No fue un viaje más a Buenos Aires. Me había mensajeado durante todo el día con una pareja que, llegada la tardecita, nos coordinamos para encontrarnos. Los invité al departamento que estaba alquilando por día sobre Callao. Había concretado unas cuantas reuniones desde que llegué a la ciudad, así que decidí caminar hasta un mercadito para despejarme un poco y comprar algunas provisiones para agasajar a la pareja invitada. Llegando al palier me llaman para avisarme que ya estaban, así que los vi bajar de una Toyota blanca estacionada a mitad de cuadra.
Nos saludamos cordialmente y subimos charlando trivialidades sobre la jornada de cada uno. Pronto me di cuenta que habían fumado marihuana y eso desacartonó bastante la introducción. Serví champagne y mientras la charla se iba enredando entre miradas seductoras, acerqué mi mano a la rodilla descubierta de la rubia, quien distendió su pierna sobre mi falda aceptando mis caricias. Los cuerpos ya se habían relajado, las sonrisas lo decían todo y el ambiente ya empezaba a calentarse.
Me encantaba que ambos fueran bastante más grandes que yo porque me hacían sentir un niño jugando entre adultos que festejaban su osadía. Cariñosamente, el señor se levantó y nos invitó a continuar las travesuras sobre la cama, donde la desnudez pasó a trenzar un embrollo corporal repleto de caricias y besos que anudaron tres amantes desbordantes de deseos.
Nunca antes había besado a un hombre, pero aquella maraña sorprendió mis labios con una lengua masculina que cautivó completamente mi voluntad. El tiempo comenzaba a hacerse eterno y la razón ya no podía controlarnos. La rubia abrazó mi cuerpo con sus piernas y recibió toda mi calentura adentro suyo. Mientras el señor acariciaba mi espalda, su esposa relataba cada detalle de mi verga en su interior.
El diálogo entre ellos sazonaba por demás mi calentura. Yo era su niño, su juguete, un inocente aprendiz que seguía embobado sus consignas. La rubia me indicó que lo cogiera a su marido, mientras el señor se acomodaba de perfil entregándome la espalda. Su cola masculina de apariencia, pero femenina en su actitud, devoró mi pene adobado con el néctar de su esposa. Ella estaba maravillada preguntándole a su esposo sobre cada detalle de mi penetración, mientras él apenas podía responder inmerso en una placentera relajación que evidenciaban sus gemidos. Todavía no quería acabar, así que decidí salirme casi al borde del derrame. Me paré al costado de la cama mientras todos aprovechamos un pequeño recreo para hidratarnos.
Brevemente, piropeamos nuestros atributos sexuales y comentamos el placer colectivo reforzando nuestra mutua aprobación. La rubia tomó la delantera y empujó a reiniciar la actividad acomodándose en cuatro patas al borde de la cama. Salivé con abundancia su cola y fui apoyando lentamente la cabeza de mi verga para perforarla delicadamente al ritmo de su dilatación. Mientras la bombeaba de parado, el señor comenzó a acercarse por detrás de mí. Acariciaba mi espalda, me besaba el cuello, mientras me apoyaba sutilmente su estoica poronga sobre las nalgas. Fui dejándome llevar por la actitud paternal de sus mimos y la cola de su esposa abrazando mi virilidad, pero tenía totalmente claro que era imposible que semejante verga me cogiera.
Había tocado, pajeado y chupado su grosor previamente, y su dimensión superaba cualquier intento de animarme a probar. No había chances. Pero el Señor, que era un poco más alto, más fornido, más curtido e incluso más adulto que yo; comenzó a hurgarme la cola con su pene. Lo dejé jugar un poquito, confiado en que en cualquier momento podría pararlo. El señor ya me tenía abrazado desde atrás sobre mi pecho y con la cabeza de su pene presionando para entrarme. No había forma de que me entrara, así que decidí decírselo para no entusiasmarlo con un deseo imposible. El señor apoyaba su cabeza en mi ano y salía. Apoyaba y salía. Mientras yo le explicaba que no me iba a entrar, que era muy grande. El señor apoyaba cada vez más fuerte y salía. "Basta, no me va a entrar", le decía. El señor apoyó nuevamente, pero ya no quería salir.
Empujaba para seguir entrando. "¡No, no!", le dije, "No me entra, me está doliendo". Pero parecía que el Señor no me escuchaba, o mejor dicho, no quería escucharme. Me abrazaba cada vez más fuerte sobre el pecho y empujaba cada vez más adentro. "¡Basta! por favor", le dije, "Me duele, ¡me duele!". La rubia se dio cuenta que yo estaba temblando y mi cara se había transformado de dolor y temor. Así que se retiró de mi penetración y le dijo a su marido: "Pará mi amor, le estás haciendo mal". Pero sin aceptar su indicación, el señor me abrazó aún más fuerte y me la mandó hasta el fondo. "Le está doliendo mi amor ¡pará!". Sentí la verga de ese hombre que rajó mí ano y comenzó a bombearme desesperado.
El dolor se mezclaba con la impotencia de no poder moverme, me tenía abrazado muy fuerte, inmovilizado. Me entraba y salía hasta el fondo, tan brutalmente que en un momento decidí entregarme, porque forcejear lo hacía aún más doloroso. El ardor comenzó a anestesiarse con sus embestidas, pero me estaba cogiendo contra mi voluntad. Tenía ganas de llorar, pero no me salían las palabras para frenarlo. No podía entender cómo habíamos llegado a ésta situación, si todo venía tan bien, tan cariñoso, tan lindo: Y ahora me estaba violando. Ni su mujer podía frenarlo.
Sinceramente, no recuerdo bien cómo terminó todo. Indudablemente, mi mente selectiva dejó todo ese final de la noche en una nebulosa muy difícil de reconstruir. El recuerdo de aquella situación se hizo cada día más morboso para mi. Si bien el dolor invadió el final de aquel encuentro, hoy recuerdo con afecto cada centímetro de esa enorme verga ingresado por la fuerza. Y la obligación de entregarme a su voluntad inmovilizado por su potente abrazo, alimentan mis ratones masoquistas. Claramente fue una violación, claramente no lo quise hacer, claramente me dolió mucho y quería que frenara, claramente me obligó, no fue consentido, y claramente entró por la fuerza un miembro en mi ano mucho más grande que mi posible dilatación. Pero quizás todo eso fue lo más interesante del encuentro y lo que me llevó, sumisamente, a volver a escribirme con ellos hasta el día de hoy.