Me sorprende que la gente piense que, por el simple hecho de ser una chica transexual, eres una experta en los secretos de la carne. Como si hoy fueras una persona tímida e insegura y, tras la primera inyección de hormonas, en tu ADN se sobrescribiese el Kama Sutra.
Lo cierto es que las personas trans tenemos que lidiar con los mismos miedos e inseguridades que cualquier persona tiene hacia su cuerpo (“¿soy horrorosa?”, “¿me dolerá?”, “¿disfrutará conmigo?”), sumándole además el miedo a que no nos acepten. Y es que, aunque sé que vosotros sentís que soy una mujer y que un cuerpo trans es hermoso en sí mismo, femenino en sí mismo, os sorprendería saber la de gente que nos odia simplemente por no entrar en su cuadriculado esquema del mundo.
La consecuencia de esto es que muchas veces vamos muy despacio en lo que a sexo se refiere, saliendo de nuestra zona de confort solamente cuando encontramos gente que nos da la suficiente confianza y seguridad, que nos hace sentirnos como las mujeres que somos. E incluso en esos momentos, nos cuesta abrirnos a nuevas experiencias.
Siempre que hablo de esto me acuerdo de un compañero del instituto con el que me reencontré tiempo después de haber iniciado mi transición. Solíamos quedar de vez en cuando sin ningún interés sexual por su parte ni la mía, simplemente para hablar de nuestras cosas, de nuestras parejas y nuestros naufragios sentimentales. Él tenía por aquel entonces una novia que era una harpía, que poco menos le hacía caso cuando tenía un calentón, y que luego no tenía más que palabras de desprecio hacia todo lo que él hacía. Yo salía con un chico al que nunca dejé verme completamente desnuda, lo cual dice muy poco sobre mi autoestima.
La casualidad hizo que ambas relaciones prácticamente al mismo tiempo, y eso nos llevó a vernos más, a abrirnos más y, poco a poco, a conocernos mejor. Empezamos a quedar para ver películas, sobre todo en mi casa, pues justo frente a la cama tenía el ordenador y una pantalla bastante decente. Y ahí que empezaba una caricia tonta, un cógeme la mano aquí, un beso en la mejilla allá… y un día, cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos el uno sobre el otro comiéndonos a besos.
Su cuerpo apretado contra el mío me enloquecía. Mis labios se volcaban sobre su cuello y su olor, tan masculino, me emborrachaba. Sus manos se colaban por debajo de mi camisa, luchaban contra mi sujetador y celebraban su victoria pellizcando mis pezones. Su ropa interior, ridículamente colorida y salpicada con diminutos superhéroes, parecía estar a punto de reventar a causa de una masculinidad fuerte y desafiante que se frotaba agitadamente contra mi entrepierna.
Bajo mis braguitas de lunares, mi sexo parecía despertar tras un largo letargo, de tal modo que sentía cómo los límites de mi ropa interior comenzaban a ser insuficientes para contenerme. Mi compañero fue consciente de que algo pasaba entre mis ropas, y muerta de vergüenza dejé de lanzarle besos y mordiscos para suplicarle en un susurro, mis labios pegados a su oído:
–Por favor, no me mires.
Sus ojos castaños, cargados de deseo, se clavaron en los míos, y sus labios también arrojaron un susurro cómplice:
–Qué bien hueles, mi niña.
Su boca descendió hacia mi cuello, descargo un beso tras otro, y el fuego de su deseo me hizo descartar todos los miedos que hasta ese momento me habían embargado.
No sabría decir en qué momento perdí mi blusa, pero de repente fui consciente de que lamía con obcecación mis pezones, que coronaban unos pechos diminutos que apenas habían comenzado a tomar forma. Mis piernas se enlazaron alrededor de su cuerpo, apretando su entrepierna a la mía, y poco a poco la anarquía de nuestros movimientos comenzó a dejar paso a un ávido compás que nos hacía estremecer entre arañazos, roces y mordiscos.
Pero si el roce de nuestros sexos cubiertos había sido una delicia, llegó un momento en que nos comenzó a pesar como si nuestras prendas de ropa no fueran otra cosa que pesadas cadenas que nos impedían movernos, incluso respirar. Yo acepté aquello con resignación, pero él no dudó en parar unos segundos para quedarse totalmente desnudo, ofreciéndome su cuerpo como un magnífico premio.
–Deja que te acabe –le dije –. Sé lo que necesitas.
Mi mano aferró aquella brava masculinidad, y con el primer apretón comprobé que de su sexo brotaban unas gotas cristalinas que resbalaron hacia mi mano. Sin embargo, antes siquiera de que pudieran tocar mi piel (¡cómo ansiaba sentir su cálido contacto!), él apartó mi mano y me invitó a seguir tumbada.
–Lo que necesito es tenerte –me dijo.
Una ola de nerviosismo me sacudió. Nadie me había penetrado, de hecho no tenía claro que quisiera que lo hicieran: su sexo se me antojaba demasiado grande y mi abertura demasiado estrecha, no tenía lubricante y no había tenido la precaución de tener ningún tipo de protección.
–Creo… –intenté decir, aunque no encontraba las palabras–. Creo que no estoy preparada.
En su rostro pude observar cierta contrariedad, y temí que ese fuera el momento en que la situación se torciese de una u otra forma. ¿Se enfadaría? ¿Volvería a hablarme? ¿Era idiota por no querer hacerlo con un chico tan agradable? Sin embargo, lejos de enojarse, me propuso una alternativa:
–Mi niña, ¿no quieres que juguemos de otra manera?
Yo asentí sin tener muy claro de qué me hablaba, pues lo cierto es que tenía muchísimas gracias de seguir con nuestros juegos y caricias. Por eso me sorprendí y di un respingo al ver que aferraba mis braguitas y, sin quitármelas, las estiraba a la par que acercaba su masculinidad, que primero rozó mi muslo, luego acarició con su cabeza las diminutas bolsas de mis genitales, hasta colocarse encima de mi sexo (que en comparación con el suyo parecía a medio terminar). Sin la protección de la ropa interior, nada lograba aislarme del calor que aquel poderoso miembro emanaba, hasta el punto que sentía como si alguien me hubiera introducido un carbón ardiente.
Ni que decir tiene que mis braguitas, que apenas habían sido capaces de contener mi sexo excitado, hacían que nuestros sexos se apretujasen con fuerza, algo que a mí me hacía vibrar, pero que a él debía de volverle loco, pues si por un lado rozaba con mi piel desnuda, por otro le acariciaba la suave textura de mi ropa interior.
–Qué suave es –me dijo mientras se movía, buscando mis manos para entrelazar sus dedos con los míos –. ¿Estás depilada?
Me costaba pensar a causa del movimiento. Al principio nuestros sexos habían rozado el uno contra el otro, pero rápidamente habían empezado a humedecerse con las gotas que ambos destilaban, y que fueron facilitando los movimientos.
–Me he depilado para ti –le confesé–. ¿Te gusta?
Un gemido y un estremecimiento me indicaron que no era disgusto lo que sentía. Tras aquellas palabras, fueron más ruiditos y quejidos los que nos guiaron mientras continuamos explorando las posibilidades de aquel dulce juego, hasta que nuevamente sentimos que la ropa nos sobraba, y llegó mi turno de quedar completamente desnuda.
Mi compañero había mostrado tanto interés en mí, tanta entrega en sus besos y tal pasión en sus abrazos, que mi confianza en mí misma se vio incrementada. Fue por ello que al observar que la punta de mi sexo se hallaba totalmente empapada en mis propios jugos, decidí acercarla a la cabeza de su virilidad, aprovechando aquel lubricante natural para rozar ambos sexos en un delicioso masaje.
Él se dejó hacer, tumbándose mansamente y dejando que yo me colocara encima, continuando con aquel dulce choque de sexos, idénticos y al mismo tiempo tan diferentes: fuerte y masculino el suyo, vulnerable y femenino el mío. A punto estaba de dejar de lado todos mis miedos y pedirle que se introdujera dentro de mí, que me hiciera suya, que me despojara de aquella virginidad con la que cargaba… a punto estaba de decirlo, cuando la sola idea me llevó al culmen, y sin otro aviso que una mera contracción, mi sexo descargó una profusa carga sobre él, embadurnando completamente su masculinidad, pero salpicando también parte de su vientre.
–¡Mierda! –exclamé enfadada, en parte por haberle manchado, en parte por haber dejado escapar un orgasmo de una forma tan simple y rápida.
Él se rió mientras se incorporaba, y el volumen de su cuerpo, más grande que el mío, me hizo caer sobre la cama. Como mis erecciones nunca son grandes a causa de las hormonas, la eyaculación había hecho que mi sexo se replegara a un tamaño diminuto, pero eso pareció excitarle, pues comenzó a frotarse una vez más contra mi. Pareciera como si su poderoso miembro quisiera introducirse dentro del mío, y lo cierto es que no tenía nada claro qué era lo que intentaba hacer, en el caso de que realmente intentara algo y no estuviera cegado por la lujuria.
–¡Quiero acabar dentro de ti! –gimió, más una súplica desesperada que una orden.
–¡Hazlo! –le apremié.
Su masculinidad embistió entonces contra mí, pero con poco tino, deslizándose unas veces hasta mis genitales, escurriéndose otras veces entre mis nalgas. Sin más remedio que intervenir, abrí mis piernas, cerré los ojos y agarré su sexo, pero antes de que hubiera podido conducirlo a la puerta de su cuerpo, un suspiro mortal escapó de sus pulmones y una carga lechosa de su miembro.
En silencio nos miramos sin saber qué hacer o decir durante lo que tuvo que ser un minuto, pero que nos pareció una eternidad. Finalmente, sin saber muy bien cómo ni por qué, estallamos en carcajadas. ¿Nos reíamos de nuestra torpeza? ¿Acaso de la alegría de estar vivos y haber disfrutado de nuestros cuerpos? ¿Pudiera ser que simplemente expresáramos nuestro nerviosismo? Quizá (seguramente) un poco de todo.
–Oye –me preguntó de repente–, ¿y la película?
A mirar a la pantalla, pude ver las últimas letras de los créditos.