Hace unos días llegó a casa, a pasar unos días, una sobrina que vive en el campo. Tiene 18 años y un cuerpo realmente soberbio. Es bastante inocente, pero tiene unas amigas que son un poco mayores y que estudian en la Universidad donde yo enseño.
Anoche, ya tarde, al subir para acostarme pasé frente a su habitación. La luz del lamparín estaba encendida y sentí unos murmullos que de primera intención pensé que eran del televisor que se había quedado encendido.
Empujé un poco la puerta, que estaba sólo junta, y el espectáculo que vi me dejó paralizado.
Teresa, que así se llama mi sobrina, estaba sentada en la cama, arrecostada contra la cabecera, con una bata ligera y transparente que casi caía de su cuerpo. Con una mano se acariciaba los senos, que son realmente bien formados, y con la otra se acariciaba la rajita mientras suspiraba y se agitaba con evidentes muestras de excitación.
No pude evitar que me viera, pero lejos de molestarse o de ponerse nerviosa, me dijo:
-Ven tío, ayúdame. No sé qué me pasa. Siento un ardor en la entrepierna que no puedo calmar.
-¿Desde cuándo lo sientes?
-Hace media hora. Bajé para tomar un vaso de agua y al pasar te vi en tu escritorio. Tu pene salía, tieso, de tu bata, y no pude evitar un sobresalto agradable, pues es la primera vez que veo uno en la realidad. Sólo he visto las fotos que tienen mis amigas, pero nunca había sentido este ardor. Ven, ayúdame, te necesito.
Me acerqué y le acaricié el rostro. Estaba ardiendo, y sentí cómo su cuerpo se contraía en evidente deseo reprimido. Me miraba anhelante.
-Tío, ayúdame, tú sabes hacerlo. Siempre sueño contigo e imagino que me acaricias. Mis amigas me cuentan cómo sueñan contigo y las pajas que se hacen pensando en ti.
-Habla despacio, te ayudo un momento porque nos pueden escuchar; tienes un cuerpo divino que necesita expeler sus deseos reprimidos.
Mientras le hablaba comencé a acariciar sus senos. Eran medianos, pero duros y redondos, con pezón sonrosado que cada vez era más grande y duro. Ella gemía.
-Sigue tío, me derrito, siento el ardor entre mis piernas. Cálmame que no aguanto más.
Con la mano derecha acariciaba sus senos, uno cada vez, y con la izquierda comencé a explorar la gruta virgen. Una mata venusina, medio rubia, pero que sobresalía, inundó mi mano con los jugos que expulsaba su sexo ardiente.
Lentamente fui explorando, sobando esos labios evidentemente vírgenes de mano masculina que latían con espasmos de placer. Ella gemía.
-¡Qué rico, cómo me gusta, qué mano deliciosa. Sóbame más.
Con un dedo entreabrí los labios, pulposos, palpitantes, mojados, hasta encontrar el clítoris. Lo tomé entre los dedos mientras ella saltaba como si una corriente eléctrica la hubiese traspasado.
-Ahhhh, sigue, más rápido, así, así, así. Qué delicia, mójame, bésame, chúpame, reviéntame, soy tuya. Así, más rápido, qué rico. Tu mano es maestra y me está enseñando a gozar. Así, así, así. Ahhhh, por fin, qué delicia, cómo me vengo, cómo gozo, ahhhh.
Después de un momento en que se fue calmando, me dijo:
-Nunca imaginé que sería tan rico, y que serías tú quien me lo hiciera, pues muchas noches, en el campo o en la ciudad, al soñar despierta te veía junto a mí con tu sonrisa embrujadora y me pajeaba pensando que eras tú quien me acariciaba. Tenían razón mis amigas en decir que eres su mejor profesor.
-No exageres, es sólo que estabas excitada y necesitabas calmar ese ardor que tenías y que no te dejaba dormir. Ahora descansa, que mañana tienes varias cosas que hacer.
Ya me retiraba cuando me dijo:
-Gracias tío, ¿no quieres que te calme? Tienes tu pija muy dura.
La miré en silencio y sonreí.