Si llegas hasta aquí tras leer la primera parte de esta confesión, compartiré contigo, anónima/o lector/a, la pequeña gran transformación que ha sufrido mi vida de unos pocos meses hasta ahora.
Te dejé a punto de darme una ducha, que se me antojó en aquel entonces purificadora, como buscando limpiar mi conciencia a base de jabón con aroma a coco.
Aún sentía un calor agradable en el interior de mi sexo mientras me terminaba de secar, muy despacio, con una toalla que suavemente acariciaba mi piel, mis curvas, mis pensamientos, paso previo a aplicarme una loción corporal a base de aceites aromáticos. Cara, sí, pero a mi entender viendo los resultados, dinero bien empleado.
Desde el baño le escuché llegar (a mi marido) y esperé unos segundos esperando que llegase hasta el dormitorio. Salí desnuda, fingiendo sorprenderme al verle allí, buscando su mirada, esperando una reacción por su parte. Se acercó y me besó, si es que a juntar levemente los labios se le puede llamar beso. Me miró algo extrañado, no era la reacción que esperaba, pero me comentó que olía muy bien, otro punto a favor de aquellos aceites esenciales.
Dudé unos segundos si era conveniente precipitar un acercamiento o si por el contrario era buen momento para evaluar el estado de pasión en el que se encontraba nuestro matrimonio. El resultado no pudo ser más frustrante. Encontré más pasión en los inmóviles cojines que adornaban la cama. Recordaba cuando me sorprendía mientras me vestía, abrazándome por detrás, separando el cabello y besándome en la nuca, tomando mis pechos entre sus manos, empujándome con su cintura hacia las puertas del armario hasta que sentía su miembro crecer entre mis nalgas, cuando me daba la vuelta, se agachaba y hundía su cabeza entre mis piernas, separando mis muslos, ofreciéndome la calidez de su aliento abrazando mi sexo, sacando a pasear una lengua golosa que ansiaba recorrer el interior de mis labios hasta encontrar ese pequeño gran tesoro que yo le escondía. Eran otros tiempos. No esperaba lo mismo, claro, pero sí que esperaba algo. Sería que aquella noche yo me encontraba agitada. Caliente, por qué no decirlo, y esperaba algo de él. Lo que fuese. Me hubiera conformado con que me mirase con deseo. Las noches de sexo divertido, con los años, se habían convertido en monótonas. Habían pasado de ser frecuentes a ser puntuales y, casi sin darnos cuenta, a ser anecdóticas.
Mi marido no fue mi primer hombre, pero casi, así que mi experiencia sexual no fue muy variada. No fue por falta de oportunidades, eso lo admito, sino por priorizar otros objetivos en esa vida que trataba de abrirse camino en los estudios y que soñaba con cosas que desgraciadamente casi nunca se cumplieron.
Mi primer contacto con el sexo masculino lo podría catalogar como de voyerismo. Estando en casa de una amiga nos atrevimos a espiar a su hermano a través de la cerradura de la puerta del baño. Éramos 3 o 4 chicas, muy inocentes eso sí, y cuando llegó mi turno me encontré a un chico de unos 20 años saliendo de la ducha, con una mata enorme de pelo oscuro y mojado entre las piernas y un pene que brotaba de aquella selva salvaje y caía flácido, balanceándose al son de sus movimientos mientras salía de la bañera.
No encontré nada interesante en aquella visión salvo que se quedó grabada en mi mente como la primera polla que observé en vivo.
Tuve que esperar unos años después para volver a ver otro. Fue en una fiesta en una residencia universitaria. Del chico, ni me acuerdo bien de su cara y mucho menos de su nombre porque nos habíamos conocido aquel día, pero le recuerdo por otra razón.
Habíamos salido por unas escaleras de emergencia donde no había nadie y llevábamos un buen rato besándonos como si no hubiese otra cosa que hacer en la vida, como si fuesen los últimos besos antes de un apocalipsis. Nos tragábamos nuestra saliva mientras las lenguas se golpeaban como anguilas metidas en un cubo y los labios nos ardían de tanto roce. Llevábamos así ni me acuerdo cuanto cuando sentí que sus manos comenzaban a ascender desde mi cintura hasta mis pechos. Sentí un calor ascendiendo en mi interior y esperé a que aquellas manos torpes hicieran cumbre y, sin embargo, aquel momento no llegaba.
Decidí ayudarle y tomando su mano la introduje bajo mi blusa, desplacé hacia arriba el sujetador y dejé que sus dedos hiciesen un mapa de mis tetas, que sintiesen mis pezones erguidos y duros, que los apretase. Le sentí acelerarse y las embestidas de su lengua contra la mía se hicieron aún más violentas. Se pegó aún más a mi y sentí la firmeza de su entrepierna haciéndose un hueco a la altura de mi bajo vientre, y mientras sus manos amasaban mis pechos como si fuesen a hacer pan con ellos, mi mano se deslizó desde el costado hasta el botón que cerraba sus vaqueros y con algo de suerte y unos dedos hábiles los conseguí desabrochar a la primera, sin despegar nuestras bocas que ya nos chorreaban por la comisura de los labios.
Suspiró en una especie de sordo gemido ahogado en el mar que formaban nuestros besos y bajé mi mano introduciéndola bajo su ropa interior a sabiendas de lo que allí encontraría, palpando a ciegas un pene que debía llevar erecto un buen rato. Mis dedos se cerraron sobre aquella masa caliente y palpitante, dura, y me pareció que era enorme. Con la otra mano tiré de su ropa interior hacia abajo e instintivamente me separé de él para ver qué habían pescado aquellas manos vírgenes. Era un pene enorme. Largo y curvado hacia arriba, como haciendo un pequeño arco. Estaba caliente y duro. Entre las sombras de aquel rincón en el que nos habíamos situado acerté a ver su glande, rosado e hinchado.
Vista con perspectiva, diría que ha sido la polla más grande que he tenido entre mis manos. Bajo su mirada extasiada usé mi otra mano para ayudarme a masajearle mientras pensaba que aquello no iba a caber en mi rosada rajita, primeriza, y aunque no tenía intención de follar aquella noche, por un instante sentí ganas de que aquel chico fuese el primero, y destaco lo de por un instante porque apenas había empezado a acariciarle con mis manos, me miró, me dijo que no podía aguantar más y acto seguido empezó a eyacular. Cuando aquella polla empezó a agitarse mientras descargaba no supe si soltarla o seguir agarrándola para evitar que me pusiese perdida de semen. Opté por seguir agarrándola y acompañándola y me sorprendí de la cantidad de leche que estaba expulsando.
Al cabo de unos segundos paró aunque yo seguí sosteniendo aquella fuente caliente entre mis manos. Me suplicó que siguiese masajeándole suavemente mientras parecía tener pequeños espasmos. Me había caído leche en la blusa, aunque no me di cuenta en aquel momento, y me chorreaba semen caliente entre los dedos. Sentí por primera vez su viscosidad, su inconfundible olor, y me sentí incapaz de soltarla.
Aquella noche no follé. Tampoco me corrí porque tras masturbarle la cosa se enfrió un poco y se nos quedó un poco cara de "¿qué estamos haciendo aquí?".
No me apeteció que me tocase. Lo recuerdo y estoy segura de que la sensación era ésa. Le hubiese vuelto a masturbar si me lo hubiese pedido, pero no me apetecía que me tocase. Nos despedimos un rato después y sólo le volví a ver meses después en una tienda de discos. Iba acompañado. Supuse que sería su novia. Salí de la tienda sin que me viese. Confieso que me he masturbado en ocasiones recordando aquella polla e imaginando que me penetraba y me abría hasta hacerme gritar de placer. Hay situaciones que te llegan en un momento quizás demasiado temprano de la vida, y que seguramente hubiesen tenido otro desarrollo de haber sucedido una década después.
Aún desnuda en el dormitorio, y ante la indiferencia de mi marido, opté por vestirme y apurar las horas que quedaban de día, esperando que se terminase de consumir el pequeño fuego que había ardido en mi interior un rato antes.
Aquella noche dormí mal. Mi mente imaginó y mi conciencia empezó a formarse una opinión de mí que no había tenido nunca. Era el remordimiento por algo que no había ni pasado.