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El aroma
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Tiempo de lectura: 2 minutos

En el instante en que ella entró a la sala pude notar el aroma que esa mujer desprendía. Un perfume familiar que todo hombre debería saber reconocer, el olor de una presa a cazar, de una yegua a domar, de una perra sumisa a dominar.

Aun no la había visto y aun así ya sabía la profunda naturaleza de su ser y cuando entró en mi rango de visión solo certifiqué mis primeros instintos.

Pequeña, pálida, de complexión frágil, con el pelo negro, ojos café y leves curvas sabía vestir con sencilles y elegancia. Su expresión de niña buena no alcanzaba a esconder su necesidad de ser usada a placer por un amo.

Semejante evaluación por mi parte no pasó inadvertida para ella, es normal que su instinto de presa le avise cuando un depredador la acecha, así como el mío me advirtió de su presencia.

Cuando nuestros ojos se encontraron supo que ya era tarde, que había caído en mis garras y que era en vano luchar contra el instinto.

Una sola seña con los ojos hacia el sanitario más cercano fue todo lo que hizo falta para entendiera como seguiría la sucesión de eventos.

Una vez dentro la tomé del cuello con una mano, e introduje la otra por debajo del vestido para romper su tanga de un tirón y posteriormente guardarla en mi bolsillo como un trofeo, al mismo tiempo en ella se confundía un gemido de placer con un grito ahogado.

Le dije al oído que la usaría como la puta que sabía que era, la giré sobre su propio eje, la tomé del pelo, levanté su falda y azoté con la fuerza y la técnica propias de la experiencia.

Cuando decidí que la pálida piel había adoptado el tono adecuado la penetré de una estocada y con rudeza, como sospechaba la sesión de azotes había humedecido a la hembra por dentro, por lo que entre suave y hasta el fondo.

Bombeé durante largo rato y podía sentir como mi nueva putita tenía orgasmos de manera reiterada mientras la humillaba con palabras denigrantes al oído.

Cuando sentí que estaba por llegar volví a girar a mi presa y la invité con un gesto a arrodillarse. En seguida la perra se dio cuenta de lo que se pretendía de ella y abrió la boca bien dispuesta, para que pueda darle de beber mi semilla. Ella no desperdiciaría una gota del elixir de su amo.

Guardé mi miembro, me acomodé frente al espejo y me fui sin siquiera mirarla.

Ella con mi sabor aun en la boca y el rímel corrido se dispuso a arreglarse lo mejor posible. Al acercarse al espejo encontró su tarjeta con mi nombre y mi número.

Su aroma había cambiado, ahora la perra tenía un amo.

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