Las luces de la ciudad eran como estrellas caídas en la tierra, reflejándose en los altos edificios de cristal y acero que se elevaban hacia el cielo. Uno de estos era la morada de Arturo, un hombre de 32 años, de vida monótona y sencilla. Su hogar estaba en el décimo tercer piso, un espacio compacto pero cómodo, a la medida exacta de su soledad.
Arturo tenía como vecino a Patrick, un hombre de su misma edad. A primera vista, Patrick parecía un hombre común y corriente, pero para Arturo, era como un oasis en medio de un desierto. Desde el primer saludo, desde la primera sonrisa, Patrick se había convertido en una obsesión para Arturo. Sabía los horarios de su vecino de memoria, buscaba coincidir con él en el ascensor, en la entrada al edificio, incluso en la calle. Y Patrick, por su parte, solo le veía como un vecino, alguien con quien compartir breves momentos de cortesía.
La vida de Patrick estaba marcada por la presencia constante de su novia, una mujer que lo visitaba frecuentemente, que llenaba su apartamento con su risa y su perfume. Arturo observaba desde la distancia, anhelando lo que sabía que nunca podría tener.
Cada saludo, cada encuentro fortuito y cada conversación casual que tenía con Patrick le robaba a Arturo un pedazo de su corazón.
Un día, paseando por las calles de la ciudad, Arturo vio un anuncio peculiar en un poste de luz: un chamán que prometía amarres de amor eterno. En un acto impulsivo y desesperado, decidió contactar al chamán que ofrecía estos servicios. El chamán era un hombre viejo, con ojos profundos y oscuros, que transmitían sabiduría y un toque de maldad.
Arturo le explicó su situación, su amor prohibido y no correspondido. El chamán aceptó ayudarlo, pero le advirtió que el amarre que realizaría implicaba un pacto con el señor de las sombras, con el diablo, y que éste siempre cobraba sus favores. Arturo, cegado por el deseo y la desesperación, aceptó.
El ritual fue oscuro y tenebroso. El chamán entonó palabras en una lengua antigua y desconocida, moviendo las manos con gestos precisos y rápidos. Al final del ritual, le dio la siguiente instrucción: debía realizar fumadas cada dos días con una foto de Patrick ya que si no cumplía con hacerlas la magia se rompería.
Al regresar a su edificio, el cambio fue inmediato. Patrick lo estaba esperando. Lo invitó a tomar un café, mostrándose más cálido y afectuoso que nunca. En los días siguientes, Patrick mostró un interés creciente por Arturo, las charlas casuales se convirtieron en largas conversaciones, las sonrisas cordiales en miradas llenas de deseo.
Patrick dejó a su novia y comenzó a pasar más tiempo con su vecino, compartiendo risas, secretos y momentos íntimos. Fue como un sueño hecho realidad para Arturo, a excepción del humo constante del tabaco que ahora formaba parte de su vida.
Arturo siempre había detestado fumar pero al ver el resultado de las fumadas sentía que valía la pena cada bocanada que daba hacia la foto de su amado pero cada vez se le hacía más difícil encontrar momentos para realizar las fumadas ya que tenía a Patrick la mayor parte del tiempo con él. Sin embargo, supo ingeniárselas para evitar ser descubierto.
Tres años pasaron desde el inicio del amarre y el humo del tabaco había resentido los pulmones de Arturo provocando problemas en su respiración y aun así, seguía fumando, temiendo perder a Patrick.
Arturo fue diagnosticado con cáncer de pulmón y ya incapaz de seguir con las fumadas, el amor de Patrick por él se desvaneció tan rápido como había llegado.
Patrick se encontraba confuso y horrorizado, como despertando de un mal sueño. Intentó volver con su exnovia, pero ella se negó a recibirlo. Destrozado y avergonzado, Patrick decidió mudarse del edificio, dejando atrás a Arturo y sus recuerdos.
Arturo, abandonado y enfermo, no tardó en sucumbir ante su enfermedad. En su lecho de muerte, recordó las palabras del chamán: "El diablo siempre cobra sus favores". Y así fue. Su alma fue arrancada de su cuerpo y llevada al infierno. Arturo pagó con su vida el amor que nunca pudo tener de forma natural.
FIN