Estábamos pasando un período de vacaciones en la Costa, disfrutando de los entretenimientos que se ofrecen al turista en aquellos lugares, museos, sitios de interés, balnearios, restaurantes, bares, discotecas y sitios de entretenimiento para adultos. La estancia transcurría sin contratiempos y habíamos gastado el tiempo realizando diferente tipo de actividades hasta que llegó el viernes, el fin de semana, que pareciera despierta deseos dormidos.
Caminando por las calles del centro histórico nos topamos con Imperio Night Club, aparentemente una discoteca de las muchas que pueden encontrarse por allí. Y, no sé, por alguna razón no sentimos impulsados a entrar y echar una mirada. Así que entramos. De entrada, el ambiente nos cautivó. Había buena música, una iluminación atractiva y gente divirtiéndose, bailando animadamente. No tuvimos dudas, entonces, y buscamos dónde acomodarnos, con la intención de pasar parte de la noche ahí.
La música nos encantó desde el principio y rápidamente nos vimos bailando, disfrutando del ambiente, y también, bien pronto, pude percibir como gente alrededor, hombres, principalmente, le echaban una mirada de reojo a mi mujer, que, desenvuelta, se movía instintivamente al ritmo de la música, totalmente desinteresada de lo que ocurría a su alrededor. Simplemente disfrutaba del momento y del ambiente del lugar. Y, en principio, nuestra velada transcurría en calma. Nos tomábamos unos tragos de ron, de cuando en vez, y bailábamos y bailábamos, para no desperdiciar el tiempo.
El ejercicio, sin embargo, al cabo del tiempo, causa desgaste. Y yo, por lo tanto, requiero tiempo de recuperación antes de volver al ataque. Pero mi esposa, no sé, en estos momentos, pareciera ser inagotable. Así que, mientras yo me puse en modo reposo, ella siguió bailando sola y, lógico, alguien tendría que aparecer para hacerle compañía. Su eventual parejo, un hombre de la misma condición mía, pues, encontró en ella la pareja de baile para no, tal vez, danzar solo.
Finalizada la tanda, ella volvió a la mesa para tomar algo de agua, y, recién empezó a sonar la música, apareció otro hombre, más joven, convidándola a bailar. Y ella, sin recato alguno, y tal vez halagada por haber sido escogida por un hombre más joven, lo aceptó. Se alejaron, entonces, y empezaron a bailar muy animadamente. Pronto vi que parecieron congeniar y armonizar. El tipo bailaba bien, sin duda, y se acoplaba bien con ella como pareja de baile. Indudablemente, desde mi perspectiva, ella disfrutaba de su compañía.
Terminada una tanda, ella volvió a la mesa. El pareció tomar otro camino. Así que, mientras pasaban los minutos, charlamos un rato. Me contó que el sitio estaba excelente, que la música estaba muy buena, que el muchacho era oriundo del lugar, que venía con regularidad al sitio, que había venido con un grupo de amigos, que iba a darles una vuelta, motivo por el cual se había ausentado, y que bailaba muy bien. Que la estaba pasando rico, sin más comentarios.
El ambiente era de fiesta, así que le pregunté si estaba cansada y me contestó que no, por lo cual le hice señas para que saliéramos a bailar de nuevo. Y, otra vez, como muchas veces antes, nos dirigimos a la pista. Estuvimos danzando un largo rato al ritmo de salsa, merengues, bachatas, vallenatos, boleros y no sé, qué tantos otros ritmos música colocaron allí para deleite de todos. Al final bailábamos todo y la estábamos pasando bien. Y, ya pasadas las 2 am, entramos en receso. Volvimos a la mesa.
Estando allí, apareció de nuevo el lugareño que andaba de rumba con sus amigos. Pero esta vez mi mujer declinó la invitación a bailar y convidó al visitante a que nos acompañara. Estuvimos conversando un rato sobre lo habitual, dónde vive, que hace, cuáles sus hobbies, etc. Mejor dicho, averiguándole la vida. El tipo, muy espontáneo, contestaba sin prevención sus preguntas. Y luego él, sin vergüenza alguna, nos contó que venía con frecuencia a ese lugar principalmente en busca de ligar, y que, si había alguna opción, trataba de no perder la oportunidad.
La conversación se había puesto algo caliente, pero, en principio, no le dimos importancia. Mi esposa, hábilmente, desvió la conversación hacia otros temas, preguntándole si había otros sitios como ese en la ciudad, cuál prefería, en dónde le iba mejor en sus conquistas, a todo lo cual nos respondía con total desparpajo. Al final, como para no seguir con aquel interrogatorio, el tipo le dijo a mi mujer que salieran a bailar y aprovecharan la música. Ella aceptó. Y, de nuevo, otra vez se dirigieron a la pista, que, para la hora, 3 am tal vez, ya no contaba con tanta gente.
Los podía ver bailando desde donde me encontraba y comprobé que el tipo estrechaba a mi mujer, de seguro con la intención de seducirla y hacerle la propuesta indecente: llevarla a la cama. No me pareció raro que aquello ocurriera y, de verdad, en vista que yo estaba de espectador, el solo contemplar la idea en mi cabeza me calentó e los imaginé fornicando. ¿Por qué no?
Llegados de nuevo a la mesa y sentados para descansar del ajetreo, el tipo fue directo con ella. Señora, le dijo, ¿estaría de acuerdo en hacer el amor conmigo? Los dos nos miramos. Ella, sonriendo, contestó, me gustaría, pero ya es un poco tarde. Si uno quiere y tiene ganas, replicó él, nunca es tarde. Cualquier hora es buena. Ella me volvió a mirar de nuevo, como pidiendo consentimiento, y yo asentí haciendo un gesto de aprobación con mi cabeza. No sé, exclamó ella. A esta hora ¿dónde podríamos conseguir un motel? Eso no es problema, se apuró a responder él. Eso está solucionado.
Bueno, dijo ella, ¡vamos! Voy al baño y no tardo. Así que se alejó y nos dejó a los dos solos. ¿Es muy lejos el lugar? Pregunté. No, dijo él, la verdad, es aquí mismo, detrás del edificio. Allí hay unas habitaciones donde podemos pasar el rato. Y son buenas, ¿amplias? Hmmm, balbuceó, pues no tanto. Son habitaciones para que las parejas pasen el rato. Ya, contesté. Hay espacio suficiente para que usted le haga la vuelta a la señora y nada más. Sí, respondió él, agachando la cabeza. No se preocupe, dije, si vamos allá es porque ella quiere. Y si aquello no resulta de su agrado, pues nada que hacer. No hay obligación. O, ¿sí? No, respondió él.
Lo único que le pido, continué, es que la cosa se dé sin malos rollos. Ni ella ni yo estamos para líos de ninguna clase. Solo disfrute del sexo con ella hasta donde lo permita y ya. ¿Se la quiere culear, de verdad? Ella ya está mayorcita. Sí, respondió él. Bueno, contesté, pues hágalo bien y no nos vaya a defraudar. Seguro que no, contestó. En eso llegó ella, renovada. El tiempo en el lavabo le sirvió para acicalarse y ponerse a punto para su conquista. Esa coquetería en el arreglo me dio a entender que realmente aquel muchacho le había interesado y que quería que el encuentro funcionara. Bueno, dijo ella, no más llegar, ¿dónde es la cosa?
Síganme dijo el hombre mostrándonos la ruta, caminando delante de nosotros. Bajamos al primer piso, caminamos media cuadra, giramos a la derecha en la esquina y allí, a no más de veinte metros, estaba la entrada del lugar. Amor fugaz decía el letrero a la entrada de la puerta. El joven, conocido en el sitio, tal vez, llegó hasta la recepción, dispuso lo necesario y, volviéndose a nosotros, dijo, listo, tenemos que subir escaleras. La habitación está en el tercer piso. Adelante, indiqué, ¡sigamos!
La habitación no era nada del otro mundo. Un espacio pequeño, sencillo y bien decorado, con grandes espejos a lado y lado. Agradable, sí, pero pequeñita. El espacio disponible no excedería más de 2,50 x 2,50 metros. Menos mal tenía baño, pero miniatura. Estaba amoblada con una cama semidoble, una pequeña mesa de noche con su lámpara, una silla y un pequeño televisor plano fijo en la pared. Me incomodó que el único espacio para situarme a contemplar la faena era a los pies de la cama, pero, no existiendo posibilidades diferentes, ni modo.
No más haber entrado allí, mi mujer se adentró en el baño. El hombre aquel y yo, quedamos solos, sin saber qué hacer. Bueno, dije, yo, seguramente ella va a salir lista para la acción. ¡Prepárese! El tipo, entonces, muy obediente, se desnudó con rapidez y se acostó en la cama, a la espera de su dama, que no tardó en hacer su aparición. Al salir del baño, claro, que aquel tipo estuviera desnudo esperándola en la cama la cogió un tanto de sorpresa. De seguro intuyó que no iba a haber preliminares, caricias y demás, y que el escenario ya estaba dispuesto para lo que se esperaba.
Ella, en consecuencia, empezó a desnudarse. Vaya, dijo, tenías muchas ganas. Sí, contestó él, desde que bailamos la primera vez. Mi esposa acabó de desnudarse, lo cual no fue difícil, porque, la verdad, al estar en un clima cálido, andaba muy ligerita de ropas. Se quitó la blusa, el brasier y sus pantis, dejando se calzados sus zapatos, y ya, lista para la faena. Llegó hasta la cama y se montó sobre él, que ya tenía su miembro erecto, un pene un tanto grande y grueso.
Ella, teniendo claro lo que quería, tomó aquel miembro con su mano y lo acomodó para poder sentarse sobre el y que penetrara dentro de su cuerpo. Mojada estaba ella, así que aquello no costó ningún trabajo y la cabalgata comenzó. Ella quedó de espaldas a mí, de manera que observé con atención, en vivo y en directo, con vista privilegiada, como aquel pene era devorado por la cuca de mi mujer con un inusitado apetito. Ella movía sus caderas, adelante y atrás, a un lado y al otro, manteniendo insertado en su cuerpo aquel miembro que, apenas cupo en su pequeño agujero.
Ese pene, por lo visto, la llenó por completo y mi esposa lo disfrutaba a plenitud. Ella era quien hacía el trabajo con sus movimientos y era ella quien se procuraba a voluntad su propio placer. Los movimientos se volvieron intensos y pronto ella empezó a gemir. Al principio el sonido parecía un simple jadeo, pero después se oyó mucho más sonoro; casi que un grito. ¡Caramba! Pensaba yo excitado mientras mi mujer hacía de las suyas con su macho. ¡Cómo mueve el culo mi mujer! Jamás antes había reparado en eso y, ahora, teniendo que contemplarla a ella desde atrás, a sus espaldas, era imposible no ver cómo se veían sus nalgas en movimiento.
El tipo aprisionaba las nalgas de ella, pero seguía ahí, tendido, pasivo, dejando que ella se deleitara con su cuerpo. Ella, tal vez, disfrutaba tan solo del goce sexual, porque todo el tiempo mantenía sus ojos cerrados, quizá concentrándose en las sensaciones que el contacto con el pene de aquel hombre le estaba produciendo en su cuerpo. Yo, mientras tanto, seguía atento los movimientos vigorosos que ella estaba haciendo y que, golpe tras golpe, parecía incrementar en intensidad hasta que, de repente, y sin dejar de moverse, exhaló un sonoro ay, ayyy, aayyy… al que poco a poco le siguió detenerse, quedando tendida sobre el cuerpo de aquel.
Ambos se quedaron tendidos ahí, un rato. El hombre no quería molestarla, ni exigirle nada, así que esperó a que ella se recuperara del esfuerzo y le diera libertad. Pasaron los minutos y así fue. Ella se recostó a su lado. Entonces él, levantándose, le preguntó si le permitía penetrarla de nuevo. Mi mujer, por supuesto, le respondió que sí. En consecuencia, nuestro macho, ni corto ni perezoso, abrió sus piernas, se acomodó en medio de ellas y se recostó sobre su cuerpo, penetrándola.
Quedé yo, esta vez, desde atrás, observando cómo aquel miembro ingresaba dentro del cuerpo de mi putísima esposa, que, excitada, abría sus piernas todavía más, permitiendo que aquel hombre ingresara a voluntad dentro de ella. Era una delicia ver como se humedecía el sexo de mi mujer y como aquel miembro entraba y salía lubricado en cada embate. Tenía un calentón enorme deber aquello y escuchar nuevamente los gemidos de mi esposa que gustosa se deleitaba con los movimientos de aquel señor.
La faena siguió unos minutos más. El dando y ella recibiendo. Su verga debería estar causando estragos en mi mujer, porque para nada se resistía a los empujes de aquel y, por el contrario, lo alentaba a que le siguiera dando como lo estaba haciendo. Él se retiró un instante y le pidió a ella que se pusiera en posición de perrito. Mi mujer, muy obediente, por demás, rápidamente se acomodó para que el hombre accediera a ella desde atrás.
La penetración debió ser placentera y muy profunda. Mi mujer empezó a hacer gestos y a contorsionar su cuerpo, y a gemir con mucho volumen, en respuesta a cada movimiento de aquel, que, empoderado en su papel de macho dominante, disponía de ella a su entero antojo. Con vigor y mucha rapidez, pronto, bien pronto, la hizo llegar al orgasmo, aunque él también estaba al límite. Ambos se sacudieron casi que al mismo tiempo. El tipo se retiró y dejo chorrear su contenido en la espalda de mi esposa. Ella, por un rato, permaneció ahí, en la posición de perrito, pasando el espasmo que le produjo el contacto con aquel.
El tipo se levantó como un resorte, cogiendo su ropa. Ya es tarde, dijo, tengo compromisos y los debo dejar. ¿Me excusan? Pierda cuidado, le dije, todo está bien. Mientras él entraba al baño, ella recién se dejaba caer sobre la cama para reposar de la faena y dormitar, porque así fue, un rato. El tipo salió, se despidió y se fue. Y yo me quedé ahí contemplando a mi esposa, desnuda sobre la cama, adormilada, recién culiada y contenta, con rostro de satisfacción. Mas tarde me diría que había tenido uno de los orgasmos más intensos de su vida y que la verga de ese tipo, no sabía por qué, había sido toda una delicia.
Sentía algo de celos por esa confesión, porque no era el primer hombre con el ella había tenido sexo, pero este le había parecido especial. Para mí, aparte de compartir el gozo de mi esposa ante esta nueva experiencia, lo más impactante fue haberme fijado con que intensidad y apetito movía su culo mientras se deleitaba con el pene de aquel hombre. Su verga, ciertamente, debió ser muy rica y apetitosa para ella, porque no deja de recordar el encuentro que tuvo con él. Y yo no dejo de recordar cómo movía el culo mi mujer…