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Como conocí a mi remordimiento (IV)
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Hace unos días me despedí recordando aquel momento de sublime éxtasis. Sí, todo muy bonito. Como una película, de adultos, claro está, pero una en la que las marcas de la pasión dejan huellas bastante evidentes.

La boca me sabía a semen. La sentía algo pastosa. En la zona de la barbilla se empezaban a secar los rastros que habían dejado mi saliva mezclada con sus fluidos al escapar de mi boca. Me palpitaba el coño. Suena feo así decirlo, pero a veces una debe ser un poco explícita para describir ciertas situaciones. Sentía aún el calor del roce de su mano hurgando en mi vulva, los pezones resentidos de haberlos pellizcado tal vez demasiado y, sobre todo, sentía el inconfundible olor de la reciente corrida, aún fresca en mi memoria y aún palpable en el ambiente. Se me pasó por la cabeza la idea de que nunca se me quitaría ese olor y que mi marido acabaría por darse cuenta.

Recordé que guardaba toallitas húmedas en la guantera del coche y tomé unas cuantas para limpiarme la cara. Mientras lo hacía me di cuenta de que Marcos aún mantenía sus pantalones bajados hasta medio muslo. Acostumbrada ya a otro tipo de situaciones post coitales me sorprendió que aún conservara una erección bastante aceptable. Cogí una toallita más y se la coloqué directamente sobre la polla. Se la hubiese podido dar y que él mismo se secase, pero me apetecía hacerlo yo y sentirla de nuevo. La acaricié suavemente mientras la limpiaba. Me di cuenta de que la estaba mirando extasiada y al girar la vista observé que él se había dado cuenta de ello y parecía encantado hasta el punto que poco a poco parecía estar recuperando la erección por completo. Tuve que decirle que parase, y ambos reímos.

Terminamos de adecentarnos un poco y salimos del parking.

Le dejé en su casa y me ofreció subir. Era tentador, sí, pero si me daba prisa aún podría llegar a casa antes que mi marido, y necesitaba tiempo para meterme en la ducha y arrancarme todos los recuerdos de aquella tarde. Le sonreí y le dije que otro día… y nos despedimos.

En casa, tras una larga ducha y toneladas de jabón conseguí sacarme de la cabeza que aún se me podía notar que se habían corrido en mi boca. Mientras me duchaba hubiese detenido el tiempo para seguir disfrutando del recuerdo mientras el agua templada recorría todas mis curvas.

Me dio tiempo de secarme, ponerme una camiseta desgastada por el uso y un pantalón corto, meter la ropa en la lavadora en un programa corto y sentarme en el sofá con una revista que no tenía intención de leer y que abriría tan pronto le escuchase llegar. Estaba muy nerviosa lo reconozco.

Cuando llegó y se acercó al sofá a saludarme me encontró leyendo distraídamente una revista de decoración. Me incorporé y descubrí que los nervios me habían erizado los pezones hasta el punto de marcarse como si quisiesen traspasar la tela que los cubría. Nos besamos con la acostumbrada ligereza y al separarse se detuvo y me miró a los ojos. Por un momento se me heló la sangre y ese segundo que se detuvo se me hizo eterno. Pensé que me iba a decir que notaba un olor raro, pero lo que me dijo es que si tenía frío, y bajó la vista hacia los dos botones que bajo la fina camiseta parecían querer abrirse paso hacia la libertad. Le sonreí y por sorpresa me agarró los pechos primero, y posteriormente me levantó la camiseta dejando a la vista unas tetas que ciertamente habían vivido tiempos mejores pero que, según una buena amiga que tiene un salón de belleza donde suelo ir a depilarme y darme un masaje de vez en cuando, aparentaban una edad bastante inferior a la que se mostraba en mi ficha de cliente.

Aquella noche, después de bastantes semanas en las que apenas habíamos tenido más contacto que el de unas caricias que no fueron a más, mi marido comenzó a besarme los pechos al tiempo que tiraba de mi pantalón hacia abajo. Pasados los muslos, el pantalón cayó por su propio peso hasta los tobillos y con un par de movimientos conseguí dejarlos a un lado. Me dejé caer en el sofá, separé las piernas y dejé que contemplase mi sexo entreabierto. Él estaba desabrochándose el pantalón y mientras lo hacía acerqué los dedos a mi sexo y separé los labios ofreciéndole así una visión más clara de lo que quería de él.

Le vi sacar su pene y agitarlo un poco como para hacerlo despertar de un letargo tal vez demasiado prolongado, y me animó ver que aquello parecía responder al estímulo visual de mi coño abierto y mis dedos jugueteando a su alrededor. Le ayudé un poco tomándolo entre mis dedos y tiré de él animándole a acercarse más a mí. Lo introduje en mi boca y aunque lo sentí menos vigoroso y más delgado, lo chupé recordando que apenas unas horas antes aquella boca se había llenado de otra polla que apenas me dejaba sitio para nada más. Lo lamí, lo chupé y mojé lo suficiente como para ponerlo a tono sin llegar a ese punto de no retorno que haría que aquel trabajo que había empezado terminase demasiado pronto.

Volví a recostarme y le pedí que me follase. Mientras se lo decía sentí el remordimiento y la culpa de lo que había hecho en el parking. Se acercó a mi, que le esperaba con el fuego que Marcos había prendido entre mis muslos, y me penetró sin darme tiempo apenas para reaccionar. Sentí como se deslizaba en mi interior y quise que me apretase y se hundiese en mí, porque, aunque sabía que no me iba a hacer gritar de placer, sí que me gustaba, y necesitaba compensarle.

Aquella noche gemí y grité regalándole los oídos y sintiéndole como se crecía ante ese placer que me estaba dando. Se corrió mientras me empujaba sobre el sofá y segundos más tarde lo apreté contra mí y fingí tener un orgasmo intenso.

No me costó hacerlo, aún lo tenía muy vivo en la memoria.

En ese instante, hubiese pausado la vida para disfrutar viendo como mi marido, mi compañero de camino, se sentía feliz de haberme hecho el amor con pasión, casi como antaño. Nos abrazamos y así estuvimos un buen rato, desnudos, en silencio, a pesar de que aquel día yo tenía mucho que contar.

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