Cuatro o cinco años atrás…
En ese entonces tenía un amigo que estudiaba filosofía en la universidad donde yo hacía mi pregrado. Su segundo nombre era José. Nos habíamos conocido en un curso de inglés. Era genial conversar con él. Tenía 23 años, me llevaba uno de diferencia. Ahora debe tener más o menos 28, si no ha muerto; hace tiempo que no sé nada de su vida. Pero cuando nos reuníamos, me contaba mucho sobre su paso como soldado raso en el ejército (había prestado el servicio militar), y antes de irse para allá, me había dicho un día, una novia suya le dio a manera de regado de despedida –hizo un círculo de caracol con el pulgar y el índice- el Chiquito: el botón del culo. Yo nunca había ido al ejército y no tenía tantas experiencias sexuales que contar, como sí él. Hablábamos casi siempre de mujeres, de sus mujeres; o si no, lo hacíamos sobre la filosofía de Pitágoras y de Schelling, sentados en una banca de la U, en la de algún parque, de una plaza, en fin, donde fuera que nos cogiese la tarde.
Solíamos caminar las calles del centro después de salir de clases. Íbamos primero a una panadería cercana, comíamos pan con gaseosa y enfilábamos hacia el boquetillo de las murallas. Allá nos sentábamos a hablar mierda viendo pasar a los turistas, el flujo de carros en la avenida, el mar bañado por el crepúsculo. A veces cogíamos desde donde empezaban las murallas y rodeábamos el casco histórico hasta llegar al Parque de la Marina; nos dirigíamos al Muelle de los Pegasos; atravesábamos el Camellón de los Mártires; nos deteníamos a mirar los libros de las pequeñas librerías de viejo en el Parque Centenario, y si había uno que otro libro interesante, lo comprábamos y nos sentábamos un rato en la fuente del parque. Luego, nos parábamos y terminábamos el recorrido en la Plaza de la Trinidad.
En vista de que el centro estaba plagado de turistas, nos dimos a la tarea de buscar relacionarnos con mujeres de otros países. Al poco tiempo nos convertimos en unos cazadores, unos cazadores que aprovechan sus exiguos conocimientos del inglés para conseguir chochos de diversas nacionalidades. Nuestros objetivos principales eran las extranjeras de piel dorada, cabello rubio y ojos cristalinos. No pocas veces teníamos suerte. Normalmente creábamos la situación, localizando a la víctima y fraguando un plan para caerle. O, también, el punto de contacto surgía de la nada: una pregunta, un comentario, cualquier cosa… Y nosotros las parlábamos en ingleñol (una mezcla de inglés y español rústica, pero entendible). Con algunas intercambiábamos números de teléfono, Facebook, y a los pocos días las culeábamos. Hubo otras a las que nos llevamos de arrastre en seguida.
Recuerdo a una joven europea, pasaba de los 18, de unos 20 años máximo; era danesa o alemana. José y yo habíamos estado viendo ejemplares de libros en el Parque Centenario. Compramos algunos libros ese día. Era temporada de fin de año, casualmente. Para estas fechas el centro se llena más que nunca de turistas. Sin embargo, debido a la pandemia, este año no ha sido igual. Pero entonces había infinidad de turistas que pululaban por doquier. Hacía un sol cálido, puro, resplandeciente de luz ambarina, con brisa, como son los atardeceres decembrinos de mi ciudad. Al salir del parque nos acercamos a un carrito de raspados a comprar dos raspados. Mientras el señor nos los despachaba, llegó la chica.
José y yo nos miramos como diciendo: "Hey, ve la hermosura que acaba de llegar". Era una nena de rostro alargado, ojos claros y dulces, cuerpo esbelto, piernas estilizadas. Deliciosa, parecida a esa ninfa con una flor amarilla en la oreja que en el cuatro de John William Waterhouse agarra del brazo a Hilas y lo atrae al agua del lago. Sin que la ninfa ni el vendedor de raspados se dieran cuenta, José me alzó las cejas en señal de preguntar que si iba él o yo. Hice un corto movimiento de cabeza hacia él. ¿Yo?, dijo abriendo los ojos. Asentí. Luego, cuando el señor fue a echarle el jarabe al raspado de ella, le preguntó qué sabor quería de los que había. La chica eligió uno cualquiera. Entonces José le mencionó otro sabor con el que podía combinarlo, que así quedaría más sabroso.
La chica aceptó y pidió que le echaran otro sabor. Entonces, para entrar en confianza, a José se le ocurrió contar el chiste del raspado. Ya ni me acuerdo cuál es. José tenía un chiste para cada ocasión. A veces uno no entiende cómo los chistes malos pueden causar gracia. Pero, se sabe que es la manera en que los refieren la que produce risa. Los chistes de José eran malísimos, lo que daba risa era cómo los contaba. A la chica le hizo gracia el chascarrillo, o cómo lo contó José. Cuando se despedía, después de haber recibido y pagado su raspado, José le preguntó si podíamos acompañarla; a menos que tuviera algo que hacer. Dijo que no, sólo estaba paseando, conociendo la ciudad.
-¿Los dos? -preguntó.
-Sí, somos amigos. Me llamo José -dijo él extendiéndole la mano. Ella a su vez le dio la suya, y el nombre.
-Yo soy C. A. -dije y le extendí la mano también. Sentí la piel de su mano muy suave al tacto y me llegó con más intensidad el olor a bronceador. Repitió su nombre y yo agregué-: Mucho gusto.
Ella sonrió. Dijo que no había ningún problema en que la acompañásemos.
Mientras caminábamos nos preguntó cuáles eran los lugares más emblemáticos de la ciudad, sobre todo qué playas le podíamos recomendar. Le comentamos acerca de Playa Blanca, un lugar paradisíaco donde el agua era tan diáfana como la de la película La playa protagonizada por Leo DiCaprio. Ella dijo que esa película le encantaba y haberla visto era uno de los motivos que la habían llevado a viajar. En busca de aventura y placer. Su voz era baja, un poco tímida, y arrastraba la erre al pronunciar palabras que contuviesen dicha letra. Pero se podría decir que hablaba bien el español, y lo entendía perfectamente. Era de Europa y no llevaba mucho tiempo en la ciudad. Le preguntamos por el motivo de haber elegido Colombia para viajar, y ella dijo que quería conocer nuestra cultura; en todo sentido. Cuando dijo <en todo sentido>, los tres nos echamos a reír, pero no le dimos largas al asunto. Habíamos caminado hasta el Parque de La Marina y cruzado la avenida para contemplar el mar, luego fuimos a la Plaza de La Trinidad, ya casi era de noche, y nos sentamos allí, en la banqueta de cemento que bordea la plaza, a seguir conversando. Ella nos preguntó qué hacíamos, a qué nos dedicábamos.
-Yo estudio Filosofía -dijo José-. Y trabajo medio tiempo en un pequeño hotel de aquí del centro.
-¿No será el hotel donde me estoy hospedando? -preguntó la extranjera.
-No creo, te habría visto. ¿Cómo se llama tu hotel? -preguntó José.
-Tres Banderas.
-Ah, no, yo trabajo en otro -dijo José-; pero está ubicado cerca del tuyo, por el parque Fernández de Madrid.
Dirigiéndose a mí, la extranjera preguntó:
-¿Y tú a qué te dedicas?
– Estudio Lingüística y literatura.
-¿También trabajas?
-Por ahora no.
-¿Ambos estudian en la misma universidad?
-Sí -respondí.
José le preguntó si estaba estudiando y ella dijo que todavía no había ingresado a la universidad. Antes quería viajar, conocer otros países. Había viajado con una amiga y su novio. Llevaban pocos días en Cartagena. Ese día, al parecer, sus amigos habían salido dejándola en el hotel, aunque le dijeron dónde iban a estar. Después se aburrió y decidió salir adonde estaban ellos. Pero se encontró con nosotros.
-Compremos algo de beber -dijo José-. Unas cervezas. Y le preguntó a la extranjera-: ¿Tú tomas?
-Sí -dijo ella.
Yo me ofrecí a buscar las cervezas. Nos las tomábamos entre risa y risa escuchando los chistes malos de José. El chiste de la piña colada, el del burro amarrado, el de las zapatillas converse… Nojoda. Al cabo de varias rondas las risas se convirtieron en carcajadas. El que más se reía era yo; ya estaba bastante prendido. Me reía a gritos, estridentemente, me reía como una vieja bruja. Pero no me importaba. Y a la extranjera tampoco parecía importarle. Al único que le incomodaba era a José, que me decía que bajara el tono, que no actuara como un loco con esa risa esquizofrénica. No había que perder el estilo, la clase.
-Chica yo tengo una duda -dijo José-. Hace un rato, cuando estábamos en el malecón, tú hablaste de que querías conocer nuestra cultura en todo sentido.
-Sí -dijo ella.
-Yo supongo que eso incluye el sexo, las mecánicas amorosas de nuestra cultura.
-Así es.
-Mi duda es: ¿ya sabes cómo hacen el amor los de acá?
-No -dijo la extranjera, y dibujó una sonrisa embriagante en su rostro.
Mi mirada se fijaba por momentos en las piernas, la cintura y el busto de ella. Su piel, a la tenue luz de los focos de la plaza, irradiaba una pureza de miel. Mi sátiro interior estaba que saltaba como lo haría un tigre hambriento sobre su presa para devorarla.
-Pues es hora de que lo descubras -le dijo José-. Y por partida doble. ¿Qué dices?
-¿Cómo? -dijo, ahora riendo, la extranjera.
-Vamos -dijo José.
-¿Ya? -preguntó ella.
– Sí, ya -dijo José.
-¿Adónde vamos? -preguntó ella.
-¿Podemos ir adonde te estás hospedando? -le preguntó José.
-Mi amiga y su novio me acaban de escribir al Whatsapp. Están en el hotel. Preferiría ir con ustedes a otra parte.
-Bueno vamos al hotel donde yo trabajo -dijo José.
Fuimos al hotel donde él trabajaba. José y el recepcionista se conocían, a pesar de que trabajaban en horarios distintos. Pedimos una buena habitación para los tres por media hora, y el recepcionista nos dio la llave. Pasamos a la habitación. No era tan lujosa, era más bien modesta, pero se veía pulcra, limpia, con una cama grande y un nochero. La extranjera preguntó dónde quedaba el baño y José la llevó. Oí que se abrió el grifo de la regadera. Me quité el suéter y los zapatos y el pantalón y me tiré en la cama en calzoncillos.
Esperé. Esperé un rato; se me hizo raro al notar que no salían. De pronto escuché, mezclada con el sonido del agua cayendo en el piso, una leve respiración agitada. Eran como leves gemidos, o chillidos. Ya se la estaba culeando. Me levanté, caminé hacia el baño y los gemidos se hicieron más nítidos. La verga se me puso como un riel de ferrocarril. Tiesa. Cuando me asomé por la puerta abierta del baño vi a José detrás de la extranjera, bajo la regadera, penetrándola por el chiquito. Ella estaba con las manos en la pared y tenía la boca abierta.
¡Madre mía!
De rapidez me quité el pantaloncillo y me metí. Los abracé y comencé a besarle a ella el cuello, los hombros, los pechos. Mis dedos tantearon su coño mojado. Con cuidado le alcé una pierna, me agarré el pene y lo llevé a la boca de su coño. Lo introduje poco a poco a través de los labios mayores, hasta el fondo de la vagina. José y yo formamos un emparedado mientras nos mojábamos penetrando a la bella extranjera. Hasta que terminamos. Salimos del baño, pero aún estábamos excitados, José y yo; tras echar el polvo estábamos con la mondá templada y la chica quiso seguir.
No acostó juntos en la cama y se puso a masturbarnos mostrándonos el culo. Nos chupó la verga; de la mía pasaba a la de José, chupándolas y masturbándolas. Nosotros le pegábamos nalgadas y ella se ponía como loca chupando. Lop, lop, lop. Después la pusimos en popa, en cuatro patas, José le agarró el pelo y se lo enrolló en la mano mientras se la metía por la boca, yo la cogí por detrás, le eché un salivazo en el botón del culo y se la enterré, se le fue en seguida porque su ano ya estaba dilatado. Le dábamos durísimo.
A veces me ponía la mano en el abdomen para que disminuyera la agresividad, pero cuando medio aguantaba el ritmo ella misma me agarraba la nalga y me atraía hacia sí, chillando como una ratoncita. De repente sentí una humedad; su ano comenzó a botar una crema espesa; no era mierda sino un flujo blanquísimo que me pintaba la verga morena de blanco. Eso me volvió loco y le arreé salvajemente, lo más rápido que pude. Eyaculé. José todavía no se había venido. En la cama se montó encima de ella y la penetró hasta que olió a cuero quemado.
Escuchamos el timbre de la puerta. Habíamos excedido la media hora. Tuvimos que alistarnos y salir. Gracias a José no nos cobraron más tiempo del que pedimos.
Después volvimos a vernos con la extranjera un par de veces.
Diciembre 2020