El neón encendido proyectaba luz en las oficinas que, a esa hora de la tarde, estaban casi vacías. Juan apartó la mirada del portátil durante un instante, la lluvia llenaba de gotas los ventanales, eternamente cerrados, del piso 26. Los laptops a su alrededor apagados, los escritorios llenos de papeles, alguna que otra foto, una caja de dulces abierta, unas figuritas traídas por un compañero que había cruzado el charco recientemente.
En la otra punta de la estancia, Flor, la secretaria. Una chica joven, delgada, menuda, de tez pálida media melena rubia y gafas con montura azul marino que hacían juego con su vestido de una pieza.
Juan se levantó y se dirigió hacia el cuarto de baño reservado para hombres y que se situaba al lado del despacho del jefe. Entró a uno de los cubículos, levantó la tapa, se bajó los pantalones y sujetando el pene con ambas manos apuntó. La orina no tardó en salir, chocando con fuerza contra la taza. Al acabar, sacudió el miembro para que saliesen las últimas gotas, tiró de la cadena y se lavó las manos con jabón olor a lavanda. Al salir oyó voces e instintivamente se quedó observando.
Don Andrés, el jefe. 50 años, pelo engominado, traje y corbata oscuros, discutía con Flor. Había ocurrido algo y el tono de enfado en sus palabras contrastaba con el tono defensivo, educado y de disculpa con el que la secretaria respondía.
– Vamos a mi despacho. – concluyó Andrés.
Juan pudo ver el rostro preocupado de Flor antes de dar un paso atrás y ocultarse tras la puerta. Las pisadas de los zapatos de vestir del caballero y los zapatos de tacón de la secretaria resonaron en el silencio.
Pasado un tiempo prudencial Juan salió y observó que la puerta del despacho estaba entre abierta. Se acercó, las palabras que oyó le cogieron por sorpresa.
– Inclínate sobre el escritorio y súbete el vestido. – se oyó decir al jefe.
– Pero Don Andrés yo… – replicó la secretaria.
– Lo has vuelto a hacer, ya lo hablamos la semana pasada.
Luego, tras unos segundos de silencio. De nuevo se oyó la voz del varón.
– Sabes que no admito ninguna protesta. Bájate las bragas, y si te atrevés a contradecirme de nuevo doblaré el castigo.
Juan imaginó la escena en su cabeza. Flor, tragando saliva, nerviosa, inclinada sobre la mesa, con su trasero al aire. Aquello no podía ser real.
Aguardó.
El sonido del primer golpe no tardó en llegar.
"Será un cinturón" pensó el empleado.
Se oyó un nuevo azote.
Y un par de segundos después otro.
Juan tenía la boca seca y notó como su pene engordaba bajo sus pantalones.
"Cuatro, cinco" contó mentalmente
"Seis" se dijo apretando su trasero como si aquel cinturón hubiese golpeado sus propias nalgas.
Luego, mientras el castigo continuaba, pensó en Flor, en lo valiente que era. Podía imaginar su rostro, su cara aguantando la respiración, el escozor después del impacto, quizás alguna lágrima mientras el cuero coloreaba de rojo su culo. Quería mirar, pero no se atrevía a asomarse.
Segundos después del duodécimo golpe se oyó de nuevo la voz del jefe, algo más suave.
– Ya hemos acabado Flor, ¿escuece?
La respuesta de la secretaria, casi un susurro, no llegó a oidos de Juan.
– Te has portado bien, ven que te echo un poco…
Juan decidió moverse y volver a su sitio. Se sentó y trató de concentrarse sin lograrlo. Necesitaba borrar de su mente lo acontecido, acabar, e ir a casa.
Flor y Don Andrés salieron del despacho. Don Andrés se fue a casa y la secretaria volvió a su sitio.
Diez minutos después, acabado el trabajo y con su pene lo suficientemente encogido para no llamar la atención. Juan recogió y fue hacia la salida.
La secretaria también se levantó de su sitio, se puso la chaqueta y cogió el bolso.
– Ya es hora de ir a casa. – dijo Flor sonriendo a Juan.
– Sí. Tu también haces horas extra.
Los dos llegaron a la puerta.
– Por favor, adelante, ya cierro yo. – dijo el empleado con cortesía.
Flor murmuró una palabra de gracias y caminó hacia el ascensor.
Juan observó su figura y durante un instante, en su mente, el vestido se volvió transparente ofreciendo la visión de un culete femenino pintado de rojo.
La secretaria llegó al ascensor y distraida llevó una mano a su trasero y se masajeó las nalgas.
El pene de Juan comenzó a crecer de nuevo.
En casa le esperaba su pareja, Sara. Una chica moderna, seria y clásica. Hacían el amor los miércoles y viernes.
Hoy no tocaba.
Camino a casa, imaginó que pensaría Sara de los azotes.
Sus sesiones se limitaban a besos, que estaban bien y a sexo tradicional. Poca luz, bajo las sábanas, manita bajo las bragas para tocarla el culo. Los pechos sí, esos siempre al aire. Pero el culo… claro que había visto el culo de Sara, pero pocas veces. Eso de ducharse juntos no la gustaba. Y lo de enseñarlo durante más de un minuto… tampoco. Tenía tendencia a llevarlo tapado, incluso, cuando tenía que cambiarse de ropa, usaba el baño.
No, eso de los azotes, o en general cualquier otra cosa no lo veía factible y él no era tan valiente como Flor.
Sara era una buena mujer, le quería y por nada del mundo renunciaría a esas tardes de invierno compartiendo sillón y manta.
Ya en casa, en su habitación, mientras su pareja terminaba de ver una película en la tele, Juan fue a cama.
Tumbado, la escena de la oficina volvió a su mente. Imaginó acompañar a la secretaria a su casa y estar a su lado. Ella tumbada boca abajo, con su trasero al aire, contando la experiencia con los azotes. Él, sentado a su lado, oyendo su relato, alabando su valor mientras extendía cremita en el culo y se deleitaba contemplando las nalgas y la deliciosa rajita.