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Aventuras y desventuras húmedas. Tercera Etapa (5)
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Tiempo de lectura: 11 minutos

El teatro era magnífico, una obra que no pasó de largo para el asombro de los dos. Entraron pronto, eran cerca de las siete y el lugar estaba a la mitad del aforo. Con calma buscaron los baños, ambos hicieron sus necesidades para estar vacíos por si la llamada de la naturaleza aparecía en medio de la función.

Mari se había quedado demasiado alterada con el beso del ascensor, viendo a su hijo tan guapo y luego… aquella frase. Era evidente lo que le ocurría y cuando se sentó en el inodoro lo corroboró, viendo que su ropa interior estaba relativamente húmeda.

Con un poco de papel, limpió la zona, impidiendo que el goteo constante que tenía se convirtiera en una fuga realmente molesta, no quería que se le “rompieran las cañerías”. Su hijo tampoco andaba muy cómodo, el pene erecto le comenzaba a molestar y gracias a sacársela y vaciar su vejiga, pudo colocarla de mejor manera. Así al menos no se escaparía por debajo de su calzoncillo dejando un reguero de fluidos por su muslo.

Se volvieron a juntar antes de entrar a la gran sala y esta vez, sin darse la mano, solamente uno al lado del otro, caminaron hasta sus butacas.

—Una pena que no haya palomitas —bromeó Sergio una vez que encontraron sus asientos.

—¡Calla, anda! Que si te escucha alguien van a pensar que somos unos paletos.

—Oye, que seremos de los que mejor vestimos. —Mari miró hacia atrás comprobando que la gente vestía de manera formal, aunque tampoco de gala.

—Me había imaginado otra cosa viniendo al teatro…

—Ahora sí que vamos a parecer unos paletos. —rio Sergio mirando su camisa y chaqueta.

Su madre le dio un leve golpe en el brazo a la par que le sonreía y posaba su cabeza en la butaca roja.

—Yo creo que estás guapísimo.

Las luces se comenzaron a apagar y los dos quedaron sumidos en una parcial oscuridad que de nuevo les proporcionaba la intimidad que les encantaba. Sergio la aprovechó y colocó su mano para sujetar la de su madre de nuevo, era su juego y les fascinaba. Siempre que tenían un momento de privacidad decidían soltar un poco de lo que tenían guardado.

El dedo índice comenzó a acariciar la mano de su madre, recorriendo con la yema el dedo corazón, para llegar hasta el final donde una uña de color rosa la coronaba. Mari sintió un calambrazo que hizo que se tuviera que acomodar en la butaca. Pasó la mano libre por su nuca, los pelos se le habían puesto de punta y necesitaba calmarse, pero… tenía que acabar con aquello, la iba a matar.

Un ruido sonó en el escenario y Mari con un rápido movimiento cogió la mano de su hijo, juntándolas de nuevo como hicieran tiempo atrás en su visita al cine. Sintió como Sergio se acercaba, como su cabeza estaba al ras de la suya. Estiró un poco el cuello, mientras su aliento recorría su piel y Mari cerraba los ojos sin poder retener nada.

—Tú… —la voz sonó melosa, acaramelada. Un sonoro orgasmo explotando en su oído que culminó cuando Sergio añadió— sí que estás guapísima.

La música comenzó y con ello la función, aunque ese momento Mari se lo perdió, ya que había girado la cabeza al escuchar aquello para que su hijo no viera como suspiraba de placer. Pasó una pierna por encima de otra, tapando su sexo del que emergía calor como de una chimenea. El roce de sus labios más íntimos la hizo sentir un escalofrío en su interior, uno que… sabía que solo una persona podría aplacar y… no era su marido.

La duración de la función daba lo mismo. Las casi tres horas que pasaron dentro se les hicieron cortas y en ningún momento separaron sus manos, ni siquiera cuando estas empezaron a sudar.

Cuando la luz se volvió a encender, volvieron a separarlas, también por la necesidad de usarlas para levantarse y maniobrar. Les había encantado, había sido un gran acierto venir y cada euro invertido en la entrada y en el hotel había merecido la pena. Ambos esperaron a que la sala se fuera desalojando, no tenían prisa, eran las diez de la noche y solo les quedaba cenar y… ¿Dormir?

En las afueras del teatro no pararon de comentar la función, a Sergio le había gustado, pero Mari… estaba a otro nivel. No paró de elogiar los vestuarios, los diseños… en resumen, cada cosa que vio sobre el escenario le pareció magnifica.

Al joven le había gustado, sin embargo, con su madre al lado, paseando con aquella vestimenta tan propicia para ella y con una cara sonriente mientas sus ojos irradiaban felicidad, eso era lo que realmente le gustaba.

Entraron al hotel con dirección al restaurante que ya estaba lleno de huéspedes. No hizo falta separarse, esta vez no iban agarrados de la mano, aunque Raquel no estaba, la nueva recepcionista podría saber su parentesco familiar y eso era un riesgo que nunca correrían.

Se sentaron en la misma mesa donde habían comido. El lugar se había vuelto más íntimo, más cálido. Unas cuantas luces tenues acompañaban a una melodía lenta que invitaba al cortejo, era el hotel ideal para los planes de ambos.

Dejaron sus cosas y los dos se levantaron para comenzar con la cena. Sergio lo hizo de forma veloz, fue a por lo primero que pilló, un plato de pasta que no era muy recomendable para la cena, sin embargo, con este en la mano volvió rápido a la mesa.

Mari también tenía prisa, la inquietaba no estar con su hijo. La llamada hacia su lado era tan potente que agarrando un plato de ensalada se encaminó con la vista fija en su mesa. Su hijo se sentó dejando la chaqueta en la silla y con la camisa que tan bien le quedaba a la vista. La mujer separó la silla de la mesa y se sentó en ella sin quitar los ojos de su hijo, estaba rompedor. Aunque ella, ahora solo con el jersey, no se quedaba atrás.

Ambos habían vuelto de lo más rápido, no podían estar separados, sus mentes no lo concebían. Cada vez estaban más cerca y mientras pensaban qué decir, miradas y sonrisas nerviosas se intercambiaban.

—¡Qué maravilla de espectáculo! Había oído que era bueno, pero no me esperaba tanto. —Sergio comenzó la conversación sin levantar la vista del plato.

—Me ha encantado. —alzó el rostro para mirar a su hijo. Sergio no la correspondía— Me has hecho un favor tremendo trayéndome hasta aquí.

—No exageres, mamá. —el joven separó los ojos de su plato y observó la perfecta belleza que tenía delante.

—Es verdad, hijo. Necesitaba un día para mí, pasármelo bien, estar un poco fuera de casa. Aunque solamente haya sido hoy, tenía que desconectar un poco.

—Estoy de acuerdo. —por un momento se sostuvieron la mirada y Sergio vio el momento para comentarla algo— Te veo muy bien últimamente… —no sonaba del todo bien y corrigió— me refiero psicológicamente. Con la mente no tan agotada, te das más tiempo para ti, te cuidas, piensas en ti, incluso sonríes de vez en cuando.

—¿Solo de vez en cuando? —lanzó una sonrisa sarcástica.

—Sí, una vez o dos al día, creo que ese es tu límite.

Mari negó con la cabeza sin quitar la vista de su hijo. Sergio sonreía por su broma, aunque debajo de la mesa su pierna no se paraba de mover de lo inquieto que se sentía. La tripa le daba vueltas y los nervios estaban a flor de piel, sabía que la noche se acercaba.

—Sergio, fuera de bromas. En serio lo digo… —pareció costarle sacarlo de su boca— muchas gracias. Has visto lo que necesitaba y lo has cumplido. Todavía recuerdo cuando me dijiste que tratarías de hacerme feliz, en aquel momento pensé que eran las típicas palabras que se dicen para que una esté bien, pero no era así. Durante todo este invierno me has ayudado a cambiar…

—No creo que solo haya sido yo… —trató de parar la sinceridad de su madre.

—Sí, cariño, fuiste tú en casi la totalidad. Cierto es que Laura también ha dado un cambio y está mucho más agradable. —pensó hablar de Dani… pero no le salía, no lo veía ADECUADO— Has cumplido lo que dijiste. Eso… te convierte en un… hombre.

La última palabra le siguió una intensa mirada. Sergio se sintió cortocircuitado. Mientras agachaba la cabeza para alcanzar otros pocos macarrones, por su cuerpo corrían miles de sensaciones totalmente desorientadas. Aquella última palabra le había hecho imaginarse tantas cosas que no podía controlarse, su pierna bajo la intimidad de la mesa se movía frenética tratando de calmar el resto del cuerpo.

Volvió los ojos hacia la mujer que lo miraba intensamente. Ya no era su madre, era Mari, una dama despampanante que cenaba con él en un hotel de la capital. Aquel azul tan profundo que poseía también su tía y su hermana, relampagueaba con las leves luces que los envolvían. Su cuerpo de por sí ya tembloroso, estaba al borde del colapso. Nunca se había sentido así, era algo desconocido.

—Gracias, Mari. —llamarla mamá ya no casaba tanto— Aun así, creo que te pasas un poco. Apenas he hecho nada, hemos ido al cine y luego venido aquí, nada más. —dio un bocado a sus macarrones, mientras Mari hacia lo mismo con la ensalada— Quizá… debería haber hecho algo más.

“¿Qué más?” quiso preguntar la mujer que buscaba la respuesta más obscena posible, se contestó a sí misma. La garganta se le había secado y trató de dar un sorbo del vino que había en la mesa, no servía para nada, seguía en las mismas.

Sus ojos no se separaban mientras trataban de pasar la comida por sus tensas gargantas. Todos los músculos estaban agarrotados porque ese era el ambiente que respiraban, pese a lo cómodo y tranquilo del lugar, ellos estaban con los nervios que les brotaban de los poros.

Lo poco que le miraba Sergio a los ojos, a Mari la volvía loca, sabía que aquella mirada ya no era de su hijo. Su pequeño al que había dado a luz hacía más de veinte años se había quedado en casa, este era otro ser, otro con el que le encantaba pasar tiempo de forma más privada.

Su mirada era un pecado y bien sabia Mari que ella también le estaba mirando con los mismos ojos. Se mojó los labios buscando más humedad en su boca, la lengua le estaba pastosa y el vino parecía acrecentar la situación. Aunque necesitaba esa copa y quizá otra, pensando en lo que rondaba en su cabeza, necesitaba todo el valor del mundo.

—Tengo que… —la mujer pensó mejor sus palabras— Debo compensar todo lo bueno que haces por mí. Has hecho mucho y yo no he hecho nada.

Aunque Mari lo decía con otro sentido, no pudo darle más doble sentido que aquel. Sergio lo entendió de la misma forma y dejó la frase en el aire sin querer contestar nada, no podía.

El joven dio un buen sorbo al vino, dejando únicamente un posó en el vaso. Había terminado su plato de macarrones y ya estaba lleno. En otro momento quizá hubiera podido comerse hasta un búfalo, pero ahora, tenía el estómago cerrado.

Mari le vio dejar el tenedor encima del mantel blanco que se manchó con una leve pizca de tomate y miró a los ojos a su hijo, sabedora que el momento tan especial se acercaba. Los labios del joven se comenzaron a mover y antes de que dijera nada, Mari ya había soltado el tenedor.

—¿Subimos?

La mujer asintió en silencio, terminando lo poco que quedaba de su vino y recogiendo la chaqueta del asiento. Con calma ambos abandonaron el lugar en un sepulcral silencio, ninguno de los dos hablaba, ni tan siquiera se miraban, solo trataban de mantener taimados sus corazones.

El ascensor parecía que no subía, los apenas treinta segundos que pasaron en su interior se hacían eternos. La tensión se podía ver, sentir, incluso oler, lo que aquellos dos guardaban en su cuerpo no era ni siquiera sano. El rostro de Sergio había tomado un tinte rojizo debido al calor que se cocía en su interior y Mari le iba a la par. Podría haber dicho que era debido al vino, pero estaba claro que el ardor que había en su entrepierna había inundado todo su ser.

Por fin el elevador se detuvo en su piso, caminaron despacio por la alfombra que amortiguaba el sonido de los tacones que manaba en cada paso de Mari. La puerta al fin estaba ante sus ojos, un portal a otro mundo el cual ambos estaban dispuestos a atravesar.

No pensaban en consecuencias lejanas, solo en el presente. Tras esa puerta, otro mundo podría hacer acto de presencia, uno de desenfreno, pasión, lujuria… era lo que querían. Las consecuencias que podrían involucrarse después, no importaban, preguntas como ¿y luego qué? No aparecían en sus mentes. En ambas cabezas solo había una imagen, para Mari, Sergio, y para Sergio, Mari.

La tarjeta hizo su trabajo y el clic metálico abrió una puerta que más que a una habitación les llevaba a la casa de los deseos. Mari entró detrás de su hijo, cerrando la puerta tras de sí y sintiendo como la intimidad la relajaba de cierta forma, aunque no apagaba la llama que la quemaba.

Enfrente de la cama ambos se detuvieron, para de seguido tomar rumbos distintos a cada lado de esta. Dándose la espalda, comenzaron a descalzarse. Sin querer mirarse, el uno a escasos metros notaba en su propia piel el nerviosismo que el otro portaba. En un movimiento mimético, las chaquetas de los dos fueron arrebatas de sus cuerpos, notando la mujer un leve confort al desprenderse de algo de calor.

—Voy —dejó unos segundos para que Sergio la escuchara ¿cómo no lo iba a hacer?— a la ducha.

—Bien.

Una escueta palabra era mejor, dos podrían hacer trabar su lengua y demostrar todo lo raro que estaba. Mari no aguantó más, rebuscó en su maleta, cogiendo el camisón que compró exclusivamente para aquel fin de semana y con ropa interior nueva se levantó camino al baño.

Caminó con calma, queriendo que su hijo la dijera algo, un detente y ven aquí. Sin embargo, no expresó nada, no era el momento. Dio varios pasos y llegó hasta la puerta del baño. Desde allí con unos ojos de cazadora furtiva ojeó a su pequeño quitándose la camisa de pie. Solo le dio tiempo a ver dos botones y observar como su torso juvenil salía a la luz. Su mano fue rápida y accionó la manilla que la adentraba en el baño para no perder la cordura. No era el momento…

Suspiró profundamente delante del espejo y cerró la puerta para cierta intimidad o quizá por costumbre, aunque conscientemente no puso el pestillo, “no tiene sentido”. Mirándose en el espejo se fue desnudando, con lentitud, dándose una buena dosis de moral para encarar una noche que no sabía lo que le depararía.

Sus turgentes pechos, su cuerpo delgado, su belleza natural y aquellos ojos que debían haber sido robados a los mismos dioses. El agua de la ducha ya corría caliente contra el plato antideslizante. No esperó mucho, quizá con ganas de que los últimos remanentes del agua tibia recorrieran su cuerpo enfriándolo, sin embargo ya era tarde.

Sacó la cuchilla del neceser y se despidió de todo el vello que poblaba una zona donde no quería nada. Con mucha maña se deshizo de todo lo que allí nacía, dejando unos labios que se habían humedecido en exceso durante todo el día, como sus bragas, las cuales por lo que vio estaban para tirar. Al acabar, dejó la maquinilla de nuevo en su sitio, contemplando su zona más íntima como parecía volver a sus años de juventud, cuando aún el vello no había nacido.

Dejando que el agua cayera por todo su cuerpo, alzó la cabeza para sentirlo en la cara, estaba demasiado a gusto, tanto que por poco no se percató que la manilla de la puerta se había accionado.

Se giró de inmediato, por acto reflejo dio la espalda a la puerta y pensó en si la mampara la taparía lo suficiente. Por supuesto que no, era totalmente transparente y solo las gotas de agua y el vaho generado la taparían un poco. Sin embargo, ¿qué más daba? Al ver la figura de su hijo entrar por la puerta supo a ciencia cierta que no debía cubrirse.

—¿Puedo, mamá? Tengo que limpiarme los dientes.

Sergio había acumulado todo el valor que tenía para abrir la dichosa puerta, incluso permaneció un minuto delante de esta sin saber qué decir al entrar. Tenía un objetivo claro, estar enfrente del cuerpo desnudo de Mari. Escuchaba la ducha tras el trozo de madera de color blanco, mientras su mano temblorosa se acercaba a la manilla plateada.

Tuvo que cerrar los ojos para poder pasar. Al escuchar la cerradura abrirse se le paró el corazón y de su boca sin pensarlo salió la pregunta perfecta. Esperó la respuesta, todavía sin escuchar ni una palpitación dentro de su pecho, solamente la respuesta de Mari podría ponerlo en marcha.

—Claro, mi amor.

Mari contestó y giró su cuello para mirar a su hijo. Estaban a algo más de dos metros de distancia y solo una fina mampara de cristal les separaba. El joven había entrado con todo su descaro, con su torso desnudo y abajo… ¡Únicamente el calzoncillo! Tapando aquella herramienta de la que habló meses atrás con Carmen.

Se comenzó a enjabonar el cabello al tiempo que oía como su primogénito se pasaba el cepillo por los dientes. Ni siquiera dudo un momento en hacerlo y sabiendo que el espejo del lavabo la enfocaba, se dio la vuelta levemente dándole el perfil de su cuerpo. Sus manos se masajeaban el cabello mientras el champú caía por su cuerpo resbaladizo. Su piel sedosa brillaba con la mezcla de agua y la luz del interior del baño. Sergio no se lo perdió.

Con un ojo poco discreto el muchacho miraba a través del espejo como su madre se lavaba la cabeza. No se había lavado los dientes por tanto tiempo jamás, saldrían realmente limpios, pero la espera merecía la pena. Vio cómo la mujer cogía el gel y lo vertía con tranquilidad sobre sus manos. Al menos para el joven, cuando la vio pasarse las manos por cada parte de su piel, le pareció lo más erótico que presenció en toda su vida.

Su virilidad había estado todo el día activada, pero ahora, con su madre a un metro de distancia, desnuda y recubierta de jabón, aquello explotó en una erección megalítica. El pene rugió en el interior, consiguiendo una erección como en las grandes noches. Echó un vistazo rápido a su calzoncillo que era de licra y marcaba un paquete que no era normal.

Volvió la vista al espejo, su madre se había girado, estaba de cara a su espalda y el joven podía observar la silueta que hubiera puesto envidiosa a la misma Afrodita. Ya no había jabón en su cuerpo, solo una piel maravillosamente bella que brillaba bajo el agua. Lástima por una única cosa, que tanto madre como hijo se percataron.

El agua caliente había convertido el baño en una sauna de vapor, el espejo se había empañado lo suficiente para que la imagen se emborronase y la mampara corría la misma suerte. Mari sabía que aun así, Sergio la seguía mirando, ella veía su espalda con su trasero marcado tras los calzoncillos, pero estaba claro que los ojos de su hijo querían ver más.

Queriendo por primera vez ser gustada, pasó sus manos desde su cintura, subiendo lentamente hasta sus costillas y después debajo de sus senos. El volumen de sus pechos no la cabía en las manos, aun así las apretó, saliendo el exceso de carne entre los dedos, sin quitar la vista del joven.

Sergio se mantenía quieto, sin ni siquiera limpiarse los dientes, Mari sabía que estaba mirando y pensó que quizá era el “momento”. Sin embargo, el joven pareció volver en sí y se enjuagó la boca para después decir.

—Ya está, Mari, no quería molestar. Voy a la cama.

Que sugerente para la mente de la dama, “voy a la cama”. Le hubiera gustado más escuchar un “te espero en cama” o “no tardes en venir a la cama” o… “Te voy a follar en la cama”. Suspiró en un volumen más que notable con este último pensamiento, algo que no pasó desapercibido para su hijo.

—¿Qué? —le dijo al escuchar ese leve ruido ya en la puerta.

—No, nada, ¿solo que podrías pasarme la toalla?

El joven se dio la vuelta, cogió la toalla de color blanco que había en el retrete y elevó la cabeza. Su madre sacaba la testa mojada por la mampara mientras el dichoso cristal ocultaba lo demás.

La delgada mano de Mari abrió todos sus dedos y cogió la mullida toalla que Sergio le daba, para después quedarse inmóvil por un breve segundo, mirando lo que se le ofrecía. Al quitar la toalla lo siguiente que vio la mujer era la entrepierna de su hijo. En un principio ella lo había hecho para picar al joven, para que se encendiera aún más, pero por buena o mala suerte, iba a acabar siendo al revés.

Cuando retiró la toalla, detrás se alzaba el coloso. El pene de Sergio estaba metido como una morcilla de burgos envasada al vacío en aquel calzoncillo. Se veía inmenso, grande, gordo… desde donde nacía, su herramienta recorría el muslo hasta el límite de la prenda, donde Mari rezó por que algo se viera.

Obviamente no iba a salir en tal preciso momento, como sus pezones tampoco se pegaron al cristal para que el joven los viera. Solo fue un instante, un segundo en el que fueron sabedores de lo que iba a pasar.

—Sergio, no molestas. Ahora voy a la cama. No tardo.

El joven se dio la vuelta, saliendo por la puerta con una erección que incluso empezaba a ser dolorosa. Mari en cambio, se quedó secándose dentro de la ducha, sobre todo el exceso de líquidos que manaban de su entrepierna. Había salido de su escondrijo y ya notaba como en sus muslos alguna gota traviesa quería comenzar el viaje.

CONTINUARÁ

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Subiré más capítulos en cuento me sea posible. Ojalá podáis acompañarme hasta el final del camino en esta aventura en la que me he embarcado.

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