Daila balanceaba la cabeza con presteza de cara a arrancarle el último orgasmo a su cliente. Le miró a los ojos mientras engullía su miembro. Prisco le devolvió una mirada pasional que se extravió por los senderos del placer. Su boca se desencajó liberando un lamento que anunciaba el inminente orgasmo, pero éste se vio truncado por la cruda realidad. Abrió los ojos y contempló su erección manifiesta, incluso dolorosa, pero Daila no estaba. Era Marisa la que dormía plácidamente a su lado. Una respiración pausada y profunda, a la vez que sonora así lo confirmaba. La contempló un instante en la penumbra y sintió la necesidad de penetrarla.
Hacía tiempo que no la deseaba, pero dada su excitación, la encontró más atractiva de lo habitual. Observó su pronunciado trasero cubierto por la fina tela de sus bragas. Se acercó a ella, hizo la prenda a un lado, posicionó el miembro erecto a la entrada de su vagina y la penetró con determinación. Marisa balbuceó alguna inteligible palabra e intentó zafarse. Una mano sujetó con firmeza su trasero y la otra la cogió del pelo. El placer tomó las riendas de sus sentidos y empezó a culear ante las acometidas de su esposo. Los gemidos se amplificaron y el ritmo se volvió frenético llevando a ambos conyugues a compartir un intenso clímax como antaño.
Marisa se dio la vuelta, sonrió con devoción, le dio un beso a un marido jadeante, después fue a lavarse. Mientras, éste la contemplaba ahora sin un ápice de deseo. Era Daila la que se adueñaba de sus apetitos, pese a ser un sexo de pago y pese a albergar un deseo que probablemente no era compartido, aunque quería pensar que sí.
Ya no pudo conciliar el sueño, inmerso en unos delirios en los que imaginaba una realidad distinta de la que ella formaba parte. No obstante, ese imaginario “mundo feliz” no dejaba de ser una utopía y su circunstancia era bastante más terrenal. Su condición de detective era un hándicap para sus quimeras. Reiteradas veces intentó terminar con una relación que hacía aguas de unos años aquí. El entusiasmo sexual en la pareja se había esfumado. El deseo fue sustituido por el rechazo y era la apatía la que se había instaurado en la relación con el paso de los años, por eso, cuando conoció a Daila su pasión retornó haciéndole sentirse vivo de nuevo. Con Daila gozaba del mejor sexo que podía haber imaginado jamás. Con ella se explayaba sin tabúes, sin remilgos y con un placer inigualable que él quería pensar que era recíproco. Todo iba implícito en ese acuerdo tácito en el que ella se lo daba todo por un precio que él estaba dispuesto a pagar sin cuestionarlo. Le hubiese gustado que las cosas fuesen de otro modo, pero eran como eran y había que aceptarlas, o con todo, intentar cambiarlas.
Su hija de diez años constituía otro obstáculo a la hora de tomar una decisión que pudiese quebrantar la confianza en su padre, por tanto, esa elección siempre era postergada en aras de un mejor momento.
Prisco entró en el local. No le gustaba que le vieran allí. No era lo mismo entrar en lugares similares en calidad de policía que con intenciones más sombrías, sin embargo, era el único modo que tenía para acceder a Daila. Lo había intentado de diversos modos. Una de sus propuestas fue hacerlo en un hotel, o quizás, en otro lugar menos variopinto. Otra fue la de le plantearle la posibilidad de alquilar un apartamento para sus encuentros, sin embargo, ella era consciente de cual era su lugar y de que, bajo ningún concepto, podía ir por libre. Su chulo se lo dejó claro en el pasado, y como testimonio, una sutil cicatriz adornaba su ceja derecha, aun así, aquella señal no enmascaraba su belleza natural. Unos ojos de un azul claro daban fe de su procedencia y su acento del este lo confirmaba. No era una mujer despampanante. Era menuda, de uno sesenta y dos para cincuenta y dos kilos de peso, delgada, de pequeños pechos para los que buscaban las delicatesen en sustitución a perderse en la inmensidad de las ganadoras de los óscar a mejor actrices secundarias. A Prisco no le atraían las mujeres voluptuosas, quizás por eso la gracilidad de la que hacía gala Daila enturbiaba su sentido común. Por su parte, ella era consciente de que estaba en el ocaso de su juventud y que sus días en el club tocaban a su fin. Probablemente después sería vendida a otros proxenetas de menor nivel y acabaría en locales de tercera, en pisos, o en la calle.
La luz era vaporosa. Había tres clientes sentados en la barra conversando cada uno con una fulana que le correspondía con fingidas sonrisas y falsas palabras. Prisco arrimó el taburete, se sentó y apoyó el brazo en la barra. Se sentía como pez fuera del agua. El hombre más corpulento desapareció por un pasillo junto a una de las chicas. No le gustaba aquella situación y tampoco sentirse observado ante lo que resultaba evidente.
Una de las fulanas se le acercó amablemente y le preguntó qué le servía para beber. Prisco pidió un gin tonic y a continuación preguntó por Daila.
—Hace días que no viene, —contestó la muchacha intentando tomar su relevo.
Prisco le sonrió con cortesía y desechó su ofrecimiento.
—¿Sabes dónde puedo encontrarla? —preguntó el detective. La joven lo miró perpleja y se volteó hacia el hombre que en ese momento estaba pasando un trapo por la barra contemplando la escena desde el otro lado sin perder detalle de la conversación.
Prisco lo miró un instante intuyendo que era el proxeneta y se acercó a él sospechando que podría aclararle el paradero de la joven. Su aspecto era enjuto, de escasas carnes, pómulos prominentes, nariz aguileña y unos ojos hundidos que le conferían un aspecto vil, poco honesto y de escasos amigos.
—Me gustaría ver a Daila, —pidió.
—Ya no trabaja aquí, —sentenció el otro sin dejar de pasar el paño por la barra.
—¿Sabes dónde puedo encontrarla?
—Ni idea, —dijo sin dar ni un detalle.
—¿No dijo nada? —insistió Prisco.
—¿Y a ti que coño te importa? ¿Eres su padre o qué?
El detective lo miró impertérrito. El chulo le devolvió la mirada desafiante y Prisco salió del lugar sabedor de que conocía más de lo que contaba, por eso tenía que encontrar el modo de hacerle hablar.
No podía alejar de su cabeza a Daila. Soñaba despierto, pero lo novedoso era que no se había percatado hasta su ausencia de que no sólo la deseaba, sino también fue consciente de lo mucho que la echaba de menos, y no sólo por el buen sexo. El rememorar sus labios abrazando su miembro mientras soltaba su carga en la boca, le provocó una erección. Pensó en aprovechar el momento y disfrutarlo con su esposa, en cambio esta vez optó por irse al salón. Se sentó en el sofá, se bajó los gayumbos, cerró los ojos y dejó volar su imaginación evocando cada momento vivido con Daila. Aferró el tronco, lo apretó con firmeza e inició su masturbación despacio para ir acelerando el ritmo paulatinamente a medida que se teletransportaba a su lado y el placer se intensificaba hasta hacer salir el semen a borbotones, esparciéndose por su pecho entre espasmos y gemidos amortiguados.
Tras la descarga, su miembro se deshinchó y la excitación desapareció, pero no su desasosiego. Tardó horas en poder conciliar el sueño y en ese intervalo decidió tomar cartas en el asunto, usar su estatus e investigar por su cuenta. Buscó la dirección del local y averiguó que el fulano se llamaba Cornel. Husmeó también en sus datos fiscales para comprobar donde vivía. Vio que su negocio estaba registrado como pub o bar de copas, sin hacer mención a nada que tuviese que ver con la prostitución. Tenía dada de alta a una camarera en la Seguridad Social y Prisco dedujo que era una tapadera.
Mintió a Marisa diciéndole que estaba en un caso para justificar sus reiteradas ausencias nocturnas. No era la primera vez que lo hacía, pero sí era la que más tiempo pasaba fuera de casa. Después de seguir al sujeto con cara de pocos amigos durante varios días sin obtener pista alguna, decidió cambiar de estrategia, de modo que optó por usar métodos menos ortodoxos, puesto que no tenía elementos, ni armas, ni pruebas para interrogarlo, ni siquiera motivos que justificaran una interpelación.
Eran las dos y media de la madrugada. La lluvia repiqueteaba en el parabrisas del coche. Prisco se había envuelto en una manta para atemperar su cuerpo. El frío estaba haciendo mella en sus huesos resucitando una antigua lesión que arrastraba de años y con el exceso de humedad resurgía como el Ave Fénix para reclamar su atención. A pesar de la baja temperatura, empezaba a acusar el cansancio, por lo que los ojos se le iban cerrando sin que pudiera evitarlo. Ya no era el mismo de antes, cuando pasaba horas a la espera de su presa sin desfallecer.
—Necesito un café, –se dijo, pero a esas horas los locales que había abiertos sólo servían bebidas alcohólicas.
El frío le increpaba y aquella era una noche gélida, de manera que no tuvo más remedio que encender el motor para poner la calefacción y entrar en calor. Al poco tiempo salieron las chicas y detrás el chulo. Dos de ellas tomaron un camino y la tercera se quedó con él. El proxeneta cerró con llave el local, seguidamente bajo la persiana, cerró también con llave y puso un candado. Prisco apagó el motor, salió del vehículo lo más sigiloso que pudo y se aproximó intentando no delatar su posición. La lluvia mitigaba el sonido de las pisadas, lo cual era de agradecer porque a esas horas de la noche la calma era absoluta. Cornel hablaba con la fulana y Prisco esperó agazapado en una esquina a la expectativa hasta que vio que la abofeteaba. Imaginó que era su modus operandi cuando pretendía amonestarlas o reprocharles algo. O quizás necesitaba pegarles para descargar su frustración, o quien sabe si para sentirse más hombre.
No era el momento que había pensado para intervenir, pero dadas las circunstancias se apresuró intentando no delatar su presencia. Cuando ya estaba a diez metros, el proxeneta volvió a abofetear a la chica y cuando iba a repetirlo, Prisco le cogió la mano al vuelo y se la estampó en su propia cara, rompiéndole el tabique nasal. El fulano se cogió la nariz aquejado por el dolor, a la vez que lanzaba toda clase de improperios sin saber a quien, puesto que todavía no había reconocido a su agresor.
Prisco le hizo una señal a la chica para que se largara y ésta permaneció un instante confusa para después perderse en la noche. Al reponerse del golpe traicionero, fue cuando reconoció al cliente de su local que volvía a cogerle de un brazo empujándolo hacia un descampado.
—¡Ven conmigo capullo! —le obligó el inspector mientras lo arrastraba bajo una intensa lluvia que empapaba a ambos por igual. En el descampado había una caseta que utilizaban los albañiles para dejar material de obra. Prisco echó la puerta abajo y entró empujando al fulano hacia adentro.
—Espero que el hecho de coger una pulmonía sirva para algo. ¡Joder! –maldijo sacudiéndose el agua de su chaqueta como si eso sirviese para algo.
—¿Qué coño quieres de mi? —preguntó el chulo intentando detener la hemorragia con sus manos.
—Creo que no has sido sincero conmigo.
—¿Quién eres tú? No sé donde está Daila. Déjame en paz. Voy a llamar a la policía, —le advirtió.
—No hace falta, —contestó Prisco enseñándole su placa.
—¿Eres poli? Serás cabrón…
—No digas palabrotas, —le advirtió Prisco al tiempo que le estiraba la nariz y se la retorcía.
—Hijo de puta, —gritó el proxeneta.
—Si dices mentiras te crece la nariz, ¿te das cuenta? Y si no me dices lo que quiero saber te la arrancare de cuajo, ¿entiendes lo que te digo, gilipollas?
—Estás acabado. Mañana pondré una denuncia, —balbuceó intentando recobrar un ápice de dignidad.
—¿Crees que alguien va a creer la palabra de un chulo de putas antes que la de un condecorado policía?
—Un condecorado y honrado policía que seguramente deja a su mujer en casa para irse de putas, —aseveró esbozando una pérfida sonrisa que se camuflaba en su ensangrentado rostro.
Prisco le atizó otro golpe en la nariz como si al hacerlo, las palabras del chulo careciesen de significado.
—Vas a decirme donde está Daila y si no me convence tu respuesta te partiré esa cara de imbécil que tienes, te arrancaré la nariz y te la meteré por el culo. ¿Has entendido?
El proxeneta asintió ahora más sumiso.
—La vendí.
—¿La vendiste? Cómo que la vendiste?
—Pronto se le “pasará el arroz” y entonces será más difícil que alguien se interese por ella.
—¿Crees que es una cabra? —preguntó indignado el policía mientras le reventaba la nariz.
El fulano gritó de dolor. En esos momentos, su rostro era un amasijo de carne ensangrentada. Las quejas del proxeneta se convirtieron en lamentos, gemidos y lloriqueos suplicándole que lo llevara a un hospital.
—Volveré a hacerte la pregunta que debiste contestarme el otro día. Si lo hubieras hecho, ahora, aunque fea, tendrías nariz ¿Dónde puedo encontrarla?
—Cornel le dio la dirección farfullando.
—Espero que Daila esté bien o volveré para despegártela de tu infecta cara.
—¿No vas a llevarme al hospital? —gritó el chulo.
—¡Ve caminando! —dijo Prisco. A continuación lo cogió con ambas manos de las solapas, lo acercó con ímpetu hacia él y arrimó su cara hasta sentir su aliento fétido.
—Por cierto. Di que te has ido de bruces y te has roto la nariz. No digas que ha sido por imbécil. Podrían creerte.
Prisco entró en el local. Estaba vacío y mal iluminado, aunque lo suficiente para ver el mal gusto de la decoración. El olor era un revoltijo de olores humanos atenuados con un ambientador que no alcanzaba su propósito, por lo que una tufarada penetró en sus fosas nasales provocándole náuseas.
El hombre de la barra le pareció igualmente repulsivo. Con sobrepeso y una papada que hacía difícil reconocer donde terminaba el rostro y empezaba el cuello de no ser por una pequeña protuberancia que en algún tiempo habría sido una barbilla.
—¿Puedo ver a Daila? —preguntó Prisco.
El hombre asintió y la llamó a voces.
—¿Le pongo algo de beber? —le preguntó.
—Un gin tonic.
Daila tardó unos segundos en salir. Se detuvo un instante en la barra contemplando a su amigo y esbozando una sonrisa. Prisco se dio cuenta de que no existía maquillaje que la pudiese embellecer más que su sincera sonrisa en la que se insinuaban unas ligeras patas de gallo evidenciando su tránsito a la madurez.
—¿Estás bien? —preguntó él.
—Sí, —afirmó ella.
—¿Quieres salir de aquí?
Daila asintió y Prisco se dirigió al orondo personaje.
—Voy a llevarme a Daila por el módico precio del gin tonic y no volverás a verla más.
—¿Qué coño estás diciendo, gilipollas? —dijo alterado. Inmediatamente abandonó la barra y se dirigió hacia Prisco con intenciones poco amistosas y cuando estaba a su altura, Prisco le plantó su placa en la cara.
—Si no montas un pollo no te denunciaré por tráfico humano. Me iré y no volverás a saber de mí, pero si tan sólo me miras de reojo o dices una palabra que me desagrade volveré con una orden judicial y te aseguro que perderás todo ese tocino en la trena.