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Castigo corporal para una empleada
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Tiempo de lectura: 4 minutos

Sonia se acostó y apagó la luz de la habitación. Estaba nerviosa y la posibilidad de conciliar el sueño parecía una quimera. Mañana era el día del castigo corporal. Estaba citada a las diez en el despacho de sus superiores para ser juzgada. Absentismo laboral sin justificar, mentiras e intento de robo. La lista de cargos hablaba por si sola y el veredicto de culpabilidad parecía ser la única opción.

Sonia se puso de lado, luego boca abajo y a los dos minutos volvió a tumbarse boca arriba. Todas las posiciones eran incómodas y su cerebro no paraba de trabajar buscando una salida imposible, enredándose en un bucle infinito.

Tenía la opción de optar por el despido. Sería fácil, se ahorraría la humillación y el mal rato. Pero… ¿después qué? el futuro no pintaba muy bien ahí fuera con la crisis y todo eso. No, no había salida. Ahora lo importante era dormir, llegar con la mente despejada y quizás, solo quizás, aprovechar algún resquicio legal, dar buena imagen y hacer que se apiadaran de ella.

"El sexo relaja" pensó. En su imaginación dibujo la situación poniendo a otro en su lugar. Desde ahí arriba, como espectador, los golpes podían ser hasta algo erótico. Se dejó llevar. Deslizó la mano bajo las bragas y comenzó a frotar sus partes íntimas. Antes de lo esperado su esfínter se contrajo involuntariamente mientras una corriente de placer recorría su cuerpo. Luego se tapó con la sábana, cerró los ojos y de un tirón durmió hasta las seis y media de la mañana.

Se despertó con ganas de orinar, si había soñado no recordaba nada. Miró el reloj y aguantó en la cama. Aguantar el pis era un poco molesto pero de alguna manera la relajaba. A las siete decidió dejar de jugar a torturarse con su vejiga, se levantó y camino al baño dejó escapar dos pedetes. Luego, ya en la taza, mientras el pis salía con fuerza, se tiró alguno más.

Se duchó, desayunó poco y se vistió con ropa interior nueva, pantalón de vestir oscuro y camisa blanca. Se puso los zapatos de tacón, cogió el maletín de cuero y salió hacia el trabajo. El sol brillaba en un cielo libre de nubes y la brisa acariciaba el rostro.

A las diez en punto Sonia llamó a la puerta del despacho y entró. Tras una mesa negra se sentaba la secretaria, su superior inmediato y el director. Todos tenían enfrente un dossier con el historial de la empleada, historial que habían estado repasando durante unos veinte minutos.

Sonia los miró y luego su mirada se dirigió a otra pieza de mobiliario. Un banco de madera ancho del que salían tiras de cuero acabadas en una especie de hebilla. Sobre el banco descansaba un cojín y una larga vara.

La empleada tragó saliva y palideció. Luego, sacando fuerzas de algún sitio, centró su atención en las personas que aguardaban.

– Sonia, hemos estado analizando su caso. La verdad es que está todo bastante claro.

La mujer, que no sabía dónde poner las manos, trató de estirarse y apoyó el peso en la pierna derecha. Tosió discretamente y comenzó a hablar agradeciendo a los presentes el tiempo dedicado, reconociendo entre líneas su culpa y solicitando un trato justo.

– Dígame. ¿Opta entonces por el castigo?

Sonia titubeó un instante, pero respondió con firmeza.

– Sí, elijo el castigo.

Dicen que mostrar valentía y determinación es útil.

– Está bien. Recibirá cuarenta azotes en el trasero. Por favor, bájese los pantalones y túmbese boca abajo sobre el banco.

Sonia notó un nudo en la boca del estómago. De repente la costaba moverse. No obstante, con lentitud y algo de torpeza, se las arregló para quedarse en bragas. Los dos varones y la secretaria aguardaban con paciencia.

La empleada se subió ayudándose de manos y rodillas al banco y se tumbó boca abajo con el vientre descansando sobre el cojín. Inmediatamente, su superior se encargó de atarla con las correas de cuero. Por último, la secretaria deslizó los dedos bajó las bragas de Sonia y de un tirón desnudó el culete.

El director tomó la vara, la agitó en el aire un par de veces y anunció el comienzo del castigo.

– Empezamos. Por favor Marta, cuente en voz alta los azotes.

La secretaria asintió y la vara, manejada por el director, cayó sobre las nalgas de Sonia.

La empleada esperaba que aquello escociese, pero no tanto. Pensar que aquello no había hecho más que empezar la angustió.

– ¡Uno!

El siguiente latigazo no se hizo esperar.

– ¡Dos!

Sonia intentó coger aire, relajarse. Pero en cuanto oyó el silbido, contrajo los glúteos con fuerza intentando crear un escudo que resultó ser poco efectivo.

Los siguientes cinco golpes le dolieron y hasta el número veinte, logró, poco a poco, acostumbrarse, sabía lo que venía, escocía, pero ya lo conocía.

Luego vino una pausa en la que la secretaria palpó sus rojas nalgas y aplicó sobre ellas un poco de crema.

El momento de relax terminó demasiado pronto y los diez varazos que siguieron fueron acompañados de quejas por parte de la empleada. Luego llegaron el 31, 32, 33… y a partir de ahí, Sonia perdió la compostura. Gracias a los cinturones el cuerpo seguía en posición a pesar de los inútiles intentos de evadir la recepción de la vara. El director, en ese momento, como si quisiese experimentar algo nuevo, dejó caer los cuatro siguientes con rapidez. Sonia gritó con cada golpe y comenzó a sollozar.

– Por favor… escuece mucho. Por favor.

Sus ruegos no fueron tenidos en cuenta y la vara mordió las maltratadas nalgas una vez más.

– ¡Treinta y ocho!

Sonia, con la cara llena de lágrimas, aguardó su destino, incapaz de apretar el culo.

– ¡Treinta y nueve!

– El último. – susurró su superior al oído.

Sonia notó con borrosidad entre las lágrimas que el pene de aquel hombre empujaba con fuerza detrás de los pantalones.

La vara cayó por última vez con fuerza y el dolor se extendió por su cuerpo. Dolor, calor y, quien sabe si fruto de la frugal visión de la erección, excitación.

Sonia notó que había mojado las bragas, se le había escapado pis y quizás otros líquidos.

La secretaria la desató.

– ¿Te echo un poco de cremita?

– Vale. – respondió Sonia mientras se secaba las lágrimas.

Durante un instante se concentró en disfrutar las caricias. No le importaba el haberse orinado y hacía tiempo que se le había pasado la vergüenza de estar allí con el trasero al aire. Escocía mucho. Seguro que esa noche dormiría boca abajo, con el culo expuesto a las caricias del aire. Imaginó que un pintor encontraba esa pose interesante y la plasmaba en un cuadro… por qué no. Si la Venus del espejo siglos después continuaba haciendo que nos fijásemos en su trasero, por qué no iba ella a mostrar a futuras generaciones un culo colorado, un cuerpo desnudo, una mano juguetona perdida ahí abajo y un rostro ruborizado representando el placer que nace del escozor de unos buenos azotes.

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