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Conociendo a mi alumna (1)
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Tiempo de lectura: 3 minutos

Hola comunidad de CuentoRelatos. Les traigo esta breve narración, la cual está dividida en cinco partes. ¡Que las disfruten!

Era verdad: después de once años de dar clase a chicos en la universidad, todo se vuelve rutinario. Las mismas preguntas, el mismo guion. Los acostumbrados ojos de asombro cuando se les da una estrategia audaz en un juicio, y su desilusión cuando algunos no consiguen la calificación que aspiraban.

Eso era lo que iba pensando mientras subía las escaleras hacia el salón de debates que ese semestre me habían asignado. ¿Cuánto tiempo faltará para jubilarme? Volví a especular con una media sonrisa: aun muchos años. Acababa de cumplir cuarenta y ocho, y alcanzar una pensión ni siquiera se vislumbraba en mi horizonte lejano.

Suspiré antes de entrar al salón. No es que me sintiera viejo, pero la existencia ya me estaba adeudando algunas ilusiones. ¿Mujeres? Algunas, ni pocas ni en demasía. Seguramente la falta de galanura la suplí siempre con exceso de labia. Pero no, ahí no estaba el problema. Quizá lo que me hacía falta eran retos. Profesionales, empresariales, amorosos o creativos, lo que fuera. Algo que al fin me hiciera sentir vivo.

En fin, crucé la puerta. Ahí estaban mis futuros abogados, poniendo sus miradas expectantes sobre mí, al tiempo que invariablemente empezaban a medirme. Era inevitable, aunque eso también me divertía. Los primeros días los hacía padecer diciéndoles que el semestre sería de pesadilla, y ya después les iba soltando las riendas para que se fueran relajando.

Saludé a la concurrencia mientras veía como todos tomaban asiento. Les hablé del curso, de las complejidades del Derecho Corporativo y de lo que esperaba de ellos. Cuando llevaba un rato de haber empezado, alguien tocó a la puerta. Con desgano le pedí a un alumno que abriera y una chica a quién no le di importancia entró disculpándose. Ni la volteé a ver, molesto porque me interrumpiera en una de las partes más complejas de mi exposición.

Al terminar la clase, fue precisamente ella la que me abordó:

-Buenos días, Dr. León. Le debo una disculpa: la matrícula estaba equivocada y me habían enviado a otra aula.

Yo estaba arreglando mi portafolios y no había reparado en ella, pero esa excusa me pareció muy pueril.

-Mire señorita… -Le dije cuando al fin volteé a verla, pero no fui capaz de continuar la frase. Me sorprendió lo bonita que era.

-Daniela Riuz. -Respondió ella con una sonrisa que desde luego tenía estudiada.

Conseguí reponerme de esa primera impresión y le dije lo primero que se me vino a la cabeza:

-Escuche señorita Riuz. No tengo tiempo para escuchar excusas, solo le pido más puntualidad. Es la formación de todo abogado. ¿Usted cree que la van a esperar en una audiencia?

-Lo siento doctor. No volverá a ocurrir. -Contestó, y verla bajar la guardia no ayudó a que la viera menos agraciada.

-Está bien, por hoy pasa. Nos vemos mañana.

-Aquí estaré en primera fila. -Aseguró, mientras me obsequiaba otra efímera sonrisa y se daba la vuelta para salir.

No quise voltear; me sentí incómodo. Estaba seguro de que ella se había percatado de mi lapsus, e íntimamente le había causado gracia. "Otro idiota al que mi belleza deja turulato" ha de haber pensado. Y está bien, lo admito: por un momento me dejé llevar. Pero estaba claro que no iba a pasar de nuevo.

Me equivoqué. Al llegar al aula al día siguiente, Danna estaba sentada efectivamente hasta adelante. Esa no era en absoluto una mala señal, revelaba que se trataba de una chica atenta que deseaba aprender. El problema ahora era su atuendo, que no solo era sexy sino sugestivo. Llevaba puesta una minifalda obscura por encima de medias de color piel, y una blusa ejecutiva de tono beige -elegante, para ser honesto- muy ceñida al cuerpo. La tela tenuemente brillosa, apenas transparente, dejaba ver un par de pechos grandes, simétricos, imposibles en una muchacha cuya cintura se adivinaba estrecha. Me pareció evidente que se había vestido así para alguien. Quizá para un novio con quién recién hubiera discutido, a quien quisiera mostrarle el monumento de mujer que podía perder. O tal vez para un pretendiente que necesitara un empujón…

-Doctor ¿va a empezar la clase? -me pregunto en ese momento un chico llamado Esteban, en lo que algunos estudiantes reían por lo bajo.

-Si, desde luego.- Le respondí, mientras una sensación de ridículo me envolvía.

Caminé por entre los escritorios y empecé mi cátedra. No voltear a verla, esa sería mi estrategia. Darle la clase a todos los demás y fingir que esa alumna no se encontraba. Ahí estaba la fórmula para contrarrestar el influjo que Daniela empezaba a tener en mí.

-¿Entonces en qué sentido debería estar planteada la demanda? Escuché de pronto una voz que requería mi respuesta. Y claro, era ella. Por un instante no contemplé ese detalle, pero si, también era estudiante y tenía derecho a participar.

¡Carajo! Pensé, y me volví hacia su lugar, resignado. Comencé a explicarle, pero conforme hablaba yo, ella parecía no prestar atención a lo que decía. Sus ojos iban hacia los míos, sugerentes y desafiantes, al tiempo que su boca parecía brillar un poco más. No quise interpretar esa mirada, no podía ni siquiera intentarlo, pero cuando me percaté, me di cuenta de que me había provocado una gran erección.

– ¿Si fue claro? -le pregunté al concluir mi explicación.

Ella solo movió la cabeza, y una pícara pero sencilla sonrisa se mostró en su cara. Supuse, vencido, que ella había notado en mis pantalones lo que me había estimulado sin siquiera tocarme.

Era oficial: el semestre iba a ser muy largo.

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