Me penetró fuerte, de un tirón y hasta adentro. Mi recto y mi ano, apenas lubricados y humedecidos con mi deseo de olvidar su inútil virginidad, sintieron el dolor desgarrante, potente y casi insoportable de ser abiertos súbitamente, sin piedad y sin misericordia, por un miembro tan hermoso, grande, grueso y caliente.
Estaba junto a él en su apartamento en el noveno nivel de un edificio, la habitación era muy clara, en parte por los grandes ventanales que proporcionaban luz y un agradable viento que agitaba las cortinas, como por los espejos en las paredes y en el closet.
Sintiendo el gran dolor de tener aquella deliciosa verga desflorándome, miré hacia uno de los espejos y me vi a mí mismo acostado con el pecho sobre la cama, a medias vestido con una blusa vaquera a cuadros, la falda de mezclilla, corta y acampanada, levantada sobre mi espalda, mi tanga de encaje a la mitad de los muslos y unas hermosas sandalias planas doradas, con una tira entre los dedos pulgar e índice, que llegaba hasta el empeine y luego se dividía a cada lado del tobillo para amarrarse en el talón y a la vez bajaba a la suela para fijar el pie.
Él estaba desnudo, sobre mí, con su cadera sobre mis nalgas descubiertas, empujándose dentro de mí.
Comenzó a sacar su pene de mi esfínter. Las paredes de mi recto quedaron abiertas y dolidas tratando de cerrarse con mucha dificultad. La cabeza hinchada y ardiente de aquel manjar carnal quedo brevemente en la puerta de mi ano.
Metió la lengua en mi oreja. “¿te gusta?”; me preguntó.
Me ardía mucho su penetración, yo aún tenía miedo, tanto de entregarme a un hombre por vez primera, como por haber revelado a alguien el secreto cuidadosamente guardado por tantos años, ese de desear que la mujer que tenía escondida dentro de mí, saliera de su escondite y me revelara yo, vestido como toda una dama, para alguien.
A pesar del ardor y el dolor, mi deseo era más intenso: “me duele tanto”, respondí, “Pero tu verga es un deleite, te lo suplico, hazme más mujer”. Y empiné mi trasero, ofreciéndoselo para que lo poseyera más.
Me dio una fuerte nalgada, me dijo “libérate, no tengas más miedo, entrégate completa” y arremetió de nuevo, una y otra y otra vez, en cada metida mis pulmones exhalaban excitados el aire en forma de gemidos. Él era un semental y yo me sentía una princesa virgen. Abrí más mis piernas y su pene me entró con mayor comodidad, doblé las rodillas y mis talones se posaron en sus nalgas, empujándolo hacia dentro de mí. No quería que disminuyera ese placer.
En el calor de las embestidas que me daba, sonreí recordando como hace apenas dos horas ni siquiera pensaba en entregar mi secreto a alguien, mucho menos, además, que luego me estuviera poseyendo completamente.
Ayer al salir de clases de la universidad, tanto él como tres compañeros (incluyendo dos mujeres) y yo decidimos juntarnos en su apartamento para hacer una tarea de grupo. El horario convenido era las 4 de la tarde, pero él (a quien le diré en este relato “mi hombre”) me sugirió que almorzáramos a las 12:00 y repasáramos otros temas.
Llegué a su apartamento, almorzamos rápidamente, me cepillé los dientes y en su sala de estar comenzamos a leer y discutir sobre unos libros. Luego de un rato, mi hombre se acercó a mí y se sentó a mi par. Me quitó los libros y los puso en la mesa. Me miró fijamente a los ojos y me dijo: “sé que guardas un secreto. Puedo verlo desde que te conocí”. Me extrañó, pero no le hice caso, indicándole que estaba desvariando. Cuando traté de tomar de nuevo el libro, me tomó de la mano, me acercó hacía él y quiso besarme. Me negué, lo empujé y me levanté sorprendido, pero a la vez halagado. “¿Estás loco?” le pregunté y presurosamente me dirigí a la puerta para salir de allí. Mi hombre me alcanzó y antes que llegara a la puerta me tomó de un brazo, me jaló hacia él, me abrazó, me recostó sobre la pared y me dijo “Quiero hacerte mía”.
“¿Qué te pasa?”, repliqué, “somos hombres”. Intentó besarme. “Dame un beso”, ordenó.
“Los únicos que se besan son los hombres con las mujeres”, le dije como buscando una ilusa excusa, pero a la vez sugiriéndole que era lo que en verdad yo quería, fingiendo tratar de liberarme, pero sin querer hacerlo.
Se detuvo, pero continuaba abrazándome, presionando contra mi cuerpo su pecho y su cintura, donde ya sentía su miembro endurecerse. Me miró a los ojos fijamente, no dijo nada. Mi respiración estaba agitada. Supe que era el momento. Era ahora o nunca la oportunidad. “Nunca se lo he dicho a nadie”, dije con voz temblorosa y nerviosa, “pero ya que me das esta oportunidad… quiero vestirme de mujer para ti como lo hago a solas y sin que nadie nunca me haya visto. Así podré ser mujer para ti y besarte todo lo que quieras”. Bajé la mirada y respiré agitadamente a causa de los nervios. Mi hombre me levantó con su mano la barbilla y nuevamente nos vimos a los ojos. “Y ese es tu secreto”. Me dijo sonriente.
Me soltó. Me tomó de la mano y me llevó hacia una habitación. Con una llave abrió un closet discreto y aparecieron cientos de vestidos, faldas, calzado, medias y muchas otras cosas. Tomó una percha y me la dio. Tenía la falda de mezclilla y la blusa a cuadros. Se inclinó y me alcanzó los zapatos. “Que travesti de closet puedes ser sin unas lindas sandalias. Estas son las más hermosas que he elegido para ti. Tus pies se sentirán y verán hermosos”.
“¿Habías elegido?”, pregunté confuso.
“Nenita linda”, me dijo, “sabía que este momento llegaría. Vi a Genoveva desde que te conocí”
“¿Genoveva?, No entiendo”
“Genoveva es la mujer que llevas dentro. Ya basta de fingir… Déjala salir. Quiero verla, acariciarla, quiero que te olvides de tu masculinidad y te des permiso de liberarte para que conozcas tu verdadero lado femenino. Hoy no solo verás a Genoveva en el espejo, travistiéndote a escondidas en casa de tus padres: hoy la enfrentarás aquí, ante mí, sin miedo, sin críticas, sin presiones”.
Desabotonó mi camisa y yo lo dejé quitármela. Me zafé las zapatillas deportivas que llevaba. Desabrochó el botón y el cierre de mis vaqueros y los bajó junto a mis calzoncillos. Quedé desnudo.
“Pero mira que miseria de miembro tienes”, me dijo. Y era cierto, mi pene apenas excede las 2 pulgadas y con el miedo que sentía se escondía arrugado aún más. “Una mejor razón para que disfrutes por el otro lado”.
Tomó la tanga negra y con un toque de sus manos me pidió que subiera las piernas para ponérmela. Luego, me colocó la falda y finalmente la blusa a cuadros. “Déjame a mi ponerme las sandalias”, supliqué. “Quiero ser yo quien ponga el toque especial para sentirme al fin travestida ante ti”. Metí los pies en aquellas bellezas doradas. Una corriente eléctrica de placer recorrió todo mi cuerpo. Eran no solo tan suaves, ventiladas y cómodas, sino además tan femeninas, que mi esfínter comenzó a lubricarse.
Mientras terminaba de amarrarme las cintas a mis tobillos, me colocó en la cabeza una peluca larga de color castaño.
Me tomó de la mano y me vi junto a él en el espejo. Estaba hermosa. Con las manos entrelazadas me llevó a una gran puerta de vidrio, la abrió y esta daba al balcón de su apartamento, salimos a él y vi la ciudad. Un aire cálido aireaba todo mi cuerpo y en especial mis pies que se cubrían apenas por unas tiras de cuero.
“Juguemos”, me dijo viéndome a los ojos “¿quieres ser mi novia?”
Emocionado le sonreí, colgué mis brazos a su cuello, me acerqué a él y le respondí: “quiero ser tu novia mi amor”. Nos besamos con lenguas apasionadas en aquel balcón, con el viento y la vista a la ciudad.
Después de un buen rato, nuestros miembros erectos se tocaban por sobre la ropa. Me llevó a su cuarto, se deshizo en un segundo de toda su ropa y pude ver aquella golosina de carne, erecta, hinchada de tanta sangre dentro de él. Iba a arrodillarme para mamarla, pero no me dejó. Me volteó, me tiró a la cama, me bajó a medias la tanga y, sentí verga dentro de mi por primera vez, tal como lo cuento al inicio de mi relato.
Siguió bombeándome con rudeza. “Gime y grita”, me ordenó. A lo cual obedecí con placer, agregando frases de “¡Qué rico papito!”, “¡me gusta tu verga!”, “¡más duro!”, “¡quiero tu leche!”, “¡soy tuya!”, “¡Dame hasta adentro!” y otras que en mi locura ya no recuerdo.
Cada embestida me desgarraba más las fibras de la entrada del culo. Mi desfloración anal era total. En pocos minutos pasé de un chico normal a una nena, a una novia y a una mujer desvirgada con muchas ganas.
Aceleró sus penetraciones. Sentí desde su rostro sus gotas de sudor cayendo sobre mi espalda y cabello. Su miembro se puso más duro y quemaba aún más por su temperatura. Ambos gemíamos como enajenados. Mi pequeño pene, sin estar erecto comenzó a derramar semen y sentí un orgasmo electrizarme el cuerpo, pero esta vez el protagonista principal era mi agujero siendo penetrado. Aceleró más y con un grito de placer mi hombre expelió 5 chorros calientes de su delicioso yogur dentro de mi recto. En nuestra locura, me complementó 10 metidas rápidas de verga más hasta que con un gemido finalmente me penetró profundamente, quedándose así un rato y desplomándose abatido sobre mi cuerpo.
Sentí todo su peso sobre mí a la vez que su pene comenzaba a ser flácido. Me volteé, lo abracé con mis brazos al cuello y mis piernas a su espalda. Lo besé. “gracias por descubrirme, por hacerme mujer y darme permiso de travestirme para ti”, le dije mientras lo veía a los ojos. “Apenas empiezas” me respondió “recuerda que eres mi novia y cada vez te pediré que te pongas más hermosa para mí”. Me sacó del culo su miembro ya flácido y sentí el correr de su semen saliendo de mi ano.
Tocaron el timbre. ¡Eran los compañeros de estudio!
“Ya vienen, vístete de nuevo” ordenó, “yo los atiendo”. Hizo una pausa y me vio a los ojos firmemente para continuar: “mi Genoveva, mañana te espero temprano para que te dé tiempo de maquillarte, depilarte y lucir otros vestidos que te tengo preparados. Disfrutarás de muchas sandalias que tanto te gustan, modelándolas para mí, ahora regresa a tu closet”. Me dio un beso chupando mi labio inferior y se levantó para vestirse, mientras en el baño yo ocultaba nuevamente entre ropas de hombre a Genoveva que, deliciosamente, por fin había salido de su escondite secreto.
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