La noche anterior cumplí dieciocho años. Mis padres y mis amigos me organizaron una fiesta para celebrar mi cumpleaños, y aquí estoy, sufriendo los embates de la resaca. La casa de campo de mi familia, albergó casi un centenar de invitados que mi joven madre quiso me acompañaran en tan importante fecha. Yo no era muy amigo de esas reuniones tan pomposas, me hubiese conformado con algo más sencillo y pasarlo con mis pocos amigos y la familia más íntima. Pero así era mi mamá, imponente y se hacía lo que ella decía.
Vinieron muchos de mis primos, mis tíos, algunos compañeros de estudio y mi novia Raquel. La pasé muy bien, a pesar del alboroto y del afán de mamá por dejar todo impecable después del jaleo que se formó. El personal de limpieza, gracias a dios, dejo todo perfectamente limpio y ordenado.
Ese domingo, todos se marcharon a la ciudad y yo me quedé solo con mi abuela que había venido de la capital a ayudar a mis padres a organizar el barullo. Le dije a mi madre que no me sentía muy bien y que necesitaría descansar un par de días. En la nevera quedó mucha comida preparada y algunas cervezas que me refrescarían y ayudarían a despejar mi cabeza.
Somos los típicos 3×18. Mi abuela tuvo a mi madre a los 18 y ella a mí a los 18, por lo que al cumplir mis 18 ellas tendrían 36 y 54 años respectivamente. Simples matemáticas.
Mi padre, un tanto mayor que mi madre, rondaba los 42 años. Mi abuelo, lamentablemente, había fallecido hacía dos años en un accidente de tránsito.
La paz que se respiraba en la finca era reparadora. Caía una pertinaz lluvia que acariciaba mis oídos y me invitaba a seguir tumbado en la hamaca que había colgada en el corredor. Un chorro de agua bajaba por el tubo de latón y golpeaba fuertemente contra unos helechos que estaban agradeciendo el chaparrón que les caía. Metí seis cervezas bien frías en una cava pequeña de anime y las puse a la mano debajo del chinchorro. Al cabo de una hora, ya me había tomado al menos cuatro cerbatanas.
Desde adentro, se escuchaba el ruido de la abuela trasteando con los implementos de limpieza y arrimando los pesados muebles de madera y cuero del comedor de doce puestos. Le gustaba sacar sucio de donde no había, decía mi mamá cada vez que la veía en esos menesteres. Esa característica, se le había acentuado luego de la pérdida irreparable de mi abuelo Ramón. Mucho costó convencerla de que asistiera a la celebración y mamá tuvo que persuadirla de lo importante de su presencia para que todo saliera bien.
La lluvia seguía cayendo con sus mágicas caricias y una leve brisa comenzó a sentirse sobre las matas de plátano que servían de barrera al corredor. Todo estaba nublado. Desde media mañana, luego que todos se marcharon, no se le volvió a ver la cara al sol. No había querido ingerir ningún tipo de alimentos, la mezcla de ron, cerveza, vodka y cuanta bebida pasaba por mis manos, me habían producido una indigestión. Solo hace poco menos de una hora, me provocó tomarme, como les dije, unas cervecitas bien frías. Esas nunca fallaban para recuperarme de la resaca.
El olor de la sopa que me estaba preparando la abuela, se colaba por la ventana que separaba la cocina del corredor donde estaba. Ya aproximándose el mediodía, no faltaba mucho para que la abuela me llamara a deleitarme con ese caldo que levantaba los muertos, como ella decía. En efecto…
-Pedrito, Pedrito, venga a comer -se escuchó a través de la ventana
-Voy, abuela, enseguida -Le respondí desde la hamaca.
Recogí las latas vacías y me dirigí cuidadosamente al comedor para evitar resbalarme en el piso empapado de agua.
-Esta sopa te va a revivir. A tu abuelo se la preparaba todos los domingos y lo ponía a tono luego de sus largas partidas de dominó sabatinas. Es milagrosa -añadió.
Nos sentamos a disfrutar de aquella delicia caliente y, ciertamente, con cada sorbo sentía los efectos reparadores sobre mi estropeado cuerpo. Disfrutamos mucho el momento. Noté a mi abuela menos desanimada. Me comentó que tenía dos años que no salía. Se desahogó hablándome de la falta que le hacía el abuelo y de todo lo que había tenido que pasar para ir superando poco a poco su ausencia. Su rostro se iluminaba cada vez que lo nombraba.
Nos quedamos charlando amenamente en la sobremesa y yo le ofrecí un vodka con jugo de naranja para complementar la exquisita sopa que nos habíamos comido. Afuera, la lluvia seguía cayendo y la brisa se incrementaba sin cesar. La abuela observaba con preocupación, como el agua inundaba el corredor de la casa.
-Voy a buscar el haragán y el tobo para escurrir el piso del corredor. Si me descuido se va a meter para el comedor -me dijo.
-¿Te ayudo, abuela? -Me ofrecí.
-No mijo, quédese tranquilo en su chinchorro que yo me ocupo -agregó.
-Sírvame otro coctel para quitarme este frio.
La brisa refrescante y fría, se colaba por las ventanas y la puerta hacia el interior de la casona. Serví dos cocteles más y me instalé nuevamente en la hamaca.
Llevaba pocos minutos y apareció la abuela con los peroles a escurrir el agua que fluía por el piso.
Desde el chinchorro, observaba como mi abuela luchaba con el ventarrón. El ruido de los loros y los alegres sapos, retumbaba en el corredor de la vieja y bien conservada casa colonial. Ahí tumbado, recordaba mis encuentros con mi novia. Lamentablemente, algo frustrante porque no tuvimos la oportunidad, por la cantidad de gente, de enrollarnos en la cama como lo hacíamos en mi casa cuando mis padres no estaban. Evocando esos momentos, me acaricié la polla como consolándola por no haber tenido actividad en mi cumpleaños.
La Abuela Soledad, trapeaba y empujaba el haragán con ritmo endemoniado. Su camisón de algodón, estaba empapado de agua producto del rocío que se colaba a través de las matas. Por primera vez detalle a la abuela con atención. El efecto de la lluvia y la paz que se respiraba, lograron que mis sentidos se concentraran en ella.
Como les dije, tenía 54 años. Si me hubiesen pedido una descripción de ella días atrás, probablemente les hubiese hecho un resumen bien escueto. Mi abuela era mi abuela, y punto. Sin embargo, inducido por el ambiente, las cervezas, los dos vodkas y mi sutil manoseo genital, me atrevo a ser más osado en cuanto a mi apreciación sobre ella. ¡Por Dios, Qué estoy diciendo!
Tenía unos pies verdaderamente bellos. Aun descalza se veía elegante. La franela mojada que llevaba, cubría como una segunda piel su cuerpo hasta las rodillas y la envolvía y le hacía destacar sus atributos en forma mágica. El vaivén de sus pechos al aire y el de sus nalgas bamboleándose al empujar el haragán, me estaban produciendo una erección inusual. ¡Esto es el colmo! Pensé. ¡Se me está parando la polla!
Por primera vez me había fijado en el físico de mi abuela. Me sentí incómodo con mi reacción. Sin retirar la mano de mi sorocha polla, me puse a mirar los arbustos bamboleándose al vaivén de la brisa. No era fácil desviar la vista ante la bulla y el movimiento de la abuela.
Mojaba el trapo y lo escurría. Empujaba el haragán y volvía a repetir la operación. Seguidamente, rodó el tobo de plástico y lo puso a escasos metros de la hamaca en donde yo estaba y se agachó a escurrir el trapo que utilizaba para secar el piso. Lo que vieron mis ojos es muy difícil de describir. No podía creer que me estuviera empalmando con la imagen ante mí.
La franela se le subía más arriba de sus muslos y dejaba ver un espectáculo increíble. Unas piernas bien bronceadas y rozagantes como una mujer de menor edad que aunado al color de su piel morena y brillante, las hacían parecer dos columnatas romanas. Quedé sorprendido con lo bien conservado que estaba a sus cincuenta y cuatro años.
Desde mi posición, agudizaba mi vista y trataba de traspasar la barrera que separaba el algodón mojado del triángulo que presentía húmedo, producto del agua que le rociaba. Mi polla cobraba fuerzas. Ya mi mano dentro del interior, notaba como un líquido cristalino y aceitoso cubría mi alborotado miembro. Siento algo de pudor al contarles esto.
La abuela siguió trapeando y escurriendo, trapeando y escurriendo y el aguacero no amainaba. En una de esas, arrimó el tobo hacía a mí, unos dos metros quizás, y se agachó dándome el frente. ¡Increíble! Su camisón se subió casi hasta sus nalgas y abrió sus piernas mostrándome su pantaletica humedecida y transparente. Los segundos parecían horas. Con esa imagen fijada en mi cabeza, mi polla se endurecía más por mucho que yo tratara de alejar esos pensamientos algo descarados.
No podía quitar la vista de la entrepierna que se me mostraba casual y despreocupa. Inadvertidamente, comencé a frotarme suavemente mi polla, ya no pensando solo en Sofía sino en la imagen de mi abuela agachada en el piso escurriendo el trapo dentro del tobo.
¡No podía creerlo! Mi abuela se veía exquisita en esa posición. Un morbo desconocido e inapropiado se apoderó de mí. Desde mi posición, podía ver perfectamente su bikini negro. Sus muslos doblados se veían imponentes y juveniles a pesar las incipientes pistolas que se le formaban a los costados. La hamaca comenzó a bambolearse suavemente y la cuerda emitía un chirrido al roce con la viga que la sostenía.
Yo no sé si mi abuela se percató de aquello, lo que si les puedo decir es que tardó más de la cuenta en esa posición. Abría las piernas imperceptiblemente y mostraba con mayor claridad su coño finamente rasurado. Estaba a punto de venirme y la hamaca se movía con mayor intensidad. Los amarres seguían con su sonido característico y mi mano arreciaba sus movimientos sobre mí polla.
Seguía lloviendo a cántaros, los esfuerzos de la abuela por escurrir el agua no cesaban. Pajearme con el short playero que llevaba era muy incómodo. Tratando de alargar mi venida y buscando liberar mi polla de la presión de mis prendas, bajé un poco el ritmo y subí mis caderas para quitarme el carcelero que impedía la libertad de mi polla presa.
-¡Qué lluvia tan fuerte está cayendo, Pedrito! -me dijo desde el piso.
-Sí, abuela, está lloviendo muchísimo -Respondí.
Sus palabras me trajeron de vuelta a la realidad. Era mi abuela ¡por dios!
Pero mi polla no pensaba igual. Seguía firme como un guardián del Vaticano. Mi abuela se paró y colocó el tobo justo al lado de la hamaca. Yo tapé mi polla descubierta con una diminuta almohada que tenía conmigo. La tenía como a cincuenta centímetros de mí. Ya podía percibir su aroma remojado combinado con el perfume de la noche de mi cumpleaños. En aquel momento ni me percaté de esa fina colonia, ahora, sus exquisitos aromas me llegaban sutilmente a mi sentido olfativo y agregaban un ingrediente más a la libidinosa escena.
Siguiendo con su rutina, se agachó nuevamente y en esta oportunidad me mostró sus lindas tetas achocolatadas y con unos pezones brotados debido, tal vez, a la fría agua que le empapaba la franela. Los tenía algo caídos pero no dejaban de ser endemoniadamente hermosos. Por momentos, me provocaba saltar sobre ellos y lamerlos hasta el cansancio.
Su proximidad, me impedía hacer movimientos muy bruscos. Mi paja, se limitaba a manosear mi cabeza resbaladiza y uno que otro sacudón producido con la muñeca. En esa posición tan sensual y provocativa, la abuela parecía una diosa. En un momento que me dio la espalda, giré imperceptiblemente y me puse en una posición más cómoda para mis manoseos cada vez más fuertes.
Ahora el espectáculo era sus voluptuosas nalgas que gritaban por ser liberadas del diminuto bikini. La humedad incrementaba la transparencia de su prenda. Sus nalgas se paseaban a escasos veinte centímetros de la hamaca. Con poco esfuerzo podría haberlos mordido sin moverme mucho. Su hermoso culo tropezaba juguetonamente el borde de la hamaca. Quería apretarlos y meter mi cara entre sus nalgas y fundir con pasión mi lengua con su diminuto orificio anal. Estaba a reventar. Imprimí cuidadosamente un poco de velocidad a mi mano, cuidando no ser detectado por la abuela. La almohada que me tapaba la polla, saltaba a cada instante y tenía que reubicarla de nuevo. Me olvidé por completo que era mi abuela. El sentimiento filial fue borrado por aquella señora que se exhibía inocentemente frente a mí.
Por obra del demonio, o quizás Dios, mi abuela se paró y se resbaló aparatosamente cayendo dentro del chinchorro que encubría mi furtiva paja. Cayó justo sobre mi pollón escuetamente escondido bajo la pequeña almohada. La abuela levantó las piernas al aire y exclamó:
-¡Dios mío, casi me mato! Menos mal que caí dentro de la hamaca, Pedrito -agregó.
Soltando una risita nerviosa le dije:
-Sí, abuela, menos mal.
Con la abuela encima, transmitiéndome su humedad y restregándome su culo sobre mi polla, la rodee con mis brazos y le dije:
-Tranquila abuela que no te pasó nada.
-Sí, mijo, tremendo susto -me respondió.
Mi pollón la amenazaba a quemarropa. Por instantes, creí levantarla con las palpitaciones de mi bestia aprisionada. No quería que se parara de ahí, primero por lo delicioso del momento y segundo que iba a mirar la tremenda erección de mi polla descubierta y desprotegida. Sentí nervios al pensar que me descubriera así.
-Ay, mi corazón, tengo que tener más cuidado, ya estoy algo vieja para estos trajines -me dijo.
-No abuela, que vieja ni que nada. Eso le hubiese pasado a cualquiera. El piso está muy mojado. Todavía eres muy guapa y muy sana -pronuncié dándole ánimos.
-Tú crees, Pedrito. ¿Tú crees que tu abuela no está algo estropeada por los años?
-¡No abue, que va! ¡Cuántas no quisieran estar como tú! -exclamé.
Realmente no sé si se percató del pistolón que amenazaba su hermoso culo. Solo sé que no daba muestras de querer bajarse de mi hamaca. Animado por la presencia de aquel cuerpo, la apreté fuertemente y le susurré suavemente:
-Te quiero mucho, abuelita. Eres especial para mí.
-¡Qué tierno, Pedrito! Tú también eres especial para mí. Eres mi nieto preferido. -me respondió con voz maternal.
El momento se prolongó más de la cuenta. Ya mi polla sentía los rigores de la presión ejercida sobre el culo de la abuela. La lluvia seguía azotando con más fuerzas. El abrazó interminable, se convirtió en un leve vaivén que permitía que mi polla se frotara con cierto descaro contra su culo. Ella se quedó impávida ante la espada que la amenazaba. Mi pollón a punto de explotar, se regocijaba ante la fusión con aquellas nalgas. Me negaba a pensar que la abuela estuviese disfrutando aquello.
-Qué rico, Pedrito. Me encanta que me abraces con tanto cariño. Me está pasando el frio. ¡Eres muy cariñoso! -exclamó.
-Sí, abue. Tú también eres muy cariñosa. Mereces que te consientan y protejan. Para eso estoy yo, abuelita -Le susurre aquellas palabras, acercando mi boca detrás de su cuello cubierto por los humedecidos cabellos. Instintivamente la besé ahí mismo. Un beso cariñoso, no quería que la abuela pensara otra cosa.
-Ay, que rico, Pedrito. Me gusta que me beses ahí. Eso me recuerda a tu abuelo. ¡Era tan dulce…!
Sus palabras me animaron a seguir besándola ahí. Mordisquee su cuello y pasé mi lengua imperceptiblemente y sentí como mi abuela se erizaba. Los movimientos que sincronizaban su hermoso culo con mi polla se incrementaban. Ya no era solo yo el que se movía. La abuela Soledad, acompañaba rítmicamente mis movimientos. Mi polla desnuda, deseaba convertirse en un objeto filoso para desgarrar y cortar la tela húmeda que lo separaba de aquel lujurioso culo. Seguí mordiendo con mayor intensidad el cuello de mi abuela y cubrí mi rostro con su cabello negro donde percibí su fragancia exquisitamente especial.
-Ay, ay, sigue mordiéndome así. Me encanta. Eres muy cariñoso, Pedrito.
-Si abuela. Te voy a seguir haciendo cariño. A mí también me encanta que estés contenta -le dije.
Así seguimos unos minutos más. Nos acoplamos en un baile que no aceptaba interrupciones. La abuela acompañaba mis pasos y yo aguantaba estoicamente con mi polla a reventar. No aguanté más y me arriesgué a subir lentamente el camisón empapado. Centímetro a centímetro, fui despejando aquel cuerpo escultural de la abuela Soledad. No quería ni pensar como reaccionaria. Jamás me hubiese imaginado esa escena ni remotamente. La tersura de su piel y lo bien proporcionado de su cuerpo, me habían sorprendido en extremo. ¿Cómo no me había fijado antes en la abuela? Pensé. Era obvio. ¿Quién se iba a fijar en su propia abuela?
Subía lentamente el camisón y evaluaba las reacciones de mi abuela. Si se molestaba le diría que estaba muy mojada y podría agarrar un resfriado ¡Qué sé yo!
Con la franela a punto de descubrir sus pechos color caramelo, y que estaban hermosamente coronados por dos botones a punto de estallar, la abuela, subió sus brazos en señal inequívoca de que colaboraba en su liberación. ¡No lo podía creer! ¡Mi abuela y yo empalmados uno al otro y casi desnudos!
Saqué la prenda húmeda de su cabeza y la lancé rápidamente al piso como quien presagia la conquista de una fortaleza inexpugnable.
Seguidamente, Mi abuela, como poseída por un demonio, se incorporó de la hamaca y se exhibió esplendida ante mis desorbitados ojos.
-¿Cómo me veo, Pedrito?
-¡Espectacular abuela! -Eres la abuela más cariñosa del mundo, le dije. Tratando de minimizar la lujuria del momento.
-Nada de cariñosa, Pedrito. Me refiero a como me veo físicamente -agregó.
Aquella pregunta me dejó frio. La abuela quería escuchar otra cosa.
-Espectacular también, abuela. Tienes un cuerpo exquisito.-Respondí- Los años no te han maltratado -agregué.
La abuela giraba sobre sus pies, exhibiendo ante mí su escultural y bien conservada figura. Parecía una diosa egipcia con su piel acanelada y adornada por un perfecto arabesco en su incipiente vientre. Fue una sorpresa para mí. En mis años, no había detallado la obra de arte que mi abuela tenía impresa en su piel. Tenía ciertas cáscaras de naranja en sus glúteos y las típicas pistolitas en el costado de sus muslos pero nada exagerado. La madurez de su cuerpo y el morbo que me produjo verla frente a mi desnuda es difícil de describir.
-Tu abuelo se moría por poseerme. Jamás le fui infiel. Era un hombre en todo el sentido de la palabra. Tú no sabes cuanta falta me hace, Pedrito, tú no sabes -agregó con cierta nostalgia en sus palabras.
-Lo sé, abuela, lo sé -Alcance a decir.
Mi polla seguía erguida a pesar de la conversación de mi abuela. Sus giros pausados, para que la detallara y le ofreciera mi opinión sobre sus encantos, me animaron a incorporarme un poco para tocar sus ricas nalgas.
-Abuela, estás dura. Pareces una roca -le dije
-¿Lo dices para no desanimarme, verdad?
-No abue, no. Lo digo en serio.
Apreté fuertemente sus nalgas y me puse de pie atrayéndola hacía mí. Puse mi polla sobre su vientre para que sintiera el armamento que le quería reducir.
–Ay mijo, no sé qué estamos haciendo pero me siento tan feliz con tus caricias -me susurró.
No había terminado de proferir esas palabras cuando sentí como me empujó dentro de la hamaca y se aferró a mi pollón diciéndome:
-Tienes una polla muy bonita y muy desarrollada, Pedrito. La tienes mucho más grande que el abuelo. Déjame detallarla -Prosiguió.
Se puso en cuclillas frente a mi mazo y comenzó a manosearlo con cierta ternura indescriptible. Cubría la cabeza de mi polla con su palma y con la otra mano intentaba medirla con sus dedos.
-¡La tienes Enorme! -exclamaba sin dejar de frotarla.
-Quiero probarla, Pedrito. Siempre le hacía eso a tu abuelo -Me suplicó.
-Claro, abuela. Saboréela como quiera, esa polla es suya -le dije.
La abuela metió su trofeo en su hambrienta boca y empezó a succionármela con la veteranía de sus años. Se la engullía hasta la garganta mientras con su mano acariciaba mis bolas a punto de estallar.
Así duró unos minutos. Jugueteaba diestramente con mi instrumento y sabía cuando cambiar el ritmo para que no me viniera. Era una veterana de mil batallas que producto del momento, se despojó de cualquier prejuicio que limitara sus pasiones reprimidas por el largo periodo de abstinencia.
Retiró su boca de mi polla y me mostró, esplendida, su hermosa rendija babeada y lista para recibir mi pollón.
-Quiero que me lo metas, Pedrito. Por favor, cógeme sin piedad. Quiero sentir es animal que tienes, dentro de mí. Fóllame con ganas, tengo ya dos años que no sé qué es una polla y menos con esas dimensiones -me dijo desaforada.
-Si abue, sí. Te voy a follar con todo. Tú te mereces una buena cogida -agregué.
Subió sus muslos sobre el chinchorro y se acomodó perfectamente sobre mi ansioso cañón.
-Este momento es solo nuestro. Empótrame esa polla hasta el último centímetro, Pedrito. ¡Cógeme, fóllame, hazme tuya, por favor! -Exclamó.
Colocó mi bazuca en la entrada de su resbaladiza vagina y lo introdujo lentamente hasta las bolas.
-Que rico, Pedrito. Tienes un pollón enorme. Lo quiero todo para mí. Destrózame con esa verga endemoniada.
-Si abuela, es toda tuya. Métela hasta donde quieras.
-Dame duro, más duro, ah, ah, así, por favor, así. ¡Me encanta que me ensartes con ese animalón que tienes! -Exclamaba fuera de sí.
¡Eres fantástico! Quiero que me partas en dos, dame duro, más duro -me decía.
La abuela parecía poseída por un espíritu libidinoso. Su cuerpo se contorsionaba rítmicamente y a cada movimiento se tragaba mi polla hasta lo último. La sentí correrse varias veces. En lo que a mi refiere, ya le había acabado dos veces. La liberación de mi esperma, había hecho disminuir la molestia que tenía en mis pelotas.
-Te sentí venir, Pedrito. ¡Que rico! Tenía mucho tiempo que no echaba un polvo tan sabroso -me dijo.
Se incorporó y se dio vueltas para exponer su culo hacia mí.
-Cógeme por el culo, nieto. Méteme ese armamento por mi desprotegido culo. Lo quiero adentro, tal vez me va a doler pero intentaré domarlo. El de tu abuelo entraba con facilidad, pero no importa, penétrame con ese animal, que yo puedo-
Esa petición tan explícita, aunado a la belleza del culo que se me entregaba, hizo que mi polla resucitara sin problemas. Me senté en el chinchorro y extendí mis piernas para dejar mi falo en posición para ser tragado por el culo hermoso de mi abuela Soledad.
Ella se acomodó fácilmente de retroceso y escupió con abundante saliva sus dedos y los pasó con lujuria sobre su culito. Fue bajando lentamente y puso mi melocotón en su puerta y con su mano lo ayudó a entrar.
-Ay, que rico, Pedrito. Creo que si voy a poder. Ay, Ay, ahí lo llevo. ¡Me matas, Pedrito, me matas con esa espada tan grande! -Exclamaba con una mueca de dolor en su rostro.
-Sí, abuela, sí. Quiero matarte de placer -le dije.
Cuando llevaba la mitad de mi polla introducida, respiró profundo y prosiguió con su ardua y excitante tarea. La abuela era de retos. Era lo que llamaban una mujer ardiente, un buen polvo. Nunca me imaginé algo así.
Sus piernas le temblaban. Con una mano agarró el resto de mi polla y me dijo:
-La voy a dominar toda. Ayúdame, Pedrito. Empuja lentamente que yo me dejo caer encima de ella. ¡Empuja, empuja! -Exclamaba.
Con la otra mano, la abuela se frotaba con frenesí su abultado clítoris.
-Pellízcame las tetas -me rogaba.
Con mis dos manos me aferré a su par de tetas y le pellizcaba sus pezones como me lo había pedido.
-Así, Pedrito, así. Pellízcame duro, ah!
-empuja, párteme en dos, Pedrito. ¡Qué rico pollón, por dios!
-Ya se me fue todo, Pedrito. Ay, ay, que rico la tienes. Muévete, muévete. Penétrame hasta las bolas. La quiero toda dentro de mí ¡Ay, que rico, ah, ah, me vengo, me vengo!…
Viniéndose mi abuela y sintiendo yo unas contracciones en su apretado culo que me exprimieron hasta la última gota de mí ya seca polla. El movimiento de su culo sudoroso y brillante era un espectáculo surrealista.
Ay, Pedrito, no la saques todavía. ¡Quiero más, más!
Ya yo estaba seco y doblegado. Dejé que mi abuela se acoplara de nuevo con mi polla y continué pellizcándole sus pezones a punto de estallar.
Así, Pedrito, así. ¡Que rico! No sé cuántas veces me voy a correr, ah, ah… Dame duro, duro, ah.
Se corrió nuevamente.
Este fue el mejor regalo de cumpleaños que me podría imaginar.
La abuela Soledad se quedó extenuada sobre mis rodillas. Había gozado ese momento con emoción. No sintió ningún remordimiento ni sentimiento encontrado por haberse entregado a mí. Me lo dijo.
-Gracias, Pedrito. He gozado de tu polla como no te imaginas. Estoy orgullosa de ti. Este secreto lo guardaremos por siempre. Ya yo no estoy para andar buscando hombres por ahí. Quiero que seas mi consuelo el resto de mis días. Mientras se pueda -Agregó.
-Claro, abuela, claro. Siempre estaré para ti. Eres la abuela más especial del mundo, yo también estoy orgulloso de ti.
-Te quiero, abuelita, te quiero…
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Alphy Estevens.