saber que el amor de mi vida no se había casado con la que fuera mi mejor amiga. Quizás incluso seguiría soltero; ya sé, sólo me ilusionaba. A estas alturas sería difícil que él se interesara en mí.
“¿Y sabes algo de Guillaume?”, no me aguanté y se lo pregunté directamente.
“Pues le ha ido muy bien. Tiene suerte en los negocios”, me respondió.
“Ah, entonces… aún lo frecuentas”, aclaré.
“Sí, de hecho mi esposo y él son socios”.
El sólo hablar de él me hizo sentir entusiasmada. Lo imaginaba tan guapo como lo recordaba y quizás más interesante.
Mientras Adela continuaba hablando yo rememoraba el momento en el que Guillaume me había desvirgado. A decir verdad el fue el primero en hacérmelo. Plenamente vigoroso, después de arrancarme prácticamente de un tirón mis ropas, me penetró de un solo empellón. Él, a diferencia de otros hombres antes, no desistió pese a mi propia resistencia. Con otros normalmente, luego del faje, los detenía no dejándolos ir más lejos pues aquello me daba miedo, pero él no se detuvo. Aquel instante quedó para siempre grabado en mi memoria. Si bien fue dolorosa la primera vez también fue memorable pues Guillaume sí era un hombre que no sólo buscaba su propia satisfacción, sino que sabía brindarla, y así lo hizo. Con aquel muelleo propio de la cópula me hizo sentir como nadie nunca. Él sí tenía brío. Ambos nos movimos con una coordinación natural, con movimientos como si los hubiésemos ensayado tiempo antes. Nuestro acoplamiento fue perfecto. Era indudable que éramos el uno para el otro, de no haber sido por Adela… pensé en aquel momento saliendo abruptamente de mi ensoñación. Al tenerla delante de mí me llené nuevamente de aquella furia que amargaba mi existencia desde aquellos años. Sin embargo sus palabras me hicieron cambiar de emoción.
“…por cierto, Guillaume nos ha invitado a conocer su nueva propiedad. Es una casa en la provincia. ¿Por qué no nos acompañas? Vamos a ir este fin de semana. Estoy segura de que Guillaume se sentirá muy contento de volverte a ver”, me dijo Adela.
«¿Este fin…?», pensé y me quedé en silencio por un momento, no sabía qué responder. Me había tomado por sorpresa. En mi mente varios pensamientos se agolparon, mi resentimiento con Adela; mi responsabilidad para con mis hijos, pues justo ese fin había quedado de participar como monitora en una excursión escolar a la que ambos irían; la casa; mi marido…, en fin, todo aquello era una borrasca que inundó mi cabeza en aquel instante. Al final ganó lo inevitable, mi deseo sexual pues en ese momento tomé consciencia de que si me pasmaba por mi incertidumbre perdería la oportunidad de cumplir mi felicidad. Mi satisfacción estaba en mis propias manos. Desde aquel instante tomaría las riendas de mi vida, yo pensé.
Aún no sabía cómo explicaría mi viaje a mi marido y ya estaba en la farmacia comprando preservativos pues quería ir bien preparada. Compré también un fino perfume, ese detalle seguramente sería mejor apreciado por aquél que mi marido. Luego, al llegar a casa preparé maletas. Inmediatamente metí el juego de ropa interior sexy que había comprado para mi aniversario. Nunca había hecho semejantes preparativos y el sólo hacerlo me emocionaba.
Nadie me había cogido como él, pensaba mientras preparaba todo.
Cuando escuché la llegada de mi marido yo aún no sabía que coartada le daría para explicar mi ausencia. Al final tuve una inspiración.
“Joel, iré a visitar a mi tía Inés pues mamá me ha dicho que ha estado muy enferma”, Joel ni la conocía así que confié en que eso funcionaría y así fue. Por primera vez me alegraba la estupidez de mi marido quien muy incauto aceptó mis palabras.
Días más tarde me despedía de Joel y de mis hijos antes de abordar un taxi que supuestamente me llevaría a la terminal de autobuses, no obstante, ya una vez abordo, le di instrucciones al chofer para que me llevara a la dirección que Adela me había dado.
Al llegar pude darme cuenta que mi amiga vivía en una auténtica residencia. Ahí me presentó a su marido, Santiago, quien resultó ser una persona verdaderamente agradable.
Poco después salimos en su coche. El viaje resultó muy entretenido gracias a las anécdotas contadas por Santiago. Por sus palabras pude darme cuenta que él y Guillaume realmente eran amigos desde hacía años y que éste había tenido éxito en la vida.
Llegamos a la casa y era una amplia finca muy hermosa. Estaba a las afueras de un pueblito bastante pintoresco. Una enorme puerta automática se abrió permitiéndonos la entrada y Guillaume salió a recibirnos.
Me sentí extraña al encontrarme de nuevo con él. Había cambiado, sin duda, pero era evidente, de acuerdo a la expresión de sus ojos y el efusivo abrazo, que aún se acordaba de mí.
“Hueles delicioso”, me dijo.
Tras la comida y una breve plática, Adela y Santiago decidieron ir a conocer el pueblo, dejándonos a Guillaume y a mí solos.
No tardó mucho en acercárseme y rodear mi cintura con su brazo. Moví la cabeza hacia él y nuestros labios se unieron, al principio dulce y suavemente pero mientras rodeaba su cuello con mis brazos, nuestras lenguas empezaron a buscarse y nuestros cuerpos se unían más y más. Sentí la presión de su sexo contra mi cuerpo. Él comenzó a susurrarme palabras de amor recordando nuestros encuentros del pasado.
“Te deseo con toda mi alma”, le dije francamente y sus manos se cerraron sobre mi trasero apretando muy fuerte mis nalgas, con tal gesto sabía que él me correspondía.
Mis entrañas palpitaban de deseo y mis ojos se clavaron en los suyos.
“Mi vida… ¡te he extrañado todos estos años!”, me dijo y al escucharlo me sentí completa después de tanta desilusión.
Entonces, como en un sueño, me sentí transportada en sus brazos hasta una de las recámaras. Sus manos no dejaban de estrujar mis nalgas y posteriormente mis tetas sobre la tela de mi ropa.
Ya en la cama me fue desnudando lentamente, deteniéndose para admirar cada uno de mis tesoros, según él les llamaba a mis atributos enmarcados por la lencería roja. A mi esposo no le había provocado nada y a este hombre le embelesaba. Sus dedos se movieron entre mis muslos en busca de mi ansiosa vagina que ya la sentía húmeda. Sólo mi ropa interior separaba sus manos de mi deseosa vulva.
Guillaume se desvistió y yo lo admiré ansiando lo que vendría. Su cuerpo estaba bien tonificado demostrando que se mantenía activo físicamente.
“¡Jesús, qué verga!”, exclamé sin poder contenerme cuando aquél se bajó el calzón.
Casi me había olvidado de lo grande que era. La roja e hinchada cabeza me apuntaba como si me estuviera mirando por su pequeño orificio.
Él rió del espontáneo comentario y yo también al tomar consciencia de haberme referido a su sexo con tal palabra que hacía años no utilizaba. Con mi esposo no se me hacía natural llamarle así a su pene, no sé por qué, como que me sentía incómoda. Pero ahora ante Guillaume me sentí otra, una mujer liberada.
Guillaume me bajó la prenda que cubría mi sexo y miró amorosamente mi raja femenina que ya emanaba una suave crema. Con ternura pasó un dedo a lo largo de la entrada y eso bastó para sentirme en las mismas puertas del paraíso.
Apeteciéndolo me abrí de piernas ahí sobre la cama y lo invité a penetrarme.
“¡Métemela! ¡Por Dios, cógeme con todas tus fuerzas!”, expelí suplicante y enardecida a la vez. Lo necesitaba. Él era hombre y yo mujer, eso era lo único que en ese momento importaba.
Su cuerpo cubrió el mío y sentí cómo su enorme y dura verga entraba hasta el fondo de mi sexo, mientras sus manos jugaban con mis pechos. Guillaume empezó a bombearme lujuriosamente, tal como lo recordaba, con aquel ímpetu que yo tanto ansiaba. En tan sólo unos instantes me invadieron los espasmos del primer orgasmo. Mis uñas se enterraron en su varonil espalda y él no emitió queja alguna.
Aun temblaba por la salvaje venida cuando aquel masculino ser me levantó de la cama y, cargándome, me recargó contra la pared y allí continuó dándome verga. Tras minutos que parecieron horas, el hombre que tanto había deseado, sin muestras de cansancio, me miró a los ojos y me preguntó: “¿Me puedo venir dentro?”.
Fue hasta ese momento que me di cuenta que pese a prevenirme llevando condones no los había utilizado. La caja de preservativos yacía en mi bolso, los había olvidado por completo. Dejándome arrastrar por la pasión ni siquiera le había pedido que usara protección. No es que temiera que me fuera embarazar, ya hubiera querido que él hubiese sido el padre de mis hijos, pero debí haber actuado con precaución, más que nada para prevenir alguna enfermedad; si de casualidad me llegara a contagiar de algo ¿cómo se lo explicaría a mi esposo? De cualquier forma para ese momento no me importó y acepté su simiente asintiendo y besándolo apasionadamente.
Inmediatamente sentí su chorro inundándome por dentro con un calor que casi quemaba pero que sin embargo era placentero. Su cuerpo temblaba mientras su miembro se vaciaba dentro de mí depositando hasta la última gota de su pegajoso néctar en mis entrañas.
Permanecimos inmóviles durante unos minutos disfrutando de nuestra unión en aquel bendito momento. Nos susurramos palabras de amor que evidenciaban nuestros sentimientos. Palabras que yo nunca le oí pronunciar a mi esposo.
Luego, mientras yo reposaba en el lecho, Guillaume caminó hasta la terraza y miró al exterior. Mientras veía su desnuda masculinidad me pregunté si aquel hermoso macho estaría comprometido con alguien, si habría alguien especial en su vida, si amaría a alguien, si me amaría a mí acaso, o si todo esto sólo se trataba de sexo.
Él regresó hacia mí muy sonriente.
“Adela y Santiago ya volvieron”, me dijo y luego me besó.
Yo me disponía a reincorporarme pero él me detuvo.
“No te preocupes, ellos no nos molestarán, saben que ésta es como su casa, sabrán cómo ponerse cómodos”, dijo Guillaume.
Al mismo tiempo que él me seguía besando yo estiré mi brazo y alcancé su verga dormida. La tomé con ternura y la metí en mi boca, paladeando su sabor salado, producto de la mezcla de nuestros amorosos jugos. Poco a poco sentí cómo su carne reaccionaba a mi acción e iba creciendo entre mis labios.
Guillaume se dejó caer boca arriba en la cama, mientras yo me acomodaba entre sus piernas y mis manos acariciaban sus duros huevos. Mi cabeza subía y bajaba metiendo la verga hasta el fondo de mi garganta.
Tan ocupada estaba yo en aquella labor que no escuché cuando la puerta de aquella habitación se abrió para dar paso a Adela y a Santiago, quienes en silencio empezaron a desvestirse.
Concentrada en devorar aquella gruesa carne, me sorprendí al darme cuenta de que otra verga se restregaba a la entrada de mi vagina buscando entrar en mi aún empapado túnel.
Sorprendida, me detuve y la verga de Guillaume se deslizó fuera de mi boca cuando me giré para enterarme de lo que ocurría detrás de mí. Vi a Santiago sonreír con complicidad mientras sus manos me tomaban por las caderas y más de la mitad de su miembro ya estaba dentro de mis entrañas. Por un momento estuve tentada a gritar, pero las ondas de lujuria en mi cuerpo eran tan intensas que no pude articular palabra. Aprisioné la lanza de Santiago en mi intimidad y volví a meterme el pene de Guillaume en la boca.
Levantando la vista pude atestiguar como Adela se encaramaba en la cama y, de espaldas a mí, se arrodillaba de tal forma que la cabeza de Guillaume quedaba entre sus desnudos y abiertos muslos. Ella continuó agachándose hasta que su pelambrera hizo contacto con la boca de Guillaume. Casi le muerdo el sexo a mi amante al ver como su lengua empezaba a entrar y salir de la vagina de mi amiga. En ese momento, mientras tenía un macho metiéndomela atrás y la esposa de éste le brindaba la vagina al hombre cuyo pene yo mamaba, me creí transportada a un mundo de depravación total, y me sentí como pez en el agua.
La verga de Guillaume dentro de mi boca se ponía cada vez más dura, más gruesa, y el placer entre mis piernas se incrementaba con las arremetidas de Santiago, quien tenía sus dedos prácticamente enterrados en mis caderas. Exprimí la verga de Guillaume succionándolo con toda la fuerza de mis pulmones, hasta que, con un gemido, su esperma se disparó dentro de mi boca. La espesa crema me llenó tanto que se me escapaba por las comisuras de mis labios.
Me estremecí y me tragué su simiente para luego seguir chupándolo del falo, mientras contemplaba a Adela quien meneaba las nalgas sobre la cara de Guillaume. En ese momento otra oleada de semen me bañó ahora en mis entrañas, cuando Santiago se dejó caer sobre mi espalda con su mandarria bien metida hasta lo más hondo de mí.
Todos quedamos exhaustos, tendidos sobre aquella enorme cama en la que cabíamos sin problema. Me sentía en las nubes, estaba totalmente embelesada habiéndome transportado al verdadero paraíso. De pronto escuché sonar el timbre de mi celular y aquel sonido me trajo de nuevo a la tierra.
Como el aparato estaba en mi bolso, el cual había dejado en el salón, corrí hasta allí aún desnuda. Al hallarlo me di cuenta que la llamada venía de mi hogar. Tragué saliva y contesté.
“Hola”, dije un tanto nerviosa.
“Ah sí, ya hace rato que llegué, disculpa que no te había hablado es que…”, le di cualquier pretexto a mi esposo.
Luego me informó que Sergio, nuestro hijo más pequeño, había tenido un accidente durante la excursión, una luxación al meter su pie en un agujero.
Me preocupé, por supuesto. Pero él me dijo que no había porque alarmarse. Que había sido atendido y ya estaba en casa.
Tras hablar con mi esposo hablé con mi hijo y me sentí culpable. Adela, notando mi estado, vino hacia mí y se sentó a mi lado. Debo confesar que una oleada de pensamientos me llenó de angustia. ¿Acaso había hecho algo terrible sólo por…?
Le expliqué lo ocurrido y ella me reconfortó.
“No te angusties, tú no has hecho nada malo. Mira, lo que hicimos aquí es tan sólo una fiesta privada, tú no estás perjudicando a nadie por disfrutar de tu cuerpo, de tu vida. ¿Recuerdas cuando te enojaste conmigo y con Guillaume? No pongas esa cara, no creas que te lo reprocho, es sólo que nunca te pude explicar que entre él y yo no había más que una franca amistad. Es cierto, tuvimos sexo, pero nunca hubo un interés para quedarme con él ni mucho menos por perjudicarte.
Sólo éramos dos amigos teniendo sexo. No somos cosas que le pertenecemos a los demás, somos personas que disfrutamos de nuestros cuerpos, y así somos felices. Tú no le perteneces a tu marido, eres una mujer maravillosa, necesitada de amor como cualquier ser. Todos tenemos derecho de vivir y disfrutar del placer. De hecho ver a alguien disfrutar de ese mismo placer, ver el gozo en alguien más, le hace sentir bien a una, ¿o a ti no te pasa lo mismo? Hay que disfrutar de nuestra sexualidad más allá del yugo matrimonial. De ese yugo que impone la presión social, esa misma que te impuso casarte con un hombre a quien no amas sólo por el hecho de haber quedado embarazada.
Dime que has ganado con serle fiel al imbécil de tu marido. Tú misma me has contado cómo no ha sabido valorarte. Piensa en lo que te has perdido sólo por serle fiel a un hombre que no te aprecia. Joel debería estar agradecido por tenerte a su lado —me dijo y me vio con tal ternura que yo sonreí—.
En cuanto a lo ocurrido con tu hijo piensa que de cualquier manera aquello habría sucedido, son cosas que suelen pasar, no siempre puedes estar al pendiente de cada paso que dé en la vida, ni es posible que permanezcas a su lado todo el tiempo. Tú no has sido la culpable”.
Así me consoló Adela, quien demostraba ser mi amiga realmente.
Adela me abrazó y me besó con cariño, y yo le correspondí abrazándola como en aquellos años que nos confiábamos todo. Me sentí respaldada, apreciada. Después noté que ella fijaba su atención en alguien detrás de mí. Cuando volteé me di cuenta de que se trataba de Santiago, su marido, quien traía su verga tan erecta que parecía un gancho apuntando al techo.
Santiago colocó su pene a unos centímetros de mi cara y me quedé apreciándolo por unos segundos. A decir verdad era la primera vez que lo veía, pues aunque antes lo había resguardado en mi intimidad no había tenido el gusto de conocerlo primero.
Estaba a punto de metérmelo en la boca cuando el pudor me detuvo al ser consciente de que mi amiga, su esposa, estaba a lado mío.
“No, no puedo”, le dije a Santiago mirándolo hacia arriba.
“No te preocupes por mí, yo estaré muy ocupada con Guillaume como para ponerme celosa”, me dijo sonriente Adela.
Se levantó, dispuesta a regresar a la recámara con Guillaume.
“Ahora prepárate, que mi marido te va a dar verga”, dijo y abandonó el salón meneando sus nalgas sensualmente, con la seguridad que le caracterizaba.
En ese momento me di cuenta que ya no sentía celos al saber que ella fornicaría con quien consideraba el amor de mi vida, el hombre a quien yo tanto amaba. Y es que los amaba a ambos después de todo.
Santiago, tomándome de ambos brazos, me levantó, me giró y me indicó que me hincara sobre el sillón en tal posición que, bien empinada, quedaba con el culo en alto, como si se lo estuviera ofrendando. De pronto sentí la punta del miembro de Santiago. Me sorprendí, hacía mucho que no lo hacía por ahí. El marido de Adela estaba por penetrarme analmente y mi hueco cloacal lo esperaba temeroso.