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Así como en las hojas, mi piel retiene las gotas. Se deslizan hasta la punta y ahí se sostienen, hasta que la fuerza de otra gota las empuje al abismo. Crean un recorrido y yo las imagino un poco más densas, como un almíbar que roza mi continente.

Cuando no aguantan más se dejan caer y golpean contra el suelo, se deshacen y se vuelven a reunir; una tras otra, una por una.

Angelical, la brisa seca mi superficie. El calor del sol aumenta la temperatura. Y entonces las gotas se agitan con un furor diabólico.

Yo sigo todo el recorrido con mis ojos. Mis párpados acompañan mis miradas y mis movimientos. Son la precuela del resto de los sucesos. Las pestañas le aportan un aleteo imprevisto al conjunto, sutil pero no por eso menos drástico, menos tajante, menos importante.

Desearía un paisaje fenomenal, algo alocado, que me reciba como la arena recibe las oleadas del mar. Como esa adrenalina mientras la ola se forma justo antes de romper contra la masa de agua. Como lo siniestro de lo profundo de ese mismo mar. Como lo intenso de un azul que se ennegrece cada vez más y cuando un rayo de sol lo atraviesa, se transforma en un zafiro sensacional.

Muerdo una uva coloreada en variedad de tintas, y su jugo explota en mi boca. El sabor se impregna; simultáneamente mi garganta recibe y deja correr todo lo que reste (otro año recordando mi fascinación por el aporte del dulzor ácido que mis sentidos guardan en mi memoria…)

La percepción es tan fuerte que no queda otra opción más que enmudecer ante cada nuevo encuentro. Descubro una fascinación por el silencio, ese silencio que también es continente de algo más, pues alberga en él todos los sonidos imperceptibles a mi oído, y eso me hace fraguar una nueva escena.

Y si así lo quisiera, sé que iría por mucho más; más allá pero no del todo, pues aún en mi fantástica quimera puedo discriminar el aspecto taimado de los excesos, y a ellos… no los pretendo, ni tampoco me apetecen. Quitarían de mi la incógnita de la apertura y del autodescubrimiento.

Es entonces que sin saber cómo ni cuándo, desde la punta de mis dedos obtengo un dejo de rendición, esa que es tan literal, la que proviene del mismísimo significado de rendirse: “someterse al dominio o voluntad de algo”. No quisiera juzgar mi curiosidad, pues es la que me hace continuar en la búsqueda, pero sí deberé admitir mi deseo histriónico de satisfacer. Y tan sólo en una profunda respiración me encuentro tendida, abrumada y al mismo tiempo completamente apaciguada. Aquietada por una fuerza que me superó y me encontró vulnerable pero ávida de conocimiento; una fuerza que me apasiona por ser, sobre todo, cándida y comprensible.

Y así, casi sin ser consciente de ello permito, a mi ritmo, que ese dejo me recorra enérgica y firmemente, con esa sensación de que algo se me escapa de las manos, pero que sin temor lentamente dejo ir.

En mi mente es tan efímero como un rayo, una corriente de electricidad, un destello brillante en el medio de la noche, un florecimiento mostrándose en todo su esplendor.

Y después… simplemente, la calma.

Gracias por leerlo y haber compartido conmigo esta experiencia.

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