Pasó lo que tenía que pasar, porque yo estaba dispuesta a que pasara.
Este noviembre, aprovechando unos días libres, mi marido y yo nos fuimos a una isla canaria, con el fin de quitarnos los fríos de Madrid, ciudad en la que vivimos, para recordar un poco el lejano verano.
Hace tiempo que estamos algo separados, sexualmente hablando, no sé si él ha perdido el interés por mi cuerpo o soy yo la que ha dejado de verlo como mi pareja y lo ha convertido simplemente en un amigo.
El caso es que cuando me propuso pasar unos días en aquel paraíso comencé a soñar.
Ya en el avión, sólo de pensar en los paseos desnuda por la playa, sólo de pensar en volver a ver de nuevo hombres desnudos a mi lado, comencé a excitarme, de tal manera que sentí como se me mojaban las braguitas.
Me excitan mucho los hombres desnudos y me gusta mucho excitar a los hombres desnudos. Ver cómo va cambiando su anatomía, como crece su sexo lentamente ante mis miradas o ante mis posturas.
En todo eso pensaba en el viaje hasta allí. Así que cuando llegué ya estaba dispuesta a todo.
La primera noche fuimos a un bar al lado del hotel para saludar a las islas tomándonos unas copas. Hacía calor y además yo lo tenía por dentro, así que me puse un vestido cortito que sólo tapaba un minúsculo tanguita.
Había para mi gusto demasiados jubilados extranjeros, pero afortunadamente también había un guapísimo camarero, alto, moreno, con una cara de guanche muy sugerente.
Noté que no podía evitar que sus ojos se fueran una y otra vez hacia mis piernas y yo tampoco hice demasiado para hacer sufrir a su mirada, tan negra. Después de dos copas, cuando se acercó a la mesa le pregunté si había por allí cerca alguna playa nudista. "Muy cerquita", me dijo y me orientó para ir.
Al día siguiente salimos hacia el paraíso. En la playa prácticamente nadie, dos o tres parejas al fondo y algún que otro paseante solitario. Mi marido y yo nos dimos un largo paseo por la orilla, me encantaba sentir mi cuerpo abrazado por aquella brisa cálida y me encantaba contemplar, tras mis gafas de sol, el bamboleo de los miembros de los paseantes.
Nos dimos un buen baño y, cuando estábamos tomando el sol, veo acercarse, también desnudo, al camarero de la noche anterior. ¡Dios mío, qué cuerpazo! Me quedé de piedra. Se acercó lentamente y cuando ya iba a pasar de largo, me dije, ¿a qué he venido?, así que me levanté, toqué su hombro y cuando se volvió le pregunté ¿No me conoces? Se me quedó mirando de arriba abajo, tuvo un instintivo movimiento de taparse, pero le parecería ridículo y sólo contestó ¿Claro, como no voy a conocerte? Pero no te esperaba aquí. ¿Te quieres sentar con nosotros?, pregunté aparentando la mayor inocencia posible, ¡Claro!, contestó.
Y allí estaba yo tumbada entre dos hombres desnudos, ardiendo. Un cuerpo ya demasiado conocido y otro, bellísimo, por descubrir. Pero, ah, los hombres son imprevisibles, cuando yo creía que iba a comenzar un disimulado acercamiento, de pronto ellos comienzan animadamente a hablar…de fútbol, como si se conocieran de toda la vida.
Al poco tiempo estaban de pie frente a mí. Me dije, se acabó el futbol. Abrí mis piernas con todo el descaro del mundo, dejando bien a la vista mi coñito depilado. Observé como, Román, así se llamaba, el camarero me miraba y empezaba a ponerse nervioso. Sin poderlo evitar su polla comenzó a tomar una cierta consistencia, que él intentaba evitar sonriendo como si no pasara nada, pero al poco tiempo, sabiendo que yo le estaba mirando, aquello creció ya de una forma imparable, hasta mi marido exclamó: ¡Pero chaval!. ¡Uff, me voy a dar un chapuzón, no sé qué me ha pasado!
¡Vaya si lo sabía!
Yo también me voy a bañar, dije, y salí detrás de Román. ¿Te vienes?, pregunté hipócrita a mi marido. El como siempre, afortunadamente, optó por quedarse.
Tenía ante mí el hermoso trasero de Román, delgado y fuerte, masculino, camino de la playa, su espalda y sus piernas musculosas, e imaginaba su miembro erecto, deseando entrar en el agua para volver a su estado normal.
Ya casi en la orilla le llamé: Román. Se paró sorprendido, se volvió, y efectivamente, su sexo seguía teniendo una erección considerable.
-Vaya, Román, vaya secreto.
-Fíjate, normalmente no me pasa, pero no sé… contigo.
-Da igual, Román, no te cortes, a mí me gusta
-Pero, ¿y tu marido?
-No ha querido venir. Allá él. ¿Nos bañamos?
Entramos en el agua. Cogió mi mano. Atravesamos el rompeolas. El agua nos cubría hasta el cuello, y entonces se me quedó mirando, serio y guapo, me dijo: Esperaba desde ayer este momento. Puso sus manos en mi cintura y acercó su cuerpo al mío, noté cómo su polla erecta, dura, caliente a pesar del agua, rozaba mi vientre; recorrió mi espalda con sus manos, acarició mis tetas -me estaba volviendo loca- y lentamente las bajó hasta tocar mi coño, empapado no sólo por el mar, me acarició despacio pero intensamente… yo acaricié su culo, sus nalgas, toqué su ano -me encanta- y llevé mis manos a sus huevos, pegaditos a la raíz de su sexo, y a su polla, dura como una piedra, palpitante.
Métemela, le dije, métemela ya, no puedo más. Su polla me quemaba por dentro, abrí mis piernas colgándome en su cintura y dejé que me penetrara hasta el fondo. ¡Qué fuerza, qué pasión! Sentía su sexo dentro de mí, sus testículos chocando con mi culo, el agua acariciándonos y moviéndose al mismo compás que sus embestidas. De pronto sentí un chorro caliente en mi vagina, vi su cara rota de placer y sentí sus manos aferrándose a mi culo.
Lentamente su polla se fue deslizando fuera de mí. Nos besamos. Salí del agua.
Diez minutos, un cuarto de hora, no más, había durado el encuentro. Me prometí que no sería el único.