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El culo de Cintia. Relato de una obsesión
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Tiempo de lectura: 2 minutos

Me llamo Cintia. Tengo cerca de treinta años, complexión atlética y delgada, mediana estatura cabello liso y negro como el carbón. Para los que se fijan en esos detalles, añadir que poseo unos pechos firmes de buen tamaño y un trasero femenino respingón, con forma, de esos que acumulan carne en la zona donde empiezan los muslos. La rajita que separa las nalgas es de perfil cerrado y fina, de tal manera que, para acceder a mi sexo o inspeccionar mi ano hace falta separar las nalgas.

El último chico con el que salí, de 45 años, atractivo, con barba y espalda ancha, estaba enamorado de mi trasero. Le gustaba tocarlo y sobarlo constantemente. También le gustaba mucho meter su pene en mi vagina por atrás y darme azotes mientras me penetraba. Aquello me volvía loca y a él también. El único problema es que estaba obsesionado con el tema. No es que no prestase atención a mis pechos, con los que, muy de vez en cuando, jugaba. También me daba besos, pero menos de los que me hubiese gustado. No, el problema era su culo-dependencia. Si alguna vez me tocaba preparar la comida, me invitaba a hacerlo con el culo al aire. Por las mañanas, mientras me lavaba los dientes, él se acercaba, me bajaba las bragas y plantaba un beso en mi trasero. Incluso, en varias ocasiones, cuando me despertaba, notaba como su mano estaba acariciándome el pompis.

Aquello me molestaba un poco, pero bueno, era en casa, en privado. El problema de verdad se inició cuando la obsesión cruzó las paredes del hogar. Un comentario sobre mi retaguardia, mientras cenábamos con una pareja de amigos no me gustó mucho. Pero ese solo fue el principio. Luego vino lo de tocarme el trasero en público y lo de los chistes verdes, vulgares después de tomar unas copas de más. Se lo dije esa noche, y pidió disculpas y me besó y jugó con mis pezones olvidando, por un día, mi culo. Pero al día siguiente volvió a las andadas y entonces no pude contenerme.

El día después de las disculpas vacías, me levanté pronto de la cama y caminé en ropa interior, con cierta urgencia, hacia el cuarto de baño. Una vez dentro me giré para cerrar y le vi allí, sonriendo de forma estúpida.

– Me dejas que te salude. – dijo.

Yo le di la espalda enojada por dentro y él, como tantas otras veces, me bajó las bragas y se puso de cuclillas para besarme las nalgas.

Entonces sucedió, en lugar de apretar el esfínter y evitarlo, como había hecho tantas veces, decidí vengarme y poner realismo a la situación. Venciendo mi vergüenza, deje escapar un largo, sonoro y "perfumado" pedo en sus mismas narices. Con mi cara encendida, me volví para ver su reacción. Por un momento pensé que quizás fuese uno de esos tíos a los que les gusta oler ventosidades, pero no. Mi chico se quedó parado, arrugó la nariz y dibujó una mueca de desagrado. Yo traté de tomarme el tema a broma y luego, viendo que le había ofendido, intenté disculparme por el "accidente", pero el volvió a la cama, se sentó y permaneció en silencio un par de minutos. Luego, mirándome, ante mi incredulidad, dijo:

– Creo que lo nuestro no funciona. No puedo estar con una mujer tan guarra.

Y ese fue el fin de la historia. Confieso que pase algunos días pensando en ello, culpándome de no sé muy bien el qué. Pero enseguida comprendí que aquel tipo no estaba muy bien, que su trastorno era demasiado egoísta. Nunca lo compartió conmigo, si lo hubiese hecho, a lo mejor hubiéramos podido llegar a algún punto intermedio de entendimiento.

Ahora hay un chico de cuarenta por el que me siento atraída. Parece algo callado y puede que tenga manías, igual que las tengo yo, pero solo hay una forma de saberlo. Después de todo, respetando todas las opiniones, esto de la masturbación, aunque tiene su punto, es, a veces, un poco aburrido.

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