I
¿Por qué me gusta Andrea, me preguntan?
Su cara de chica, tersa y afilada.
Es baja de estatura, esbelta y firme.
Sus grandes ojos brillan cuando habla.
Destila timidez de cada poro.
Es joven: veintitantos. Usa faldas
tan largas que, al andar por multitudes,
acaricia zapatos cuando pasa.
Era mi compañera en la carrera.
Los novios que le vi me impresionaban:
eran hermosos, altos y barbudos…
pero no vi jamás que la besaran.
Con todo, lo que más me gusta es esto:
es “hija de familia”, está cuidada.
Así, no hay fantasía que dé más morbo
que imaginarme que alguien la follara.
El padre, bonachón y cejijunto,
la madre, alegre, consejera y baja,
y el hermano menor siempre callado,
siguen los pies de Andrea, avergonzada.
Si en un café nos lee, los tres lo beben;
si sale un poco tarde, ellos la aguardan,
¿Que no verán que su pequeña vuela
y, además de mayor, es egresada?
Tan atenta familia vive en todos
los rasgos de la joven. Si en la cara
le brilla un dejo de niñez, es suyo,
y es suya esa silueta apubertada.
Porque ¿cuántas muchachas de 18
no están en estos lares tan versadas
en llenar nuestra sangre con astillas
tan solo con clavarnos la mirada,
que por su cruel caracter, su firmeza
y por el tino de saberse ansiadas,
parecen ser más altas y mayores?
La adulta brota si la chica ensaya.
Pero si todos somos la costumbre
todo en Andrea es su inocente cara,
más verdadera, porque no le imponen
la dulce faz que le inventaron máscara.
Y en cada buen deseo que Andrea nos lance,
en cada risa tensa, en cada gracia,
en cada negativa a ser distinta,
su voluntad avanza, acorazada.
Ay, siglo extraño en el que yo navego;
ay, pulso sigiloso, el que me manda;
no es verla jovencita, toda fresca,
ni es la creencia de encontrarla casta,
sandeces ambas tan trovadorescas,
que casi ni debiera mencionarlas,
es el secreto lo que en ella busco
y al individuo entre la gran maraña.
Yo me imagino que sus novios buscan
cómo meterse en esas largas faldas;
la misma Andrea ha de buscar momentos
en los que destensar su rosa, hinchada.
Yo me imagino que hasta su familia
ha de dejar la desvelada guardia
y me desvivo adivinando aquello
que en su gozosa soledad se cuaja.
II
Tienes un privilegio incomparable:
es detrás de tus blusas que descansan
los breves pechos de pezón soñado,
que el resto apenas se imagina, y yerra.
Es por debajo de tus pantalones,
de tus faldas pesadas y parduzcas,
que germina, semilla de esa tierra,
el carnoso botón de tu deseo.
¿Cuánto habrás ido en esa bocamina?
¿Cuáles serán, en esa lid, tus gustos?
¿Alguién te ha acompañado en esa empresa?
¿Guardas grata memoria de su ayuda?
Sólo una cosa a Dios me haría rogarle:
que un día, de pronto, en diálogo de amigos,
me digas “¿sabes lo que a mí me gusta,
cuando estoy sola y sola está mi casa?
”Me gusta imaginarme que un amigo
—cuya persona cambia con la fecha—
entra en mi cuarto y me descubre abierta.
”E inmovil, asma el pecho, golpe el pulso,
como piedra los brazos y las piernas,
solo mira mis dedos, que en los labios
dibujan esos besos que él desea.”
Andrea, yo te imagino matutina,
con el brazo danzando entre las mantas,
con un rubor de labios oprimidos
y una voz anudada en la garganta.
Andrea, vive, por favor, tu cuerpo,
conquístalo, que el aire lo atesora,
y dale al terso tacto de tus dedos
guirnaldas de tu rosa
y rosas de tus senos.