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¿Dominada?
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No dejo de pensar por qué me tienes así. En mi muñeca derecha, tu corbata; en mi muñeca izquierda, mi fular, ambas prendas amarradas a los barrotes de la cama.

Han sido muchos días de miradas, de roces, de frases llenas de dobles sentidos e insinuaciones, y también con nuestros más y nuestros menos, con nuestros ánimos y apoyos mutuos y, por supuesto, con nuestras discusiones.

Por eso me gustó tanto que me invitaras a tomar una última copa en el restaurante del hotel al que ese sábado te propuse salir a cenar para olvidar nuestras rencillas y desencuentros, antes de volver cada uno a su casa.

Caballeroso, me quitaste la chaqueta y pediste que nos sirvieran mi vino blanco favorito y propusiste un brindis: “Por los buenos momentos pasados y por los que vendrán”…

Cenamos y charlamos plácida y distendidamente. Con la-segunda botella de vino blanco, las palabras eran más fluidas y, poco a poco, mas pícaras y punzantes. A mitad del postre, me pediste disculparte un minuto; para ir al baño, supuse…; pero al momento regresaste con la tarjeta de una habitación del hotel. Solo me dijiste: sube…, yo voy enseguida.

Subí por el ascensor y recorrí el pasillo hasta llegar a la habitación, notando como el corazón me latía acelerada e intensamente.

Apenas entré, sin llegar a cerrar la puerta, te encontré justo detrás, apoyado en la puerta con la botella y dos copas en tus manos.

Dio tiempo a un sólo sorbo de la copa, el siguiente ya lo degusté en tus labios. Te quitaste tu corbata azul cobalto y aflojaste mi pañuelo de rayas, quitándolo por encima de mi cabeza y deslizándolo por mi cabello. Me llevaste de la mano a la cama, me puse cómoda y vi cómo te quitabas tu ropa para mí. Lo confieso, hacía mucho tiempo que deseaba verte así.

Te subiste a la cama, me bajaste la cremallera de los botines y me los quitaste, y te tumbaste a mi lado. Tu dedo índice rozó mi frente, mi nariz, mis labios y siguió bajando por mi cuello en una caricia suave…; cerré los ojos y noté como el tacto de tu mano cambiaba. No sé en qué momento cogiste la corbata y el pañuelo pero ahora están en mis muñecas y estoy atada a la cama, y sé que deseas verme dominada.

Desabrochas mi camisa blanca y mi sostén con cierre delantero, dejando mis senos expuestos. Juegas con ellos, pellizcando mis pezones, dejándolos sensibles, en ese punto intermedio entre el dolor y el placer. Tus labios siguen bajando por mi vientre, llegas al pantalón, lo bajas con rudeza junto a mi ropa interior. Tus manos siguen bajando, me quitas las medias.

De hecho, lo que realmente te gustaría es tenerme completamente desnuda y expuesta, pero no pensaste que, al atarme primero, luego no podrías quitarme la camisa y el sujetador. Y tus labios vuelven donde lo habían dejado. Continúas bajando, con tu lengua que recorre todos mis rincones, por momentos suave, por momentos fuerte, hasta dar con el punto justo en que se acelera mi pulso y mi respiración, sigues cada vez más rápido y estoy a punto de llegar… y entonces te detienes.

Deseas ver una mirada suplicante por mi parte, pero estoy decidida; es un placer que no te voy a dar.

Me miras desafiante, con una mano entre mis piernas y otra ascendiendo hacia mis pechos. Me los masajeas con intensidad, me aprietas el pezón izquierdo mientras tu pulgar se mueve en círculos sobre mi clítoris, cada vez más rápido, introduces el índice y corazón en mi vagina, los extiendes y encoges haciendo que me retuerza, cada vez más mojada, rozando el orgasmo, casi tocándolo… para que vuelvas a detenerte, dejándome de nuevo a las puertas del cielo. Has ganado. No puedo pasar por esto otra vez y tú no te vas a detener hasta verme suplicar.

Así que sí, te lo ruego: “Por favor, desátame”. Y me miras triunfal. No me muevo mientras me desatas, dejo que te confíes. Tanto dentro como fuera de la cama soy más rápida, más hábil que tú. Con un veloz movimiento quedo por encima tuyo, no te lo esperabas, pero a estas alturas ya nada importa. Deseo sentirte tanto como tú a mí. Tu miembro entra hasta lo más profundo de mi cuerpo para gozo de los dos, provocando los gemidos de ambos. Me muevo, te cabalgo, con tus manos guiando mis caderas, con el roce de nuestros sexos llevándonos al éxtasis, llegando al unísono a una explosión de placer. Caigo exhausta sobre tu torso y tus brazos me rodean.

A nuestro lado yacen tu corbata y mi pañuelo, igual que nuestros cuerpos, entrelazados. Pero no lo olvides: tanto en la cama, como fuera de ella, mi pañuelo queda por encima de tu corbata.

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