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Tiempo de lectura: 5 minutos

Ana, 43 años, abrió la aplicación del banco y echó un vistazo al saldo de su cuenta corriente.

Su rostro palideció y reflejó una mueca de profunda preocupación. Dejó el móvil sobre la mesilla y se tumbó en el sillón acurrucándose, las manos sobre el rostro y la mente llena de pensamientos. "Este mes no podré pagar el alquiler y si no encuentro algo pronto, cualquier cosa, estaré en la puta calle."

Los nervios se agarraron a su estómago y durante unos instantes le costó respirar. "Quiero meterme en la cama y desaparecer." pensó, como si ocultarse ahí la fuese a salvar.

El aire acumulado en su tripita la molestaba, pero aguantó. Era lo que se merecía por bocazas. Si se hubiese estado calladita no la hubiesen despedido, si se hubiese tragado su maldito orgullo.

Apretó el trasero contrayendo el esfínter y evitando que el aire saliese. No es que la importase tirarse un pedo allí. Estaba sola, sin amigos ni conocidos, sin recursos. Todo por ser una gilipollas engreída que creía tener el mundo a sus pies. Su novio la había dejado poco antes del incidente, cansado de sus salidas de tono. Había sido un buen novio, un tío que realmente la quería y que en la cama la hacía disfrutar. Pero ella había querido más y se había insinuado a su jefe Don Luis, para conseguir ascender.

Recordaba el día en que le pilló con su secretaria en el despacho. La muy guarra tenía el rostro colorado y no paraba de jadear mientras Don Luis la enculaba combinando las embestidas con sonoros azotes en sus generosas nalgas.

Desde entonces Ana había querido entrar en el juego y le había propuesto a su jefe una felación. Don Luis se había enfadado y la había echado del despacho. Desde ese día ella le odiaba y ese odio desembocó en el desafortunado episodio que causo su despido.

"Tengo que hablar con Juan." recapacitó pensando en el casero. Juan parecía un buen tipo, seguro que le ayudaba. Era la única salida, aparte de recurrir a sus padres. Pero eso estaba fuera de cuestión, antes de volver a su pueblo haría cualquier cosa.

Juan era la solución.

Se relajó. Dejó escapar una ruidosa ventosidad y poco después la venció el sueño.

*************

Al día siguiente fue a ver a su casero y le contó su situación calificándola de temporal y pintando un futuro optimista.

Sentada en la mesa, contempló por un momento al hombre con barba y gafas que tenía frente. Era algo más alto que ella, seguramente algún año más joven, cara de intelectual y aficionado esporádico al deporte.

– Lo que me cuentas está muy bien. – dijo rompiendo el silencio.

– Pero soy un hombre práctico y tampoco voy sobrado de dinero, necesito el dinero del alquiler y, francamente, no tengo muy claro que en los próximos meses puedas pagarme.

Ana recibió el "golpe" de realidad tragando saliva y haciendo válida la frase "el rostro es el espejo del alma".

– Yo… – dijo sin saber muy bien que decir.

Juan la miró. Por un momento sintió lástima de ella, del cambio. Había sido una de esas que mira por encima del hombro y esa actitud había, de alguna manera, ocultado su hermosura natural. No era guapa, pero tenía cierto atractivo. Ese perfume que la acompañaba, esa mirada. Sí, una vez se quitaba la capa de arrogancia, había algo que valía la pena.

"Eres tonto e ilógico. Pero bueno, la vida es breve." pensó el dueño del piso antes de hablar.

– El piso lo alquilaré a otra persona pero, si quieres, puedes venir a vivir aquí.

Ana abrió los ojos exageradamente.

– No es lo que piensas, el piso es pequeño, un solo baño pero, pero tengo una habitación libre y bueno, no es gratis. Puedes encargarte de limpiar o hacer la cena o algo…

En otras circunstancias Ana habría pensado o en su defecto habría formulado mil preguntas, pero acababa de estar hundida en el abismo de los que no tienen esperanza cuando, de repente, había una luz, una oportunidad para tomar aire…

– ¡Acepto! – dijo como quien teme que la oferta caduque al segundo.

– Pero será temporal… – continuó

– Naturalmente. – confirmó Juan.

****************

Tres días fueron más que suficientes para verificar que Ana no era la mejor cocinera del mundo. Además, en el ambiente flotaba una atmósfera rara. El baño lo usaban por turnos y los cambios de ropa tenían lugar en la habitación. Tanto Juan como la nueva inquilina estaban cohibidos y echaban en falta cierta libertad.

– Juan. Tengo que decirte algo. – se atrevió Ana.

– Lo sé. No te sientes… no es exactamente la palabra pero, no te sientes digamos cómoda.

– Sí, eso es.

– Ya, y además lo de cocinar.

Ana se ruborizó avergonzada, pero calló respetuosamente.

Se hizo el silencio.

La mujer miró a Juan y durante un instante pensó en… besarle. Sí, en eso. Quizás fuese la falta de… sexo. Durante los últimos días no se había atrevido a masturbarse. El cuarto de baño un lugar de paso donde la cadena ahogaba el ruido de los pedos y la colonia disfrazaba el aroma de las ventosidades. Le picaba ahí abajo, quería meterse el dedo y jugar con su sexo, quería… Seguro, que a él también le pasaba porque, igual que ella, se pasaba gran parte del día encerrado en el piso haciendo… ni idea, no sabía que hacía aparte de alquilar el piso.

– Por cierto, ¿a qué te dedicas? aparte de alquilar el piso digo.

Juan tardó un rato en responder.

– Escribo, trato de escribir relatos.

– ¿De qué género?

– Es un secreto. – añadió el varón con un tinte de inseguridad impropio de su carácter.

"¿Qué te sucede? no eres un crío y estás hablando con un adulto." pensó.

– Escribo relatos eróticos. – confesó recuperando la seguridad.

– Vaya… – contestó Ana.

Era evidente que el tema había despertado el interés de la mujer y Juan se enfrascó con ella en una animada conversación. Hablaron de su obra, de sus experiencias sexuales y entonces….

Ana lanzó la pregunta.

– ¿Puedo ayudarte en tu trabajo? no sé "escribir" pero… a lo mejor puedo ayudarse en la investigación y… bueno, a lo mejor inspirarte.

– ¿Por ejemplo? – intervino el casero sentándose a su lado.

Ana le besó en los labios.

Juan respondió.

– Por ejemplo, como funciona la lengua. – dijo Ana de manera sensual cuando sus labios se separaron.

– Abre la boca. – ordenó el escritor.

La mujer obedeció y Juan la besó en la boca metiendo la lengua.

Permanecieron un par de minutos explorando y salivando.

– Me alegro. Me alegro de que hayamos roto el hielo. – intervino el varón.

– Sí, pero yo creo que necesitamos más intimidad…

– Sí, es necesaria, estrictamente para la investigación.

– Desde luego. Por ejemplo, ¿qué necesitas? – dijo ella levantándose.

– Pintar un desnudo con palabras. – respondió él.

Ana se ruborizó antes de responder.

– A sus órdenes jefe.

Y comenzó a quitarse la ropa.

– Tu culo es lo más bonito que he visto, tus pechos son ambrosía digna de dioses y hasta el mismísimo Zeus querría descubrir los placeres que se esconden tras ese monte de venus.

– Pensé que eras más de prosa que de verso.

Se besaron de nuevo. Él sujetándola por las nalgas y ella tanteando con su mano el duro pene que aun protegían los pantalones.

Ana se puso de cuclillas, desabrochó los pantalones de Juan y le bajó los calzoncillos. Como un muelle, el miembro viril saltó con alegría. Usando las manos y la boca, la mujer se encargó de hacerlo crecer. Luego, tras vestirlo con un condón, lo situó en la entrada del bosque.

– Adelante. – susurró en el oído de su hombre.

Juan la penetró.

La sesión se prolongó durante unos minutos. Tras el orgasmo, ambos investigadores exploraron el mundo del sexo oral, dispuestos a conocer cada centímetro de sus cuerpos desnudos.

– Oye. – susurró Ana en el oído de Juan.

– ¿Qué?

– Podíamos instaurar el "día en pelotas".

– Y compartirlo todo.

– La cama, el baño…

– El baño… ducharnos te refieres…

– Todo. Sería más eficiente, imagínate mientras tú te lavas los dientes yo orino sentada sobre la taza…

– No… al revés, mientras te lavas los dientes yo meo y luego, como estarás en pelotas, me acercaré a ti y te la meteré.

– ¿Y si me tiro un pedo?

– Eres un poco cochina, ¿lo sabías?

– Vale, nada de pedos… ¿tú te tiras…

– A veces, como todo el mundo.

– Un día tengo que lamerte el ano, seguro que te gusta. – añadió mientras acariciaba el pene del casero.

– Se te está poniendo duro otra vez… – susurró al oído de Juan.

Fin.

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