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Por fin había caído la noche. Me di una ducha hirviente. Sin prisa.

Como bata usé un vestido cruzado apenas abrochado.

Me dejé caer en la butaca de la habitación, frente al tocador.

La cristalera del balcón estaba cerrada, pero por la ventana entraba el olor del jazmín que trepaba fuera.

En el quemador encendido burbujeaba el aceite con aromas de especias. No iba a hacer falta, así que lo apagué.

Me recosté y me hundí en el butacón, con los pies encima del tocador. Cerré los ojos y todo se apagó. Ni el tráfico, ni el cansancio en las piernas, ni las vueltas en la cabeza.

Quizás solo algo de brisa.

Sentí caricias muy, muy suaves en el hombro. Como de alguien que apenas se atreve a tocar. El roce alcanzó también el brazo. Luego subió por la curva del cuello.

Con mucha pereza abrí los ojos. El ramo de plumas de pavo real que tenía al lado. Me giré para ese lado, para que llegaran mejor a rozarme la piel. Les devolvía las cosquillas en los labios con besos al aire.

Abrí solo un poco el vestido para que llegaran mejor a los pechos.

Volví a apartarme un poco y mis manos empezaron a darme un masaje en los hombros. La piel todavía no se había secado y los dedos corrían fácilmente hacia los lados del cuello. Fue cuando los dedos amasaban mis cervicales que me acordé de ti. Me mordí el labio echando de menos cuando es con tus besos que mi cuello se mueve como un junco en el viento. Con un brazo aparté el pelo como si en ese momento fueras a aparecer, pero en vez de eso unté las yemas de los dedos en el aceite todavía cálido del quemador y seguí con el masaje.

El agua y el aceite no mezclan bien, así que pronto las manos resbalaron hasta los senos. El primer contacto fue un agarre marcado. Luego la palma de la mano amasaba, al pasar los dedos apenas eran un roce. Apretaba un pecho contra el otro y luego los dejaba que se separaran otra vez.

Los pezones seguían suaves y las especias en el aceite producían un punto picante en las aureolas que me hacía gemir.

Apreté de nuevo los dos pechos entre las manos y, agachando la cabeza, lamí toda la carne que alcanzaba. Apenas llegaba a meter la lengua entre ellos, pero sentí resbalar unas gotas de saliva por el escote.

Lamí los pezones con la puntita de la lengua hasta que se endurecieron. El mero roce del cabello con el aire me estremecía. Otra vez, me recosté en la butaca, apenas tocando los pezones con la palma de la mano.

La respiración se me había hecho más lenta y pesada. Apreté los muslos y comencé a frotarlos uno contra el otro, sobando lo que se había despertado entre ellos.

Abrí del todo el vestido y saqué los brazos de las mangas para desembarazarme del todo de él.

Me llevé un mechón de pelo a la boca y lo mordí mientras regresaban a manosear mis carnes. Las bajé restregándolas del cuello por los pechos a los costados del vientre. Siguieron hasta agarrarse a las braguitas.

Y otra vez me acordé de ti. De las manos que me aferraban a veces para hacerme sentir, bajo el ombligo, la dureza de tu verga. Otra vez me mordí los labios mientras me recorría el escalofrío de la memoria. Otras veces se asían en las caderas justo el instante antes de…

Una mano se deslizó dentro de las braguitas para comenzar a palpar. Primero el bajovientre. Luego recorrió ambas ingles. Terminó por posarse en la curva del pubis, haciendo que las carnes de los labios se movieran como las olas del mar.

Puse los pies encima de los reposabrazos de la butaca, las piernas separadas. Miré al espejo que tenía en frente. Miré como hipnotizada como mi mano acariciaba toda la vulva. De delante a atrás, todavía haciendo que las carnes ondularan. Un poco más de presión en donde el placer lo reclamaba. Me sentí las mejillas encendidas de placer y pasión.

Los dedos se separaron en dos grupos. Los temblores del resto del cuerpo parecían anticiparse. Separé los labios y miré mi sexo en el espejo. El brillo rosado me hizo la boca agua. Seguí siendo espectadora de mi propio placer. La otra mano comenzó a acariciar aquella parte interna.

La pelvis se movía en sentido opuesto a la mano sin que yo pudiera hacer nada.

Los dedos fueron abriéndose caminos por entre los repliegues húmedos. Fue el dedo corazón el que encontró la entrada a mi cuerpo. Y se quedó ahí, en el lindar, moviéndose como el badajo de una campana.

Mientras tanto, el pulgar se había acercado a complacer a la perla del clítoris.

Entre jadeos regresaste a mi mente. Sentía como cuando cabalgo a horcajadas tuyas y tus manos parecen hundirse por toda mi carne a la vez. Te escuché un gemido gutural en mi oído y un temblor más intenso me recorrió el cuerpo.

El dedo corazón comenzó a moverse en círculos que producían un sonido húmedo.

Sofocada, me estiré para abrir uno de los cajones y sacar un collar de cuentas grandes. Lo mojé en el aceite. Mis dedos se detuvieron. Dejé caer el collar embadurnado a lo largo de toda mi rajita, desde el clítoris hasta más atrás de la vagina. Apreté otra vez las piernas para sentir las esferas masajeándome.

Me abrí de nuevo. Cada mano agarró un extremo del collar y lo hacían deslizar arriba y abajo. A veces lo enrollaban en la entrada de la vagina o lo usaban para dar un golpecito al clítoris. Yo seguía mirando en el espejo, como si fuera otro quien me estuviera masturbando.

Con todo el cuerpo encendido, grité cuando sentí otra descarga humedeciendo mi vagina.

Tiré el collar.

Los dedos de una mano recorrieron la entrada para poder seguir con su aguado masaje al clítoris.

El corazón y el índice de la otra mano regresaron a las caricias circulares cada vez más profundas. Hasta que empezaron a deslizarse sin disimulo al interior. Acostumbrada a la medida de tu verga, tuve que hacer entrar un tercer dedo para sentirme llena.

El mete y saca se hacía instintivamente más y más rápido. Me perdí entre los gemidos y los estertores del cuerpo. Me escuchaba a mi misma, mis gritos de placer y el sonido mojado, mojado hasta las ingles, de los dedos en mi vagina.

Y con un último derrame de humedad me invadió el placer final.

Jadeante en la butaca, pasó largo rato hasta que tuve fuerzas para moverme.

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