Me crucé a mi primer amor una calurosa tarde de primavera. Los años habían pasado, pero eses seductores ojos castaños y esa dulce sonrisa la reconocería en cualquier parte.
Aunque sus rasgos más característicos siguieran intactos, su aspecto había cambiado al igual que el mío. Tengo que admitir que ahora su rostro era mucho más atractivo, su mandíbula bien definida y el haberse dejado barba le daban un toque cautivador. Por otra parte, su cuerpo era fuerte y robusto, pudiendo apreciarse su marcado abdomen a través de la camisa blanca que llevaba puesta.
Estaba claro que ese chico que había conocido se había convertido en todo un hombre. No era para menos, ya que habían transcurrido doce años desde que nuestros caminos decidieron separarse.
Él había sido la primera persona en tocar no solo mi cuerpo, sino también mi alma. Me enseñó a disfrutar mi sexualidad, proporcionándome mis primeros orgasmos. Nunca olvidaré el día en que logré alcanzar el clímax por primera vez. El dolor y el placer se entremezclaban, mientras mi cuerpo se estremecía desenfrenadamente.
A pesar de no poder estar juntos, nunca logré olvidarme de él. Entre nosotros siempre habría existido una conexión especial, una conexión que iba más allá de lo mero físico. Quizás por eso nunca habían durado mis relaciones.
Ahora a mis treinta años, volvía a encontrarme al que había sido el amor de mi vida. Me acerqué a él para saludarlo y hablar un poco. Me comentó que también estaba soltero, que se la pasaba de aquí para allá por temas de trabajo y no había logrado establecerse con nadie. De hecho, ahora estaba alojado en una casa cercana, ya que sólo estaría aquí por unos días. Con una voz un poco temerosa me invitó a seguir la conversación en su temporal alojamiento.
Entre risas y carcajadas estuvimos rememorando viejos tiempos con una copa de vino en mano. La tensión entre los dos se podía palpar en el ambiente, y sin darme cuenta habíamos llegado al dormitorio. Todo estaba sucedido demasiado rápido. Noté como él se acercaba y me abrazaba por detrás. Sus manos recorrieron todo mi cuerpo, haciendo hincapié en mis senos y logrando que estos se endurecieran. A su vez, mi sexo se humedecía dejándome lista para soportar sus apasionadas envestidas. Le gustaba empezar lento, mientras yo disfrutaba cada sensación. Con cada penetración aceleraba cada vez más sus movimientos, llegando a un punto en el que yo ya no podía detener los ahogados gemidos que salían de mi boca. Hasta que, finalmente, los dos conseguimos alcanzar el éxtasis del placer juntos.
Totalmente relajada me acosté sobre su pecho, mientras nos besábamos y él acariciaba mi cabello. Aún recordaba lo mucho que eso me gustaba después del sexo y él siempre se había preocupado por mi satisfacción.
No pude evitar entristecerme, sabiendo que al día siguiente tendríamos que despedirnos por segunda vez en nuestras vidas. Pero no estaba arrepentida, haberme acostado con él esta noche había sido como rememorar nuestros hermosos años de juventud. Años en los que se vive un amor puro e inocente, ese que rara vez se vuelve a experimentar ya de adulto.