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Con las manos en… el juguete
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Tiempo de lectura: 11 minutos

Aprovechando que sus hijos pasaban varias semanas del mes de agosto en un campamento de verano en El Robledal, organizado por la agrupación Cruz Roja Juventud, y que su marido iba a estar en viaje de negocios durante unos días en Córdoba, Merche decidió prolongar la charla que habíamos tenido durante la tarde en el Parque García Lorca y quedarse a pasar la noche en mi casa. Nos despedíamos a la salida del parque:

―¿Te parece bien a las siete? ―me pregunta.

―Claro, cuando quieras. A mi mujer y a mis nueve hijos les parecerá bien cualquier hora ―le contesto yo riéndome y haciéndole ver lo innecesario de su precisión. Yo vivía solo.

―Qué simpático eres. No hace falta que te burles ―me dice tratando de parecer enojada. Yo sabía que estaba excitada, como una jovencita que se prepara para un baile de fin de curso. No quise preguntárselo, pero estaba bastante convencido de que no había hecho esto antes―. Venga, sobre las siete estoy en tu casa―sigue diciendo―. Al final, ¿en qué hemos quedado? ¿Llevo Los puentes de Madison?

Habíamos elegido esta película para pasar la tarde. Ambos ya la habíamos visto. A ella le encantaban esas historias en las que la mujer tenía un papel predominante, donde hacía valer sus derechos y donde, de algún modo, lograba desprenderse de ciertas ataduras y abandonar ese rol de sumisión que se le suele asignar al lado del esposo.

Esta era la faceta «feminista» de su personalidad, pero tenía otra casi contrapuesta: su carácter servicial y entregado al hombre, o, como ella decía, al objeto de su amor. De hecho, una de sus películas preferidas era Memorias de África, donde la protagonista era una mujer «guerrera». Sin embargo, adoraba esa escena en la que la heroína, Karen Blixen, se encuentra a su amante, Denys Finch-Hatton, en la terraza de su casa, dormido en una butaca de mimbre y sujetando un vaso de whisky en su mano. Karen se acerca, retira el vaso, coloca otra butaca a su lado y se queda junto a él, embelesada, viéndole dormir. El nirvana.

―Vale. No hace falta que traigas el pijama, que hace mucho calor ―le digo, picándola.

―Muy gracioso ―me dice riendo, con la miel en los labios―. Nos vemos después.

Eran ya las ocho y pico y yo me encontraba en el salón, sentado en el sillón individual del tresillo, esperando a que regresara de «prepararse». Yo me había puesto un pantalón largo de pijama de cuadros y una camisa blanca. Mientras hacía tiempo mirando algo en la tele, me excitaba imaginándome su nerviosismo en ese momento, decidiendo qué ponerse para pasar estas horas conmigo viendo a Clint Eastwood enrollándose con Meryl Streep.

Aunque estuviera vestida, pasar una noche en una casa que no era la suya, con un chico que no era su marido, su tío o su hermano, la debía hacer sentir poco menos que desnuda. Yo había sido capaz de ver su turbación en otras ocasiones que había venido a tomar un simple café o a ver algún arreglo que había añadido yo en la decoración. Se sentía relativamente incómoda, como en un lugar en el que «no debía estar».

Se había demorado mucho tiempo acicalándose en el baño y, ahora, cambiándose en el cuarto que yo le había dejado para pasar la noche. Era mi habitación. Yo dormiría en la del fondo, donde se acumulaba algún trasto que otro. De repente, aparece por el umbral de la puerta.

―Hombre, por fin, ¡lo has conseguido! ―le digo burlándome, arrastrando las palabras―. Las palomitas han cogido moho. ¿Hacemos nuevas?

―No me des mucha caña, ¿vale, listito? ―me dice con retintín.

Chincharnos era algo habitual entre los dos. Nos conocíamos desde hacía muchos años, y a menudo yo solía incidirle en esos detalles de su educación que sacaban a flote su pudor y su vergüenza, como cuando le decía que «no creo que sea correcto que lleves tanto escote», que qué iba a pensar su madre.

En otra ocasión, tomando un café en una terraza, en medio de la conversación, me suelta: «córtate un poco, mi niño». Por lo visto, llevaba un rato mirándole demasiado fijamente a los labios, los cuales se había pintado ese día de un color pardo con mucho brillo. Yo, en realidad, no le veía mayor problema, así que le pregunté por curiosidad:

―Oye, ¿es que tú no miras nunca a los labios?

―Pues claro que miro, pero las mujeres logramos que los tíos no se den cuenta ―me respondió de un tirón.

―Toma, esa sí que es buena. Pues sí que deben hacerlo bien, porque yo no te he pillado ni una vez. Pero, a todo esto, ¿qué hay de malo en mirar a los labios?

―Pues… ―y antes de hablar se da cuenta de que va a pronunciar una de esas frases que despiertan su propio asombro―: Que no está bien ―y se echa la mano a la boca, negando con la cabeza y mordiéndose los labios―. Me enseñaron que no era correcto mirar a los labios ―termina de decir, riéndose. ¿Cómo no iba yo a excitarme con estas perlas eróticas?

Entra tímidamente en el salón, con la cabeza gacha, visiblemente incómoda y con una ligera mancha rosada en sus mofletes. Va descalza. Se ha puesto un pijama de seda completo, color beis: camisa de manga corta, abrochada con botones hasta bastante arriba, y pantalón largo.

Avanza por el salón, cruza por delante de mí, con paso rápido, se dirige aturullada hacia el sofá del tresillo, trastabillándose un poco cuando sortea la mesa de centro, y se sienta recogiendo las piernas y ocultándolas bajo un cojín. Lleva las uñas pintadas de color vino tinto, cosa que no suele hacer. Se ha recogido el pelo con unas pinzas que imitan al nácar. Se recuesta contra el apoyabrazos del sofá, con movimientos bruscos, y acomoda otro cojín detrás de su espalda

―Vaya modelito, ¿eh? ―le digo, prolongando todavía un poco más mis chanzas.

―Si no dices nada, revientas, vamos ―me responde «indignada».

―Vale, tranquila, Naomi Campbell ―le digo, reprimiendo mis carcajadas―, ya te dejo en paz. Bueno, ¿qué?, ¿la ponemos?

―Venga, y así te callas un poquito ―me dice, remarcando cada palabra, picada, siguiéndome el juego.

Y así, sin más preámbulos, nos ponemos a ver la película. De vez en cuando hacemos algún comentario, pero la mayor parte del tiempo estamos en silencio, sobre todo en las escenas eróticas. En esos casos, se palpaba la tensión sexual en el ambiente, pues a cada uno le producía excitación saber que el otro estaba presenciando lo mismo.

Yo instigaba un poco más, si cabía, esa tensión, haciéndole observaciones incómodas, como cuando el protagonista, el fotógrafo, se aseaba en el jardín y la anfitriona le espiaba desde la ventana de su cuarto, escondida tras el visillo:

―Merche, ¿qué haces espiando tras las cortinas? Eso no se hace.

―Tú te callas ―respondía―. Es mi casa, y en mi casa hago lo que quiero.

―Desde luego… ―seguía yo―. Mira que andar excitándose detrás de las ventanas…

―¿Te quieres callar? ―saltaba ella, «molesta», chasqueando la lengua, descojonada al mismo tiempo.

Desde mi posición en el salón, algo más retrasada que la suya ante el televisor, podía observarla sin que me viera. Merche no era en absoluto mi tipo, nunca lo fue. Sin embargo, me excitaba su mentalidad mojigata, alimentaba mi morbo. Pude ver cómo se iba relajando poco a poco, cómo se recostaba sobre el sofá en una posición cada vez más cómoda, extendida, cómo sacaba los pies de debajo del cojín y jugueteaba con él, pellizcándolo con los dedos.

Al acabar la película, nos quedamos charlando un rato, antes de irnos a acostar. Ella había cogido el cojín y lo apretaba contra sí misma, abrazándolo. Eran ya cerca de las doce.

―Bueno, ¿nos vamos? ―pregunto.

―Sí, ya va siendo hora. A ver qué tal se me da dormir en una casa que no es la mía ―me dice, riendo.

―¿Tú?, ¿con lo lirón que eres? Preocupadísimo me tienes.

Nos vamos cada uno a su habitación, se oyen sonidos de cuerpos desvistiéndose, de sábanas que se descorren. Poco a poco se van amortiguando, se apagan las luces y se hace el silencio. Pero a mí todavía me quedan ganas de incordiar. Le grito desde mi cama:

―¿Te has quedado en ropa interior?

Se oye un nuevo chasquido de fastidio, con la lengua. Me llega otro grito:

―No, bobo, me puse un anorak encima del pijama. ¿Quieres dejarme en paz de una vez?

―Era sólo por saber, mi niña, por conocer tus hábitos ―le digo descojonándome pero tratando de parecer serio. Después de unos instantes, vuelvo a la carga―: O sea, que ¿estás ahí acostada en ropa interior sobre la cama que uso todos los días?

Durante medio minuto no se oye ni una mosca, hasta que de repente, pillándome totalmente de sorpresa, la oigo hablarme desde el umbral de mi puerta, en voz muy baja, su cuerpo cubierto con una manta y el mío a medio cubrir por la sábana:

―Mira, graciosito, ¿te queda mucha cuerda todavía? Porque yo quiero dormir, ¿eh? ―me dice aparentando un fastidio que no existe. Está visiblemente cachonda. Si fuera por ella, seguiría con este juego toda la noche.

―¡Vale, tía repelente!, sólo tenía curiosidad. Que duerma usted bien ―le digo tratando como puedo de sonar «indignado». Y luego, hablando por lo bajo, pero suficientemente alto como para que me oiga―: Desde luego, qué mala leche tienen algunas.

―Eso, tú sigue, ¿eh? A ver si voy a tener que dormir ahí para taparte la boca ―me llega su voz desde el pasillo, conforme se aleja caminando.

Yo estoy teniendo una erección en ese momento. «¿Se le ocurrirá venir otra vez a reprenderme?», pienso yo para mí. Me pone cachondo la idea de verla de nuevo hablarme desde el umbral de la puerta estando empalmado bajo la sábana. Decido callarme la boca. Finalmente, dormimos.

Son las siete menos cuarto de la mañana. En la casa reina el silencio. Me levanto para hacer pis. Sólo llevo puestos unos slips azules muy elásticos, de modo que dudo si ponerme el pantalón del pijama. Como la luz del día es aún muy débil, el pasillo está sólo levemente iluminado, pero tampoco me será necesario encender las luces. Decido ir al baño tal como estoy.

Camino sin hacer ruido por el pasillo. Paso por delante de su habitación. Su puerta está entornada, quedando sólo una pequeña ranura. Entro en el baño, cierro la puerta sin hacer ruido y hago pis, procurando no hacer chocar el chorro de orina con el agua de la taza. Dejo la cisterna sin bajar. Me vuelvo a mi habitación de puntillas. Cuando paso por delante de su puerta, creo percibir un ruido como de rozamiento, quizás de una tela sobre otra. Escucho con más atención. «Quizás es que se ha dado la vuelta», pienso. Es un sonido leve, pero continuado. Retrocedo y pongo el oído junto a la abertura de la puerta. Sigo percibiendo un siseo repetido. «No está dormida», me digo. Toco en la puerta muy suavemente, con las uñas de los dedos, de tal modo que si duerme, no se despierte:

―¿Merche? ―digo muy suave.

De repente, se oye un enérgico revuelo de sábanas y el crujir del somier. Silencio de nuevo.

―¿Merche?, ¿estás despierta? ―digo, desde el umbral, sin asomarme.

―Sí, sí… ―se oye una voz dubitativa, insegura, después de una pausa que considero excesiva.

―¿Se… puede? ―digo extrañado.

―Sí… Pasa si quieres ―me dice.

Abro muy despacio la puerta, asomando sólo la cabeza. La habitación, que tiene la ventana cubierta sólo con un visillo, está parcialmente iluminada con la vaga luz del día. La veo a ella recostada sobre la almohada, casi diría que sentada, apoyada contra el cabecero de la cama, y con las sábanas sujetas con los brazos sobre tu torso, por encima de los pechos, como se ve a menudo en las películas. Una pierna flexionada le asoma ligeramente bajo la sábana, la cual aprieta contra la otra. Se me antoja una postura extraña a esta hora de la mañana. Sin entrar aún, le digo:

―Buenos días. ¿Qué haces despierta?, ¿te desvelaste? No son ni las siete.

―No… Bueno, sí.

Arrugo el entrecejo e intento comprender echando un amplio vistazo a la cama.

―Qué raro en ti, con lo bien que duermes siempre, ¿no? ―le digo sonriendo.

―Ya… Debe ser que no es mi casa ―me dice.

De repente observo el brazo que aprieta la sábana contra sí y no encuentro ni la tira del sujetador que debería pasarle por el hombro, ni la que debería cruzar hacia atrás, hacia la espalda. Sigo paseando la mirada por su cuerpo y reparo en la pierna flexionada que sobresale bajo la sábana. Me doy cuenta de que la carne del muslo, justo allí donde nace y comienza la nalga, está igualmente desnuda. «Quizás duerme sin ropa interior», pienso. En ese momento hago el amago de entrar pero me doy cuenta de que sólo llevo puestos los slips. Tras un momento de duda, impulsado de nuevo por el morbo, decido entrar.

―¿Estás bien? ―le digo, avanzando por la habitación y comenzando a estar excitado por exponerme así delante de ella.

―Sí, sí, todo bien, tranquilo ―me responde, esquivando mi cuerpo con la mirada y mirándome a los ojos.

La siento especialmente nerviosa, no sabría decir si excitada, pues en esta semipenumbra en que nos encontramos, creo notar unas manchas granate sobre sus mejillas.

―Pero, ¿qué hacías? ―le pregunto.

―Nada, ¿por qué lo dices?

―No sé, como estás así sentada… ¿Llevas mucho rato despierta? ―le digo. Se me hace raro pensar que se ha desvelado y se ha propuesto pasar el tiempo en esa postura.

―Sólo un rato ―me responde―. Es que me sorprendiste al tocar en la puerta. ¿Tú has dormido bien?

―Sí, perfecto. Sólo había ido al baño un momento ―le digo. Luego, haciéndole notar que me he fijado en que no lleva ropa interior, le suelto riéndome―: Veo que al final te quitaste el anorak.

―Sí… ―me dice, y se pone como un tomate maduro. He llegado a una conclusión: está excitada y nerviosa.

―Tú tramas algo ―le digo.

―¡Que yo no tramo nada! ―responde, enérgica, y noto que se contrae bajo las sábanas, que aprieta más las piernas, juntando las rodillas.

―¿Qué escondes? ―le digo con una sonrisa traviesa.

―¡Pero qué dices, niño! Que no escondo nada ―me dice, tratando de incorporarse un poco más, sujetando la sábana sobre sus pechos con un brazo y ayudándose con el otro sobre el colchón.

Me acerco más a ella, invadiéndole la perspectiva. Gira la vista para no mirar el evidente bulto que ocultan mis calzoncillos. Me gusta observar los esfuerzos que hace por esquivarme. Tiendo un brazo hacia la sábana que cuelga sobre su pierna flexionada, la cojo con dos dedos, como con una pinza, y la levanto un poco.

―¿Qué haces? Estate quieto ―me suelta «enrabietada», tratando de deshacer lo que yo estoy tratando de hacer, tirando de la tela hacia abajo.

―Mi niña, ¿temes resfriarte en agosto? ―le digo yo, siguiendo con mis pesquisas.

Sigo tirando un poco más de la sábana, descubriendo la carne blanca de su muslo. De repente, mi cuerpo se eriza por completo, abro mis ojos de par en par, me quedo en shock durante unos segundos. Observo que por el hueco que forman los dos muslos al juntarse, en la entrepierna, asoma la punta de un objeto de color beis. ¿Es lo que creo que es? No doy crédito. Tratando de recuperarme de la impresión, y adoptando la voz más pícara de que soy capaz, le digo:

―Merche, ¿qué estabas haciendo?

―Nada ―me dice por toda respuesta y ocultando su cara con los dedos, que hacen las veces de persiana. Sus mofletes están a punto de la ignición.

―¿Nada? ―digo. A estas alturas ya no puedo controlar mi excitación, y mi pene empieza a crecer bajo mis calzoncillos. Me acerco un poco más al borde de la cama y pongo mi mano sobre su rodilla. Trato de abrirla, de despegarla de la otra. Ella opone resistencia, pero no «demasiada». Poco a poco va cediendo.

―¿Qué escondes ahí? ―le digo.

―Nada ―responde martirizada, sin saber dónde meterse.

Sigo tirando de su rodilla. Cuando he logrado abrir un hueco entre las dos, vuelvo a tomar la sábana con los dedos. Tiro despacio, haciéndola deslizar por su carne. Ella sigue sujetándola sobre sus pechos. Retiro la sábana de sus rodillas y la dejo caer al lado de su cuerpo. Sus piernas flexionadas quedan al descubierto, así como parte de su vientre y su entrepierna, de donde asoma la punta del dildo que le enseñé la última vez que estuvo en mi casa, circundado por una areola de vello parduzco. Me estremezco con esta visión. Luego la miro a la cara fijamente, que ella trata de cubrir nuevamente colocando su mano sobre la frente, como una visera. La noto respirar con agitación. Sus mejillas van a prenderse fuego.

Mi paquete, ya sin remedio posible, ha crecido a su gusto y me cruza los calzoncillos como un retazo de culebra. Llevo mi mano a su entrepierna, hago una pinza con los dedos pulgar e índice y agarro la punta del dildo, del que comienzo a tirar muy despacio. El cuerpo brillante del juguete, húmedo de ella, va apareciendo despacio como los primeros vagones de un tren que asoman por un túnel oscuro: diez centímetros, quince, veinte… Finalmente, lo retiro de su vagina y lo sujeto en el aire en medio de los dos, evidenciando ante nuestras miradas «la prueba del delito»: un consolador de color crema con la punta imitando a un glande. Ella, para mi asombro, no cierra sus piernas: quiere mostrarme su intimidad, el escenario de sus juegos. Debe estar tan cachonda como yo.

―¿Y esto qué es? ―le digo sujetando el consolador delante de ella, brillante de su flujo, metido ya de lleno en mi papel de inquisidor. Mi miembro lagrimea de excitación.

―Nada… ―responde.

―¿Nada? ―pregunto de nuevo―. ¿Y qué hacía «ahí»?

―No lo sé ―me dice, visiblemente excitada. He visto granadas más pálidas que su cara.

―¿No lo sabes? ―le digo, tratando de adoptar el tono que se usa con un niño que hace una travesura. Ambos nos subimos por las paredes. La cara me arde. Mis calzoncillos empiezan a mostrar una mancha oscura allí donde desemboca el glande.

―No, no lo sé ―me dice. Y luego, como el delincuente que niega tener ninguna responsabilidad sobre el dinero que sujeta en la mano, agrega―: Si no te dejaras esas cosas por ahí…

«Por ahí» significa mi segundo cajón de la mesa de noche, puesto que es ahí donde lo guardaba. Me excita no sólo lo que ha estado haciendo durante la noche con el juguete, estando yo a unos metros, y que se haya desnudado del todo para estar más cómoda mientras jugaba, sino también saber que ha estado hurgando en mis cajones hasta dar con lo que «iba buscando». Me pone a mil.

Yo sigo de pie, junto a su cama, con una tremenda erección que deforma y moja mis calzoncillos, y con el dildo que, caliente aún, momentos antes estaba dentro de su vagina. Me llega levemente el olor que lo impregna. Tengo unas ganas irresistibles de masturbarme y aliviarme. Desearía sacarme ahora mismo la polla delante de ella, hacerla brotar y observar todos y cada uno de los gestos de su cara. Estoy que exploto. Tengo que terminar con esto, pero no sé cómo. Me acerco a ella, al cabecero de la cama, con el juguete húmedo en la mano, haciéndolo girar frente a su cara, tratando de martirizarla, y le digo, en el tono más «severo» que puedo adoptar:

―Pues bien, me parece muy bien, muy bonito ―y observo por última vez el dildo, sujetándolo con los dedos, alzándolo más arriba de la altura de mi cara, como examinando una prueba criminal. Y lo hago así con una clara intención: quiero tener mi mirada visiblemente «ocupada», lejos de la suya, de modo que se sienta libre para poder observar, sin que se vea intimidada, mi pene tieso, pujante y húmedo bajo mis calzoncillos. Y cuán grande no es mi sorpresa cuando logro atisbar, con un fugaz golpe de ojos, que ella, fingiendo atusarse el pelo, retirándolo de su cara y girando la cabeza, aprovecha para deleitarse echando una mirada provechosa a mi pene lacrimoso. Esta vez sí la he «pillado mirando», y una descarga de excitación me recorre el cuerpo. Finalmente, agrego:

―Pues nada, lo dejaré donde lo encontré, ¿te parece bien?

―Haz lo que quieras ―me responde desdeñosa, sin retirar la celosía que protege su mirada―, yo no sé nada y no he hecho nada.

Y diciendo esto, vuelvo a poner mi mano en su rodilla, tiro de ella para abrirme hueco y dejar su vulva expuesta, y llevo la punta del consolador a la entrada. Hurgo con el glande la zona carnosa y húmeda y lo introduzco despacio. Ella sigue mis movimientos a través de los huecos de sus dedos. Una vez dentro, no puedo resistirme y lo vuelvo a sacar casi por completo, para volver a introducirlo. Tras repetirlo varias veces, y ver cómo ella respira agitada, lo dejo dentro tal como lo encontré. No puedo aguantarme más, así que cierro sus piernas flexionadas y las cubro con la sábana. Me giro y camino despacio hacia la puerta. Una vez en el umbral, me doy la vuelta, exponiendo por última vez a su mirada la prueba de mi excitación, y le digo:

―Bueno, pues ahí te dejo haciendo «nada» ―le digo remarcando la última palabra―. Cuando acabes, deja el juguetito sobre mi mesa de noche. Se habrá debido caer y se te habrá metido «ahí» por accidente.

Me dirijo a la cocina, cojo dos servilletas y regreso a mi cuarto. Me tiendo sobre la cama, me quito los slips, quedándome en pelotas, y empiezo a hacerme un pedazo de paja recordando cada detalle de esta escena perturbadora sobrevenida del cielo, por culpa, gracias a Dios, de mis ganas de mear. Me masturbo y me alivio sin poner ningún cuidado en que ella no me oiga. Es más: quiero que me oiga.

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