El muchacho solitario leía ávidamente su ejemplar de Germinal en francés, deteniéndose por momentos en algunas páginas especialmente reveladoras. Mientras el resto de chavales saldaba la prohibición de usar sus teléfonos móviles en el avión con gritos y risotadas, él se hundía aún más en su propio mundo. Aunque ya tenía dieciocho años, como la mayoría de esos alumnos, a su profesora Marina le parecía aún un muchacho solitario que se escondía en los recreos. También era su mejor estudiante, y prácticamente bilingüe en Francés, pero tenía la sensación de que aquello no le ayudaría mucho en la vida.
-A ver, chicos, controlaos -pidió a las bestiecillas que pronto crecerían hasta convertirse en bestiezulas, en cuñados de bar, adictos a la coca, cotillas de portal o gurús de las criptomonedas. El futuro de su sociedad y (más importante) de su pensión estaba frente a ella, frente a Mauro, el profesor de Matemáticas que roncaba a su derecha; frente a Verónica, la profesora de Inglés que tocaba sus lentejuelas como si fueran un rosario para hacer frente al aterrador despegue del avión. Pero no había nada más terrorífico que ese futuro encarnado en alumnos que se llamaban a sí mismos "bro" y en chavalas grabándose para TikTok como monas en celo.
Bah, seguro que pensaba en eso porque ya rozaba los cincuenta. Ella misma, a su edad, había sido tan atolondrada como ellas, aunque se hubiera casado pronto. Pero después había ido cambiando el alcohol por los zumos de naranja y las noches de fiesta por yoga y sentadillas, y su indumentaria de noche por un corto pero recatado vestido de motivos florales. Era irónico, pensó, que hubiera cultivado con tanto esmero esas formas atractivas y firmes, dado que el estilo de vida que las había alumbrado era el mismo que le impedía disfrutarlas al máximo. Pero a veces se decía a sí misma "ay, si yo quisiera…" cuando sorprendía a un padre o alumno intentando taladrar con la vista el lugar donde sus piernas se encontraban.
-Leticia, apaga el móvil de una vez, anda.
Su hija obedeció desde el asiento de delante, poniendo los ojos en blanco. Había heredado su talla 100 de pecho, el rubio de su cabello y su interés por la lengua de los franchutes, pero poco más. Era más revoltosa incluso que ella a su edad, y eso le daba miedo. No tanto como el futuro de su pensión, pero sí un temor ligero y controlado.
El avión despegó, como tantas otras veces. Como siempre que viajaba, su subconsciente conjuró visiones idílicas de su vida en el extranjero, en Francia, donde fuera. Lejos. Libre.
Suspiró, relajándose cuando los chicos volvieron a sacar el móvil para perderse en su pequeño mundo de retos virales y ombliguismo extremo. Menos ese chaval, Sergio, que maltrataba su mente con las condiciones penosas de los mineros del siglo XIX, con un rostro grave y sombrío de concentración.
Cerró los ojos sabiendo que, por lo menos, una de sus recomendaciones literarias no había caído en vano.
…
Marina siempre había preferido el vino a la cerveza. Cuando bebía vino, pese a la culpabilidad que a veces le provocaba ese renuncio, se sentía una con esos vetustos emperadores, con esos filósofos clásicos, con los que habían aprendido a tratar la uva de un modo que pudiera convertirse en el manjar favorito de Baco. Cuando bebía cerveza, se sentía como un alemán en Ibiza, y su experiencia le decía que el vino, frente al embrutecimiento vil de la cebada, solía revelar cosas interesantes sobre los demás.
Ahí estaba, por ejemplo, la joven Verónica hablando con Mauro, ese señor bajito y fondón a través de cuyas gafas de culo de vaso ella parecía ver al mismísimo Apolo.
-Sí, las matemáticas son el único lenguaje universal, en verdad. Es lo único de lo que podemos estar seguro, porque son verdades que se definen a sí mismas…
-Ah, very interesting…
Esos dos acaban liados fijo, pensó. No sin cierta envidia, a decir verdad. Y es que, en un restaurante como aquel, donde se habían dejado los riñones para que los chavales comieran la comida local en vez de una hamburguesa, en ese lugar que parecía la postal de alguna clásica pensión, le habría gustado tener a su lado alguna mano cálida y tranquilizadora que se apretara contra la suya. O incluso, si no había más remedio, la mano de su marido.
Suspiró. Qué iluminación tan romántica, tan candente y anaranjada… para ella solita.
En fin. Prefirió centrarse en lo que había pensado, en la veracidad del vino. Y, como esos chavales ya tenían edad para joderse la vida de manera perfectamente legal, pudo mirarlos sin filtros. Revelados en su descarnada veracidad, era divertido ver en qué mutaban esos chicos en comparación con los que había conocido en las aulas.
Ahí estaba Roberto, tan atolondrado para contentar a sus compañeros, que bajo los efectos relajantes del alcohol tomaba un rol más pasivo. Ahmed, el pobre, se lo comía con los ojos, lejos de la mirada inquisitiva de su religiosa familia. La despampanante Eva empezaba a soltarse, hablando con esa lengua de serpiente que haría que más de un palurdo le pagara las copas esa noche. Su hija Leticia se controlaba más porque estaba su madre delante, pero podía ver ese brillo pícaro en sus ojos.
Y, por otra parte, estaba Sergio.
La copa de vino semivacía que llevaba en la mano ese chaval, y el efecto que provocaba, era la prueba inequívoca de que su soledad no se debía a una introversión natural, sino a las cadenas plúmbeas de la timidez. Ahora, frente a unos compañeros que no sabían si reír o llorar, filosofaba de todo un poco, con sus ojos brillantes paseando de vez en cuando por los escotes generosos de algunas de sus compañeras.
-No, no… el Estado nación no está muerto. ¡Qué va! Pasará por un período en el que tendrá que dormitar, pero ya se le está viendo las orejas al lobo. La gente se está dando cuenta de que las multinacionales no son sus amigas, y el papel de los agentes supranacionales empieza a ser quirti… critin… criticado. Y, tarde o temprano, imitando a China y otras potencias menos convencionales…
Cuando hablaba de literatura todavía podían tolerarlo, pero sus discursos sobre política eran recibidos con la más absoluta indiferencia. Ese chaval, que había tenido algunos problemas de convivencia en su viejo instituto, no era odiado por sus compañeros, al contrario. Pero su amor era más bien como el amor que se tiene a un pug estúpido que no sabe valerse por sí mismo y que, por más que dijeran los animalistas, no es un miembro real de la familia.
Tenía relaciones cordiales de respeto con algunos compañeros, sí, pero no se podía hablar de amistad. Mucho menos de romance. Aquel muchacho de pelo pajizo y lacio, con gafitas redondas y un afeitado exhaustivo que dejaba ver su piel suave, no era feo. Pero era… raro. Raro como había sido ella, más preocupado de sus libros y de las noticias que de las redes sociales, pero para las mujeres siempre es más fácil, y Marina había conseguido abrirse. Pero, hostia, era algo injusto que un chaval tan mono y tan interesante estuviera sin novia. Si tuviera alguien que le enseñara, que le guiara con una mano más firme y más madura…
Se masajeó la frente. Quizás ella también hubiera bebido demasiado.
…
Cuando se tumbó en la cama de su habitación de hotel, Marina no pensó en dormir. Tampoco pensó en vigilar a los chavales, ni en el marido que dejaba atrás en España. Al tumbarse en esas sábanas blancas como la inocencia de un niño, con el rostro colorado y los botones superiores de su vestido desabrochados, solo pudo pensar en ese calor que le corría por las piernas y que poco tenía que ver con su inminente menopausia.
La puerta estaba cerrada, ya era la hora de dormir, nadie la veía. Se mordió el labio y dejó que su mano explorara el recóndito lugar que se encontraba entre sus piernas, húmeda sima que los exploradores habían abandonado hacía mucho. Pero sus dedos servían, al menos, para hacer un apaño.
Qué triste mi vida, pensó, mientras las efigies de Rupert Everett y Hugh Grant se peleaban para formar parte de su fantasía. Una fantasía (su dedo índice dibujó círculos alrededor de su clítoris) en la que había cena, velitas, poemas (como el soneto de su dedo pulgar, humedeciéndola), donde podía converger con otro hombre en una intersección donde todos sus problemas llegaban a su fin.
Se imaginó en mil escenarios, con esos dedos convertidos en hábiles soldados que la penetraban con dureza. Se imaginó violada por un nazi en un campo de concentración, se imaginó penetrada por una cárcel entera de presidiarios, compartiendo un tórrido romance con un pirata secuestrador. Aventura, morbo. Todo lo que le faltaba.
Se mordió el labio inferior, mojándose los dedos, sintiendo cómo el placer iba en aumento. Cerrando los ojos, empañados de lágrimas agridulces, y dejando que aquel éxtasis creciera descontroladamente, amenazando con manchar las sábanas, haciendo que abriera la boca en un intento patético de reprimir sus gemidos…
…hasta que oyó un ruido en el pasillo. Se planteó ignorarlo, emitió un gruñido de frustración. Sin embargo, la amenaza patente de una sanción por no vigilar a esos cabestros borrachos hizo que se levantara. Se chupó los dedos para ocultar la humedad (estaban salados, sabían bien), tiró las bragas bajo la cama y se bajó la falda. Y, con su mejor cara de mala leche, salió de su habitación.
Allí se lo encontró a él, dando tumbos contra la pared, con una mirada terca en dos ojos vidriosos que habrían bastado, sin el olor que los acompañaba, para sentenciar a su portador como un borracho. Y Sergio, aunque parecía llevarlo con relativa dignidad, estaba borrachísimo. La miró de arriba a abajo, como si no pudiera creerse que estuviera allí.
-Anda… hola, profe.
Ella reprimió una risita al verlo tan sonriente, tan animado.
-Parece que nos lo hemos pasado bien, ¿no?
Se encogió de hombros, incapaz de reconocer la autoridad implícita en esa pulla. Por el contrario, aquello le parecía una conversación normal y corriente.
-Pues no sé, profe -respondió, con una chulería inédita en él-. A veces tomo alcohol para desinhibirme, y me intoxico para olvidar un poco toda la mierda que me rodea… pero, cuando se pasa el subidón, la mierda vuelve. ¿Merece la pena ese bajón por el éxtasis que ha hadi… habido antes? Nunca lo sabremos.
Comprobó que sollozaba.
-Oye, ¿estás bien?
Apartó la mirada, con una lágrima ya asomándose a su aniñado rostro.
-Pues no mucho, profe.
-¿Y eso?
Miró a su alrededor, como si las paredes estuvieran literalmente tapizadas con ojos y oídos.
-No sé, ¿no podemos hablar en… en otro sitio?
Marina puso los ojos en blanco.
-Bueno, pero no se lo digas a nadie, que la gente se puede pensar cualquier cosa…
A decir verdad, pensó mientras le invitaba a su habitación, confiaba plenamente en ese muchacho de modélico comportamiento y expediente intachable. Pero, a pesar de eso, comprobó varias veces que nadie les mirara. Y, cuando cerró la puerta, lo hizo con un escalofrío.
Le invitó a sentarse en la cama, algo que él hizo tras reparar durante unos segundos en lo desordenada que estaba. Se sentó a su lado y le puso la mano en su espalda. Estaba caliente.
-A ver, dime qué te pasa. Pero que sepas que esto es muy irregular: por muy buen alumno que seas, no soy tu madre.
El chaval asentía, entre la risa y el llanto.
-Lo sé, lo sé. He estado dando una imagen lamentable. Pero, en fin, así es la vida. Es solo que… mira, si te soy sincero, no necesito muchos amigos. Puedo quedarme en mi mundo durante horas, y entrar en contacto con los sabios de todas las épocas a través de los párrafos que ellos escribieron. Pero a veces, más que con los sabios, quiero entrar en contacto con los labios.
La ocurrencia le hizo reír. Claro que era eso. La historia más vieja del mundo.
-Ya. Entonces, te gusta una chica.
El chaval rechazó esa idea con una mano.
-¿Una? No. Más de una, muchas más. Son necesidades fisiogo… filo… físicas. Y, sí, me siento atraído hacia algunas de forma intelectual o humana. Pero no creo en el amor ni nada de eso. Solo que… bueno, me jode. Me jode, es verdad, que se me excluya. Y no es que no haya conseguido echar un polvo hasta ahora, sino que las mujeres no me ven como un potencial compañero. No creo ni que se lo planteen, y no por malicia, sino porque no soy atractivo. Pero qué se le va a hacer. En el fondo, es bueno: no sé si soy autista o qué tipo de trastorno me ha hecho diferente a los demás, pero quizás sea mejor que no se reproduzca en un futuro hijo mío. Mis neuras son malas para la supervivencia.
A Marina le conmovió ver esa mezcla de seca madurez y de impotencia juvenil en un muchacho tan joven. Estaba claro que no se hacía ilusiones, y tal vez tenía razón, pero era descorazonador oírlo.
-Venga, no digas eso. Seguro que encuentras algo-le aseguró, cumpliendo su función de profesora. Ebria aún, colocó su mano en la espalda de él, tal vez tomándose demasiadas confianzas-. Ahora estás pensando en tu pequeño mundo de instituto, pero te aseguro que hay chicas que se van a morir por ti. Mira, eres guapo, bastante mono y con ese puntito de intelectual atormentado que a las universitarias de letras les chifla. No te va a ir mal. Y esas poesías que haces y que cuelgas en redes… a más de una le van a hacer babear.
Ella misma, al leerlas, no se había creído que las hubiera escrito un chaval de su edad. Pero ahora, ese muchacho de dieciocho añitos no parecía tener lugar en su mente para el arte ni las letras. Por el contrario, su mano temblorosa se movía en el aire, como intentando superar la última barrera de su timidez.
-Gracias.
-De nada.
-Usted… usted también está muy bien, profe.
Ella no procesó aquella frase al instante, sino que permaneció unos segundos con su estúpida sonrisilla, mirándolo. Solo se dio cuenta de lo que había dicho cuando esa mano trémula rozó su pantorrilla y, tras dudar, se posó en ella. Y la mirada encendida de ese muchacho se posó en su rostro.
-Oye, Sergio…
-Dime-sonrió él, a punto de perder el aliento por su nerviosismo. Sus dedos masajearon la piel desnuda de Marina, que no pudo reprimir esa elocuente mordida de labio.
-Oye, no te lo voy a tener en cuenta porque has bebido mucho, pero me estás poniendo en un compromiso y… esto que haces no está bien. Anda, quita la mano de ahí.
El chaval obedeció, pero siguió mirándola con esos ojos de clavo ardiente. Ella, en consecuencia, notó cómo un rubor se extendía por su semblante.
-Vale, pero sigue siendo verdad. Es usted muy guapa…
Le acarició el pelo, algo que la hizo sonreír instintivamente. Era un gesto cariñoso, casi infantil y, aunque sabía que escondía otras intenciones, disfrutó de él. Cuando acercó sus labios a los de ella, pensó en retirarse en el último segundo, tal vez en dejar que le rozara la boca un poco y poder decir que no había podido evitarlo.
Al final, sin embargo, acabó aceptando aquel ofrecimiento. Cuando sus labios se juntaron, sintió cómo la sangre le hervía, y no precisamente por enfado.
Hubo mordiscos torpes, hubo caricias en el rostro, hubo contactos con la lengua. Hubo dudas ígneas y tormentosas, y unos latidos que estuvieron a punto de destrozar la caja torácica de Marina. Hacía tanto que no se sentía así…
No. No. No. Recuperó la cordura y, sobre todo, recuperó el miedo. Apartó gentilmente al chico, cuya boca alcoholizada se relamía satisfecha, y tuvo que tomar aire antes de poder hablar:
-Sergio, yo… lo siento mucho. Soy tu profesora, estás bajo mi supervisión y no tendría que haber hecho esto.
-No pasa nada, profe -insistió él, con una chulería inédita-. Nadie se va a enterar. Se nota que también le apetece, yo soy mayor de edad… con todas las putadas que suceden en el mundo, no hay que perder la cabeza por algo que no va a hacer daño a nadie.
Colocó de nuevo la mano en su pierna, y ella no la retiró. Se dejó llevar mientras esos cinco dedos ascendían, deslizándose por su piel con un tacto culpablemente placentero. Dejó escapar un suspiro.
-No, yo… cariño, yo tengo marido.
Una sonrisa taimada se asomó al rostro del muchacho.
-La verdad, profe, me suda la polla que tenga marido. Y creo que a usted también.
Sus labios volvieron al asalto, y los de ella no se quejaron. De hecho, su propio brazo, como por ensalmo, se deslizó por el pantalón de traje que llevaba el chaval.
-Madre mía… -susurró, con los ojos abiertos como platos, al tocar lo que eso escondía. No supo decir si Sergio estaba orgulloso o avergonzado, pero sí que hacía tiempo que no probaba una polla de ese calibre.
Con una lentitud agónica y morbosa, la acarició. Escuchó cómo el gemía como un animal salvaje, disfrutando por primera vez del papel de macho que le había reservado la naturaleza.
-Joder, qué manos tan suaves tiene, profe…
Sonrió. El chaval tenía labia, después de todo. O quizá ella estaba muy cachonda y muy desatendida.
-Y tú tienes un pene… tienes un pollón enorme.
-¿Sí? ¿Dónde lo quiere?
-Adivínalo, machote… -respondió, acariciando su entrepierna con un guiño malévolo. Ya no había lugar para la ambigüedad, ya no podía fingir que se trataba de un malentendido. Era todo o nada, y lo quería todo.
Sergio tragó saliva y asintió, pero no se la sacó. Por el contrario, se incorporó para luego agacharse delante de esos muslos generosos que su maestra se había esforzado en esculpir. Ella adivinó lo que pretendía, y le indicó con la mano que lo hiciera.
-No llevo bragas…
-Vaya, profe, parece que es usted más viciosa de lo que pensaba.
Y, sin más dilación, enterró la cabeza en el lugar donde sus piernas se encontraban. Marina supuso que había leído sobre el sexo oral en Internet y estaba deseando probarlo. Por eso, empezó a moverse por debajo de su falda con el entusiasmo vigoroso de la juventud, con acercamientos torpes pero efectivos.
Cuando su lengua finalmente tocó su clítoris, Marina dejó escapar un jadeo.
Sergio lamió su coño sin grandes alardes de destreza sexual pero de manera digna, eficaz. Ella se sintió como una reina, siendo masajeada en su interior por esa juventud insolente que quería tocarlo todo, chuparlo todo, probarlo todo, recoger todas las rosas de la campiña hasta dejarla desierta. Vibraciones constantes de placer recorrieron su cuerpo maduro, y se empapó de su juventud mientras él se empapaba de los jugos que su sexo rezumaba sin mesura.
-Joder, para esto no necesitas profesor, cabrón… me cago en Dios, qué bueno eres…
Y era cierto: una vez superados sus reparos iniciales, Sergio convirtió su lengua en un proyectil que no se cansaba de golpear su interior. De penetrar no solo su coño, sino sus tabúes, su moral, su fidelidad a su marido y a su trabajo. Se tapó la boca para que nadie pudiera oír cómo gemía por culpa de ese niñato. Pero los chillidos huyeron de su boca de todos modos, conforme el éxtasis iba en aumento. Como una olla a presión, el placer fue en aumento de manera excesiva y barroca, desbordante, húmeda.
Hasta que explotó.
Gritó como si no hubiera un mañana, y solo se tapó la boca después de unos segundos. Tiritó, tembló. Sergio se retiró, consciente de que había conseguido por primera vez que una mujer se corriera. Marina jadeó, sudorosa, mientras su alumno se levantaba. Clavó su vista en ese bulto de sus pantalones.
-La necesito… -gimió, convertida en una colegiala tonta y enamorada-. La necesito…
El chaval sonrió.
-Claro, guapa. Enseguida…
Se detuvo, tocándose el estómago.
-Espere, profe. Voy al baño un momento.
Y fue, dando tumbos, hasta el lavabo. Ella se mordió el dedo índice, esperándolo.
Pero, cuando lo oyó, supo que esa noche no pasaría nada.
Entró al baño, todavía con las piernas trémulas por el orgasmo, para ver a ese pobre chico arrodillado en el váter, vomitando toda su valentía.
-Ay, pobrecito… -se lamentó, agachándose para acariciarle el pelo-. Venga, sácalo todo y te llevo a tu habitación.
El chaval sacudió con la cabeza.
-No. Todavía… todavía puedo. Esta es una noche… bonita, la… la mejor de mi vida. Y quiero que… quiero…
Pero la madura cachonda había vuelto a ser la profesora, y negó rotundamente con la cabeza.
-No. Estás borracho, Sergio.
-Por favor…
Volvió a acariciarle.
-Mira, vamos a hacer esto. Yo te doy mi número y, cuando volvamos al pueblo, tú me llamas. Y, entonces, acabamos con esto. ¿Te parece bien?
Él la miró con cierto resentimiento, seguramente acostumbrado a excusas como esa.
-Vale. Vale, profe. Esto ha estado muy bien. Gracias.
Marina le besó en la frente.
-Gracias a ti, galán. No me lo he pasado tan bien desde hace mucho tiempo.
-Y mejor que te lo vas a pasar… cuando nos veamos.
Cariñosa, Marina le limpió con agua los restos de vómito y de jugos vaginales que adornaban su rostro. Luego, apuntó en un papel su número de teléfono y se lo metió en el bolsillo. Estuvo a punto de cambiar de opinión al rozar su generoso pene, pero la sensatez se impuso.
-Venga. Te voy a llevar a tu cuarto, guapo.
Tras arreglarse y revisar bien el pasillo para comprobar que no había nadie, y lo guio hasta su habitación con rapidez. Solo al llegar se dio cuenta de que lo había estado llevando de la mano. Pero es que su piel se sentía tan bien…
-Bueno, guapito, te dejo aquí-le dijo a su mejor alumno, que tanto tenía que aprender-. He pasado una muy buena noche.
-Yo también, profe.
Con esa despedida, se alejó por el pasillo, sonriente y pizpireta, joven y experimentada al mismo tiempo. En ese instante, aunque sentía cierta culpabilidad por el patán de su marido, no pudo sino pensar en que se estaba llevando un buen recuerdo al cementerio.
…
Durante el viaje de vuelta, pudo observar que Mauro y Verónica estaban más cariñosos el uno con el otro. Si esos dos también habían encontrado algo en ese hotel, bien por ellos. Ella no podía esperar a que esas vacaciones llegaran a su fin, a que pudiera dejar de apartar la cara cada vez que su mirada se cruzaba con la de ese chico.
Lo vio, de nuevo en su asiento. De nuevo solo. Con el rostro agachado en su libro, que ya estaba terminando.
Se preguntó cuánto recordaba, se preguntó si se arrepentía. Se preguntó si podría mirarlo a los ojos alguna vez y pedirle perdón. De lo que estaba segura era de que ese desdichado muchacho tímido no tendría el valor de llamarla de nuevo. Eso era un alivio, era una alegría.
¿Lo era?
Porque, a decir verdad… a decir verdad, era una pena. Podría haber enseñado a ese chaval muchas cosas, podría haberse convertido en otro tipo de profesora para él. Y podría haber gozado, sí, de todos los orgasmos que el cuerpo le pedía y que las circunstancias no estaban dispuestas a darle.
Ay, Sergio, qué cosas tan buenas le podría haber dado a ese muchacho…
Cuando llegó al aeropuerto, su marido las recogió en el coche y se las llevó al pueblo. Desde el asiento de delante, habló por el móvil con sus compañeros, paseó parsimoniosa por las noticias de prensa nacional que se había perdido. Cuando le llegó una notificación desconocida, pensó que se trataba de spam. Al menos, hasta que tuvo que esconder el teléfono para que no se viera esa polla erecta y deliciosa que había entrado en su chat.
Se apoyó en su asiento, respirando entrecortadamente. Sonriendo. Cachonda como nunca antes. Y agradecida, pletórica, porque ese muchacho había decidido incidir en su error.
Le envió un mensaje detallando una fecha y una hora en la que su familia no estaba en casa. Y que fuera lo que Dios quisiera.