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Detrás del espejo
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Un hombre con problemas de erección, redescubre el placer del sexo a través de la contemplación.

Una tarde gris de febrero, el marido se sentó en el sillón oportunamente colocado en el centro de la sala contigua a la habitación matrimonial.

Dispuesto, y a la vez asustado por lo que la escena que iba a ver pudiera despertar en su interior, se preparó para la observación de la concupiscencia ajena, del adulterio consentido, del grito de la carne.

Judit entró acompañada del hombre. No se atrevía, ni siquiera, a tomarlo de la mano. Pálida, temblorosa, temblaba no saber lo que hacer.

Ambos se sentaron en la cama y decidieron tomar una copa del champagne que el marido había dispuesto al lado del lecho.

Intercambiaron unas palabras que él pudo escuchar gracias a los micrófonos colocados en las cuatro esquinas de la alcoba.

Bajó un poco el volumen, no quería que un inoportuno eco pudiera acrecentar aún más la tensión y espantar a los improvisados amantes.

Hablaban del trabajo, de la ciudad y del tiempo.

El marido no alcanzaba a imaginar qué podía haber de erótico o interesante en semejante conversación.

Por fin, el hombre venció su timidez y la besó. Fue un beso corto, furtivo, como si temiera la reacción de ella. Judit se quedó quieta y él comenzó a acariciar sus senos por encima de su vestido. Se abalanzaron el uno sobre el otro y comenzaron a quitarse la ropa: primero desabrocharon cuidadosamente las botas altas que ella lucía para la ocasión, después levantaron el vestido y la ropa interior fue dispersada a los cuatro vientos. Judit permaneció con sus medias negras puestas; el hombre, completamente desnudo.

Se trataba de un joven moreno, guapo, musculoso y notablemente bien dotado. Su verga en erección era el falo más grande que Judit hubiera visto nunca.

Él estimuló suavemente su sexo femenino hasta que este se humedeció bajo sus dedos.

Tras esto, Judit bajó despacio, recorriendo con besos el cuerpo fuerte y depilado de aquel macho ejemplar hasta llegar al enorme pene.

Comenzó por lamerlo tímidamente para, después, introducirlo en su boca y practicarle una felación con la que ambos perdieron el control. Dejada a un lado la inhibición, Judit montó a horcajadas sobre aquel miembro como si se tratara de un corcel indomable. Los jadeos y los gemidos se fueron sucediendo hasta que ella arañó el pecho de él en señal de haber llegado al clímax.

Terminado el coito, Judit se levantó para servirse otra copa, sintiéndose satisfecha y, a la vez, temerosa de lo que pudiera estar sintiendo su marido al otro lado del espejo tintado.

Su cónyuge había comenzado a sudar y sentía palpitaciones. Había algo sórdido, delicuescente, y a la vez tan bello en contemplar a su musa de aquella guisa.

Sin tiempo para más reflexiones, el efebo se levantó de la cama con su miembro nuevamente erecto y la agarró por la cintura para lanzarla sobre el colchón. La penetró y la cubrió para comenzar a embestirla con vigor renovado. Esta vez, los gemidos se tornaron gritos, auténtico júbilo y placer carnal mientras ella repetía una y otra vez en su lengua materna: Folla’m, folla’m…

Él seguía entrando en ella como si nada más importara, como si le fuera la vida en ello.

Ella, con sus piernas envueltas en sus medias de seda negra, ora parecía querer tocar el techo con los dedos de los pies, ora lo amarraba con fuerza contra sus caderas.

Finalmente, tras algo parecido a un bramido, él eyaculó en el interior de ella, que recibió con una sonora invocación a todas las divinidades su esperma.

Durante el intervalo que precedió al tercer polvo, el Marido permaneció sentado en su sillón, rememorando cada segundo de lo que acaba de ver, pero algo se revolvió en su interior cuando oyó a aquel tipo hablar sobre lo hermosos y delicados que eran los pies de Judit. Dicho esto, comenzó a masajearlos por sobre las medias. Ella correspondió dicho gesto frotando el miembro de su amante entre ambos pies.

Una vez más, se desató la lujuria y aquel individuo desconocido comenzó a follarse a Judit por tercera vez en distintas posturas, todas ellas acompañadas de los pertinentes delirios eróticos. En una ocasión, Judit se puso boca abajo en la cama, mirando fijamente al espejo mientras mordía las sábanas. Fue en ese preciso instante, cuando el marido sintió algo que hacía tiempo no sentía: él también se estaba empalmando. Comenzó a masturbarse, acompañando a la pareja mentalmente en su fornicación.

Al acabar, ambos se abrazaron en el centro de la habitación, dejando ella caer gotas de semen y fluidos vaginales entre sus trémulas piernas.

El marido no pudo evitar correrse en el suelo y caer de hinojos.

Amaba tanto a Judit.

Barcelona,

22 de febrero de 2022

Roberto Cechinello

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