Yo tenía 26 años, venía de un pueblo del interior del país y estaba aturdido por el trajín de la ciudad. Había venido a estudiar y odiaba lo que estaba viviendo.
A esta edad mi historial incluía dos novias (por accidente), y el coqueteo con un profesor de la universidad que no llegó a nada. El miedo era mi guía y la timidez mi rasgo más notable.
Una noche de tantas había descubierto aquel sitio en internet. Me resultaba vergonzoso, pero no podía dejar de mirarlo. Hablaba con chicos y terminábamos masturbándonos, unas veces lo disfrutaba más que otras, pero siempre era la misma cantidad de arrepentimiento y malestar después.
Un día lo saludé y, no sé cómo, los deseos opacaron la indecisión. Decidí, ¿o fue él?, que aquel hombre iba a tomarme y a hacer de mi lo que quisiera. Era como si estuviera en mi cabeza y me manipulara a su antojo. Por las horas que siguieron fui otro (otra).
Acordamos vernos en un cuartucho del Cerro, que pocos días atrás me resultó tan odioso que había prometido no volver jamás. Llegué antes, intenté acomodarme para darme tranquilidad, pero fue en vano. Al final de una hora completa solo en la pocilga, respondió mi mensaje y me dijo que lo esperara en la puerta.
Intenté disimular mis nervios, pero mi cuerpo temblaba y bastó un beso para que él lo notara. Me abrazó apretándome fuerte contra su cuerpo, tan fuerte que llegó a doler. Siguió besándome y memoricé su aliento.
– ¿Dónde vamos a singar? – me preguntó.
Le dije que arriba.
Me ordenó que me desvistiera.
– Dale, mámala
Me arrodillé frente a él. Había un espejo feo pero inmenso que mostraba la insignificancia de mi presencia frente a la suya.
Pasaba los cuarenta, tenía barba y pelo tupidos con canas. No sé si dos metros, pero ciertamente mucho más alto que yo. El cuerpo fornido y con vellos cortos. Un tatuaje en la pierna que normalmente no me gustaría en un hombre, pero que esta vez amé. No sé las dimensiones del pene, pero lo que sí sé es que llenaba mi boca y mi garganta a tal punto que era difícil respirar.
-Tienes que aprender a mamar
Yo luchaba por tragarla completa, él la forzaba hasta el fondo de mi garganta, pero me costaba soportarlo por mucho tiempo. Mi cara estaba llena de saliva y lágrimas. Sabía a sudor y orina.
– Me has acabado la pinga con los dientes
Sentí vergüenza.
Siguiendo aquella voz tosca lamí cada pliegue de su cuerpo, el sudor de sus pies y la suciedad de sus zapatos. Al oído me recordaba que era su puta, su propiedad.
Yo no podía pensar en nada más que en servirlo. Mi única petición respondida fue "escúpeme". Él, además, me abofeteó cuánto quiso, dolía, entonces supe que entre el dolor y el placer hay una línea muy fina. Temía que los vecinos escucharan los golpes sobre mi cuerpo, pero no me atrevía decirle, no podía.
Me hizo caminar por la habitación desnudo en cuatro patas. En ese instante era su perra, podía ser cuánto Él quisiera. Me ordenó que le llevara los condones y el lubricante que estaban sobre un mueble de noche.
Me levantó sin esfuerzo alguno y me colocó como quiso. Me penetró. Mis movimientos al inicio eran torpes y se encargó de corregirme.
– Sube el culo…, pega el pecho a la cama, arquea la espalda como la puta que eres –
Dolía, sentí cada fibra de mi ano quebrarse, tuve deseos de defecar. Lloraba y deseaba que terminara, pero a la vez quería que nunca se fuera. El placer llegó de forma inesperada, pero ahí estaba.
– Tienes que aprender a mover el culo
Mientras más torpe era yo o más trataba de huir, más duro me agarraba por la cintura y me inmovilizaba contra él. Me pegaba con fuerza. A pesar del dolor y la sensación desagradable inicial me esforzaba por metértela y aguantar, mi único pensamiento en ese momento era el deber de servir a mi Amo. Se había convertido en mi Dueño.
Al límite de mi dolor intenté rendirme. Él fue comprensivo al inicio, me abrazó fuerte y siguió besándome. El condón estaba un poco sucio y le embarró la pelvis, lo limpié con mi mano, pensé en lamerlo pero no estaba seguro. Me senté encima de él, me aferró fuerte contra su cuerpo desnudo y nos besamos por un buen rato.
– ¿Cómo me vas a sacar la leche?
– Con la boca – respondí
Fingió permitirlo al inicio, pero mi Amo estaba decidido a descargar su semen dentro de mi. Había sido el primero en penetrarme y su trabajo no iba a quedar a medias. Me colocó frente al espejo y me la volvió a meter, esta vez ninguno de los dos pensó demasiado en mi dolor. Fue éxtasis, no sabía si me excitaba más ver su cuerpo o el mío en el espejo.
Eyaculó dentro de mí y tiró el condón usado a un costado de la habitación sucia. En lo adelante fue más descuidado con mi placer. Como un Dios que recompensa a su adorador me permitió venirme mientras lamía su pene embarrado de semen. Yo agradecí.
No recuerdo el último diálogo, solo que fue corto y simple. Él se fue y yo quedé en la cama, oliendo las sábanas con que había limpiado su cuerpo. Estuve así más de una hora.
No sé si fue real o un juego de mi mente. Mi única certeza es que ya no puedo ser el mismo.