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El aprendiz (Parte 2)
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Al día siguiente me dirigí a la casa de Jorge, abrí la puerta de su casa y encontré a Jorge en la recepción leyendo “El lobo estepario”.

—Llegaste justo a tiempo, tendremos una invitada esta tarde. Escóndete en el segundo piso, sabrás cuando puedas acercarte —me dijo señalándome el segundo piso, donde se encontraba su terraza.

Le hice caso, me dirigí al segundo piso de esa enorme casa, me percaté de que en la parte trasera tenía una piscina, bien cuidada y de aguas cristalinas. Enseguida escuché el sonido del timbre de la casa, seguido de la puerta abriéndose y el sonido de la voz de una mujer. Decidí acercarme sin hacer mucho ruido, Jorge dejó la puerta entreabierta para que pueda observar, cuando vi la siguiente escena.

La mamá de mi amigo echada en una camilla, mientras Jorge estaba sentado a su costado simulando una sesión de psicoanálisis.

—Te dije que estoy acostumbrado a tratar con casos relacionados al sexo. Y creo que mientras más tensa estés suavizando los detalles menos progreso haremos —le dijo Jorge con una mano en la pantorrilla de la mamá de mi amigo.

—Pero… pero, no así —le respondió, soltando un pequeño gemido, casi imperceptible pero yo lo noté.

—Te entiendo perfectamente, sé que tengo un método bastante peculiar, me gusta que mis pacientes se sientan cómodos durante las sesiones. Es un método innovador no como las terapias estrictas y estructuradas, en las que el paciente es solo un método de estudio. El paciente debería ser la prioridad, alguien con quien tengamos que entablar una relación más íntima —replicó Jorge mientras subía la mano en dirección a sus muslos.

—Está bien. —Exclamo la madre de mi amigo, con un rubor en las mejillas.

—Esa es la actitud Silvia, no hace falta que te reprimas, vamos cuéntame aquello que te fastidia, no me quisiste contar la vez pasada, pero ahora quiero que lo sueltes todo —sugirió Jorge mientras subía su mano a la entrepierna de Silvia.

—Mis amigas dicen a mis espaldas que soy una malcogida, se mucho de estadística y probabilidades por mi trabajo. Lo peor es que tienen razón, y con mi marido que me pega los cuernos con su secretaria, no… no merezco por lo que estoy pasando, soy una buena madre — confesó Silvia con un tono lastimero.

—Tu misma lo dijiste no mereces a tu marido, ahora quiero que me sigas contando cómo haces para satisfacerte —planteó Jorge.

—Tuve que hacerme la paja. Y si, ya se… estarás pensando: ¿Una mujer de mi edad, casada y con hijos todavía se anda haciendo pajas? Pero en ese momento no vi otra alternativa.

—Al contrario, tienes que sentirte como una mujer libre y aliviarte de esa manera, es una buena forma de quitar la frustración que sentías. Pero dime lo hacías de esta manera —le respondió Jorge mientras con sus dedos masajeaba el clítoris de Silvia.

—¡Si!… ¡Oh! —gemía Silvia mientras se corría.

—Tenías mucha carga en tu interior, es bueno que te liberes de esta manera —le dijo mientras introducía el dedo medio en su vagina y la llevaba a la boca de Silvia.

La madre de mi amigo chupaba el dedo de Jorge como si de un caramelo se tratase, hasta que se escuchó el timbre de la casa. Se quedaron parados por un momento, Jorge tenía una mirada consternada porque no esperaba visitas.

No se lo iba poner fácil al viejo, así que pedí una pizza a delivery. Jorge se dirigió a la puerta a recibir la pizza con una sonrisa falsa. Silvia se excusó diciendo que tenía que irse a preparar la cena en su casa, pero diciendo que se verían mañana en el cumpleaños de Alejandra.

Cuando se fue Silvia le dije a Jorge que tenía hambre y por eso ordené la pizza. Le pedí disculpas porque pensé que no llegarían muy rápido. Jorge me dijo que no era tonto, pero que siempre le gustaron los retos y que Silvia ya era de él. Le respondí diciéndole que probablemente era así, pero que no todas las mujeres eran así de fáciles.

Aunque tenía que reconocer que Jorge tenía una facilidad para acercarse íntimamente con las mujeres, era un viejo zorro, tal vez tendría que aprender de él.

Cenamos con una extraña empatía entre ambos. Me contaba anécdotas pasadas, de sus viajes por el mundo, las diferentes culturas que conoció, los paisajes maravillosos que vislumbró y contempló y por supuesto de las hermosas mujeres que conquistó. Podría ser el típico abuelo bonachón, pero con extraño magnetismo con las mujeres.

—A una mujer se la conquista con afecto y amor —me dijo con unas palabras de convencimiento y sinceridad.

Me cuestioné si también lo había intentado con mi tía, probablemente lo había hecho así que estaba a punto de preguntarle, cuando me dijo.

—Tu tía es una mujer hermosa, si tuviese 10 años menos seguro que no se me escaparía, pero ahora no tengo el físico de antes —aseguró.

Me despedí y regresé a mi casa pensando que pasaría al día siguiente. Estarían Jorge y Silvia, tal vez algunos invitados más.

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