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Amalia: mi primera vez con una mujer madura
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Tiempo de lectura: 6 minutos

Hacía frío. De hecho fue el único día realmente fresco de todo el invierno acá en Corrientes, porque Corrientes es así, de inviernos cálidos. Pero esta vez, por fortuna, fue distinto: de verdad que el viento sureño hacía crujir esos 5 grados de temperatura –que por estas latitudes, es cosa de congelarse hasta el suspiro. Aun así, decidí salir a caminar: fue mi manera de disfrutar el único día fresco de esta ciudad tan calurosa, tan húmeda. Porque cuando hace calor, y hablo de MUCHO calor, todo lo que anhelamos los correntinos es aunque sea una brisa efímera que nos refresque el alma toda; entonces no me quedaba otra que gozar del aire fresco. Remera, anorak, jeans, y no más: realmente estaba decidido a sentir el frío, vivirlo.

Cuando acá hace calor, la gente va a la costa, a las playas, porque la vista majestuosa del Paraná te hace sufrir menos los rayos del sol que atraviesan la piel sin piedad. De igual modo, cuando desciende la temperatura también vamos a la costa, aunque el frío, el viento y el río nos hagan tronar los huesos. Entonces hacia allí fui, viendo que las calles estaban casi vacías, desiertas. ¿Cómo podía ser? Era el único día fresco, quizás de todo el año, y la gente decidía quedarse en su casa: seguro tomando un café caliente, mirando alguna película bajo una manta. ¿Locos ellos o loco yo? Y bastó con llegar a destino para comprobar que el loco era yo, y otros pocos que andaban también por ahí.

Era jueves, aburrido, nublado. El río, el viento, el frío. En su conjunto era un buen momento para pensar de cuanta cosa vana tuviera ganas. Y fue así que caminando lento, pausado, embobado, de repente advertí una voz, femenina, dulce aunque un poco más chillona de lo que me gustaría. Se me habían caído las llaves del departamento y esta mujer se acercó para alcanzármelas. Le agradecí y solo sonrió, entonces le devolví la sonrisa. Que cuál era mi nombre. "Milo", le contesté. El suyo era Amalia, me contó sin preguntárselo. Tal vez tenía unos treinta años, ojos verdes y el cabello ondulado y castaño; iba vestida con ropa deportiva, dejando al descubierto su buen cuerpo. Enseguida me preguntó si quería que camináramos juntos y yo acepté sin más.

Inmediatamente después Amalia estaba riéndose de las estupideces que digo siempre, porque si hay algo en lo que soy bueno es en decir boberías. Sarcástico, irónico, a veces estúpido, pero para ser sincero disfruto que las personas se rían con cada tontería que sale de mi boca. Una hora más tarde, tal vez dos, mi boca estaba en los labios de Amalia, tomándola de la cintura, arrodillados en su cama. Su casa, su cuarto, su cama. ¿Qué había pasado en el medio? No fueron mis chistes tontos ni mis intentos por sacarle temas de conversación que devinieran en sonrisas; sólo bastó con caerle simpático. Lo que había pasado en el medio fueron más de diez años de diferencia, cientos de historias vividas, una mujer decidida a obtener lo que quería.

Mi boca fue recorriendo inquieta hasta encontrarme con sus senos, donde me detuve un momento a devorar dos pezones que pedían a gritos ser humedecidos. Pero Amalia no quería que mi lengua reposara sólo en su pecho, por eso con sus manos fue empujándome cada vez más hacia abajo, hacia el centro de su cuerpo, hacia su más profundo sexo. Y ahí estaba yo, y mi boca nuevamente inquieta explorando otros huecos. Mi lengua esta vez estaba deleitándose de su zona húmeda, ardiente, deliciosa, suave. Ella se movía lentamente, se retorcía, su respiración era pesada, me hundía cada vez más la cara contra sus caderas mientras me envolvía con sus piernas. Para entonces sus gemidos ya habían hecho crecer mi tremenda timidez y Amalia se apoderó de ella no bien lo notó. Ahora era su boca la que jugaba con mi sexo.

La manera en que envolvía mi miembro con sus labios yo jamás la había experimentado, simplemente disfrutaba extasiado de uno de los mejores momentos de mi vida. Pero ahí de vuelta apareció la mujer decidida a obtener lo que quería: giró, y mientras seguía jugando con mi pene en su boca, posó su sexo sobre mi cara y otra vez, mi lengua volvió a recorrer su clítoris, sus labios. Esta vez era yo el que empujaba su cuerpo para poder saborear mejor la humedad que emanaba, para ser testigo fiel de semejante obra de arte. Ahora era yo el que estaba decidido a poseer esa figura y hacerla solo mía, aunque sea por un instante. Ese instante en que nuestros cuerpos danzaban en su cama, al compás de la dulce melodía que me significaban sus gemidos, su respiración entrecortada, su voz aguda que murmuraba pidiéndome que no parara. Hasta que mi lengua acelerada hizo que se viniera; lo mismo hice yo, al verla sonriente y satisfecha.

Tres cuartos de hora después estábamos ahí abrazados, enredados en las sábanas, aún humedecidas por nuestra entrega, nuestro sudor. Amalia me había ofrecido un cigarrillo, y ante mi negativa creo que reprimió sus propias ganas de fumar. Volvió a abrazarme, apoyando su cabeza en mi pecho… su cabello olía tan bien.

***

Amalia tenía 36 años aunque aparentaba menos, estaba separada en proceso de divorcio luego de un fallido matrimonio de doce años, cuyo resultado habían sido dos hermosos mellizos de ocho. Obviamente no estaban en la casa en ese momento porque su padre se los había llevado de viaje por unos días. Ella los extrañaba. Sus ojos se llenaban de lágrimas al recordarlos, sin duda eran su vida. Una vida que había sido bastante apedreada por los prejuicios de los demás, incluso de sus padres, de sus amigos más íntimos. A pesar de haberse casado y formado una familia, nunca pudo dejar de lado ese ángel rebelde de niña adolescente, liberal, sexual. Todo esto me lo contó mientras caminábamos en la costa, antes de terminar yo en su cuarto; ya me había abierto las puertas de su casa mucho antes. Porque a Amalia no se la llevaba nadie a ninguna cama, era ella la que decidía con quien acostarse.

Hoy la culpa ya no la mata por dentro, pero años atrás sí. La primera vez que engañó a su marido fue después de un año de casados. En un bar del centro, mientras bebía unos tragos con sus amigas, vio entrar a un tipo que le pareció sumamente atractivo, con una sonrisa amplia y cuerpo esbelto. Fueron una, dos, tres miradas. Una hora y media más tarde estaban teniendo un sexo furioso en el departamento de él; cuando el minutero dio cinco vueltas, el hombre atractivo, esbelto y de sonrisa amplia, había acabado. Ella no. Descontenta, insatisfecha, agarró sus cosas y salió de allí. Después de eso se sentía sucia, culpable, impotente. Pero lo que más le molestaba no era haber engañado a su reciente esposo, sino haberlo hecho con un galán que terminó siendo un fracaso. Sin embargo, Amalia siguió haciéndolo y para su suerte se encontró con experiencias increíbles aunque prefirió no darme detalles.

Luego vinieron Ian y Maya, sus pequeños, sus "bebés", como le gustaba llamarles. Cuando ambos llegaron a su vida, Amalia decidió que debía parar y tratar de llevar una vida más normal. Pero sencillamente no era lo que quería. De todos modos aguantó más de diez años, hasta que juntó el valor necesario para separarse. "Él es un buen tipo, pero serio y aburrido, estructurado". Claramente se refería a su ex marido. Sobre si "él" no la satisfacía lo suficiente sexualmente, no me quiso responder. Entonces seguimos caminando, ya en dirección hacia su casa, que quedaba a unas veinte cuadras. En el camino yo pensaba en qué haría, cómo lo haría, nunca antes había fantaseado con una mujer más grande. Me preguntaba a mí mismo si iba a poder encarar la situación ante una mujer así. Pero ahí fui.

***

Me acuerdo que llegamos: al abrir el portón, un caminito que atravesaba todo el patio nos condujo hasta la casa. Era bastante grande, aunque adentro no había muchos muebles, pues me dijo que hacía poco se había instalado allí. Estaba todo limpio, perfumado, de hecho el aroma a sahumerio era abrumador. Tenía un amplio living con grandes sillones, una mesa ratona bastante fina y una alfombra, según me dijo, de Marruecos. Sobre el hogar se erigía un gran cuadro con un retrato de ella y sus hijos; sin dudas habían heredado su belleza. Mucho más que eso, no había, todavía tenía que acomodar algunas cosas. Luego me preguntó si quería tomar algo caliente y le dije que sí. Fui detrás de ella y cuando estaba por calentar un poco de agua, la tomé por la cintura y le besé en el cuello. Sólo atinó a encogerse de hombros, pero no se resistió, todo lo contrario. Se dio vuelta y comenzamos a besarnos con sugerente intensidad, cuando me dijo que fuéramos a su habitación. Una vez allí, nos tiramos en su cama y seguimos besándonos mientras lentamente nos despojábamos de nuestras ropas. Inmediatamente después bajé hasta sus pies para cumplir con mi sano ritual fetichista y, aunque ella tenía demasiadas cosquillas, pude saborear sus dedos con sus uñas pintadas de negro.

Sonrió, se recostó por el respaldo de la cama y me llamó meneando el dedo índice. Fui directo hasta su boca y otra vez nos besamos, porque ya era hora de compartir mucho más que palabras. Y ¡dios!, no miento si digo que besarla fue como acariciar el cielo, como si al juntar nuestros labios cada uno dejara un poquito de nuestras almas. Desde el inicio, desde es el primer beso, la entrega a la lujuria fue total. Sin titubear demasiado, la unión de los cuerpos fue inevitable, la atracción había sido irresistible. Me senté, y así, en esa postura, comencé a penetrarla sin prisa pero sin pausa, la intensidad era un vaivén. La manera en que movía sus caderas solo aumentaban mis ansias de entregarme con más fuerza, su respiración invadiéndome el cuello y sus uñas haciendo presión en mi espalda hacían crecer más la calentura. ¡Qué mujer! Si con sólo volver a pensar en ese momento, y recordar cómo se aferraba a mí mientras teníamos un sexo intenso, hace que se me erice el cuerpo entero y revivir ese fuego.

Y otra vez los besos, sus susurros pidiéndome que no me detuviera, celebrando con gemidos mis movimientos. Fuimos de a poco explorando distintas posiciones, entregándonos por completo, hasta que al fin mi cuerpo pidió liberar toda esa felicidad que llevaba dentro y todo cedió. Segundos de tensión: sabía que ella lo había disfrutado, que lo había sentido, mucho más porque mis ríos de blanca espesura yacían en su interior. Pero me volvió el alma al cuerpo cuando Amalia sonrió, solo entonces supe que los dos estábamos felices, acabados pero felices. Aunque todavía había un poco más… Fue allí que arrodillados en la cama, besándonos, acariciándonos, aquello que estaba en reposo volvió a crecer y ella se apoderó de él. A la vez yo llevé su sexo a mi boca y así, los dos volvimos a ser felices dejando salir al alegre placer. Después quedamos abrazados, en silencio, con su cabeza en mi pecho, y su cabello olía tan bien…

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