Supe que los hombres adultos no eran en mi vida una simple fantasía sexual cuando los jóvenes de mi edad no lograban satisfacerme plenamente en mis deseos carnales. Los septuagenarios tenían la experiencia de toda una vida, pero casi siempre terminaban comportándose como adolescentes ávidos de sexo y con perversiones muchas veces morbosas. Y era justamente esa mezcla de inocencia y perversión que me atraía cada vez más.
Yo debía ir a Buenos Aires por unos trámites de urgencia que tenía que realizar para mis papeles en España y allí vivía mi amiga Carla. A ella la conocía desde mi infancia donde juntas habíamos hecho la escuela primaria y secundaria, juntas habíamos pasado vacaciones en la quinta de sus padres y juntas habíamos exprimido nuestras primeras lágrimas de amores adolescentes. Con el tiempo la vida nos separó, nos llevó por caminos diferentes, pero siempre continuamos nuestra amistad y nuestro contacto, por eso cuando fui a Buenos Aires decidí alojarme en su casa y, al llegar, me encontré con sus padres que también estaban pasando una semana de vacaciones. Mi alegría fue doble porque hacía mucho tiempo que no los veía y por quienes yo sentía una gran afección.
Durante el día nos reímos de todo y de nada, Carla me contó la historia de su trabajo y de su amor repetido, y yo les narré mi noviazgo y las anécdotas que se me presentaban en Europa con una mentalidad diferente que causaba la gracia a todos mis nuevos amigos. Después de cenar nos pusimos a ver fotos que yo había llevado de mi estadía en España y el padre de Carla se sorprendió cuando vio a mi novio, de quien yo ya había hablado mucho.
– ¡Es un hombre grande!… –dijo sorprendido.
– Sí, creo que tiene un par de años menos que usted –respondí un poco ruborizada- es 25 años mayor que yo –agregué como para dejar las cosas claras sin que entraran hacerme tantas preguntas suplementarias; solo Carla que conocía mis gusto por los hombres maduros comentó.
– A Any siempre le atrajeron los viejos. Me acuerdo cuando estaba enamorada del profesor de matemáticas, era un viejo peinado a la gomina, con una panza enorme y anteojos caídos sobre la nariz. Nosotros le teníamos pánico y la única que lo defendía era ella.
Carla conocía mis gustos por los hombres mayores y sabía la diferencia de edad que tenía con mi novio y se reía de eso. Pero en el padre de ella algo pasó por su pensamiento y se exprimió en sus ojos. Yo tuve temor de que lo tomara a mal, por eso le sonreí con la mejor de mis sonrisas y hasta, en un momento que crucé detrás suyo, puse mis manos en sus hombros y le di un beso tierno sobre la nuca, como para tranquilizarlo. El sacudió la cabeza de un lado para el otro sin decir nada.
Antes de acostarnos, decidimos levantar la vajilla que quedaban sobre la mesa y me fui a la cocina para lavar los platos que habíamos utilizados. Yo estaba frente a la pileta, un poco separada para no mojarme con el agua cuando entró el padre de Carla con los pocillos de café ya utilizados para que los lavase con el resto de la vajilla. Él tuvo que pasar detrás mío y sin querer su cuerpo rozó contra mi cuerpo y yo sentí un pequeño golpe de frisón, de esa misma frisón que ya conocía bien. Pero cuando volvió a pasar para salir de la cocina, y de nuevo me tocó descuidadamente, supe instantáneamente que no había sido tan distraída su actitud, los hombres ya no tenían secreto para mí. Pero no dije nada.
El departamento de Carla tenía dos dormitorios, en uno dormían sus padres y en el otro nosotras. Esa noche yo no podía conciliar mi sueño, imágenes sexuales atropellaban mi mente despertando en mi cabeza pensamientos eróticos que me excitaban cada vez más y yo que cuando me excito con alguien se me vuelve una obsesión. Imaginaba a mi novio acariciándome en esa misma cocina, pero cuando cerraba los ojos para visualizarlo mejor porque ya tenía ganas de masturbarme, me encontraba que era otro rostro, el del padre de Carla. No lograba dormir tranquila decidí ir a la cocina, a esa hora ya todos dormían profundamente y lo hice con el piyama de verano que había llevado, pantalón corto y transparente, pero no me preocupaba demasiado porque entre esa gente yo me sentía casi en familia.
Estaba preparándome un café cuando vi aparecer al padre de Carla. A causa del calor y la humedad, él tampoco podía dormir y había tenido la misma idea de ir a la cocina y juntos decimos beber café.
La cocina del departamento de Carla no era muy grande y ella había apoyado una mesa rectangular contra la pared opuesta a la pileta para ganar espacio y nos sentamos del mismo lado. Mientras hablábamos de mi viaje por Europa yo veía que su mirada se deslizaba descuidadamente por mi cuerpo, observando mis piernas entreabiertas donde se reflejaba transparente el triángulo de mi bombacha. Mis senos también podían adivinarse nítidos debajo de mi piyama. El padre de Carla se levantó para buscar un vaso con agua y descubrí que se hallaba excitado enormemente; debajo de su piyama se notaba el bulto de la erección que estaba teniendo. Fue esa descubierta que despertó salvajemente de nuevo mis deseos de mujer joven habitada por una libido en plena efervescencia y cuando él se volvió a sentar en la mesa yo me acerqué a su lado con el justificativo de servirle otro café. Pero mientras lo hacía apoyé descuidadamente mi cuerpo contra su brazo. Yo pude adivinar su temblor de macho caliente, excitándose antes de sentirlo sobre la piel de mi pierna. Ahora yo sabía cómo excitar un hombre para luego guiarlo hacia mis propios placeres, los hombres maduros continuaban a encender mi sangre.
Cuando él se levantó de su silla, yo estaba ya sentada de nuevo en la mía y en el momento que se aproximó para saludarme porque pensaba regresar a acostarse, yo le sonreí y él se acercó para darme un beso en mi frente como lo hacía siempre. Pero allí su actitud cambió, tomó lentamente mi cabeza con sus dos manos y apoyó sus labios en mi frente, muy lentamente, como si buscara prolongar el tiempo de ese beso inocente. Mis ojos estaban justo a la altura de su bragueta y yo observé libremente ese bulto que le se le había formado debajo del piyama, mientras sentía la tibieza de sus labios sobre mi frente. Más observaba ese bulto y más me atraía, todo mi cuerpo se ponía en alerta y mis sentidos se inflamaban cada vez más, mi cuerpo ya estaba invadido por el deseo de ser poseída.
Yo apoyé mis dos manos contra sus caderas y así nos quedamos un instante, mi rostro a la altura de su falo en erección porque él ya no trataba de ocultarlo y tampoco podía evitarlo. Pero devorar su sexo con mis ojos no me bastaba y mis glándulas salivares estaban sedientas de esperma; entonces desplacé mi mano hasta su bragueta para acariciarlo por encima del piyama. Su respiración se agitó de golpe y le desanudé el cordón que sostenía su pantalón que cayó entre sus piernas. Él no tenía slip y su sexo quedó frente mío erguido como el hasta de un mástil; y lo tomé entre mi mano. El padre de mi amiga Carla era un hombre delgado, alto y elegante y tenía un pene blanco, fino, largo y bien hinchado. Yo tenía clasificada las vergas de mis amantes en cuatro categorías: la primera, era el pene fino, largo, rosado y con un par de venas que se estiraba a su piel a lo largo hasta llegar al glande en forma de corazón y que correspondían a los hombres delgados. La segunda, eran las vergas medianas, tirando a color marrón, venosas y con una cabeza como hongo florecido y mucho líquido pre seminal, que correspondían a los hombres de no mucha estatura física. Las terceras vergas eran cortas y gruesas, arrugadas como el cogote de las tortugas, venosas como tejido de arañas y que terminaban en un glande redondo como la bola de los chupetines cubiertas por su prepucio, esas correspondían a los hombres petisos y bien alimentados; y la cuarta categoría, eran los otros sexos, esos que no se podían clasificar ni describir por lo anormal, eran sexos desmedidos, deformados y animales, como la de mi abuelo. Sobre gusto no hay nada escrito, pero yo tenía preferencia por los sexos gruesos, esos que cuando van entrando en mis cavidades intimas lo van haciendo a fuerza, abriéndose paso con sus venas violáceas y ayudándose del prepucio que se desplaza totalmente hacia atrás mientras van rompiendo los tejidos que se resisten, produciendo una mezcla de dolor y de placer. Pero, tenía que adaptarme a lo que encontraba, tratando de extraerle todo el gozo posible que pudiera tener el pene. Era ninfómana y lo asumía.
El sexo del padre de mi amiga pertenecía a la primera categoría y comencé lentamente a masturbarlo de arriba hacia abajo, mientras con mi otra mano le acariciaba sus grandes testículos. Luego lo metí en mi boca porque quería sentir la piel tibia y dulce de su glande sobre mi lengua. Esa glande golpeaba mi laringe en el fondo de mi garganta y me cortaba la respiración, lo que me excitaba aún más. Me gusta tanto el sexo del hombre que hasta podía tener orgasmos con solo chuparlos. Yo lo succioné varias veces y a cada vez el vértigo del deseo de ser poseída carnalmente en ese mismo lugar me invadía completamente. Entonces me paré y me desnudé totalmente, dejando mi piyama y bombacha sobre la silla donde yo misma había estado sentada; luego me senté sobre la mesa dejando mis piernas abiertas como una tenaza que va a cerrarse sobre su cintura y mostrándole toda mi cavidad intima lo invité a penetrarme. Y él me penetró. Me penetró con fuerza aprovechando la cantidad de flujo que emanaba de mi vagina, empujando su sexo hasta el fondo como si quisiera meter también sus testículos adentro mío y se puso a bombear, cada vez con más fuerza, con más ahínco.
El exceso de placer me cortaba la respiración y ningún sonido salía de mi garganta. El padre de mi amiga se detuvo, sacó su pija de mi concha y me corrió más atrás de la mesa. En esa posición media sentada media acostada, él agarró mis dos tetas con cada una de sus manos y las apretó como si fueran naranjas que quería exprimir; yo sentía sus uñas que se clavaban alrededor de mis senos y esa brusquedad repentina casi me lleva al orgasmo; luego besó mi vientre y fue descendiendo su boca hasta llegar a mi vagina que se puso a chupar desordenadamente y cuando sus dientes cercaron mi clítoris inflamado pegué un grito y mi orgasmo reventó salvaje. Entonces él se levantó y fue a cerrar la puerta de la cocina para que no me oyeran desde los dormitorios y volvió entre mis piernas.
Con su mano comenzó acariciar los bellos depilados de mi vagina hasta que sentí que uno de sus dedos penetraba haciéndose paso entre mis labios vaginales totalmente mojados por mi reciente orgasmo. Enseguida metió dos dedos juntos como para palpar la dilatación de mi vulva. Yo estaba ya a punto de explotar de nuevo como un volcán, pero mi orgasmo recién saltó, sacudiéndome entera, cuando él pasó su mano por la línea de mi cola y su dedo mojado con mi propia segregación entró por mi ano. Yo me sostuve contra la pared, apoyándome sobre mis codos porque él venía de subirme los pies sobre sus hombros aumentando la visión de mi culo. Allí apoyó su sexo como si se preparara para introducirlo, pero no lo hacía y yo sentía su verga dura en la puerta de mi cola sin penetrarla y eso me obsesionaba. Entonces abrí el ano relajando todos mis músculos para que su miembro venoso entrara de una vez por toda. Súbitamente lo hizo de un solo golpe, con fuerza y con violencia. Yo sentí el dolor de mis tejidos que se rompían y sentí esa estaca de carne que entró abriéndose camino hasta que sus testículos golpearon mis nalgas. El dolor se transformó en placer y montó por mi cuerpo hasta mis riñones, fue en ese instante que comenzó a bombear con fuerza agarrándose de mis senos con sus manos como dos tenazas que cerraban.
De esa manera me culeó, penetrando su verga cada vez hasta el fondo, golpeando sus testículos cada vez contra mis nalgas. Luego hizo mismo en mi vagina, pero rápido volvía a mi ano que parecía atraerlo más. Repetía ese cambio de orificio como si no se decidiera por ninguno de los dos y, cosa sorprendente, mi culo recibía su enorme miembro con igual facilidad que mi vagina. Nunca a mi ano lo había sentido así bien, reaccionaba distendiéndose y contrayéndose en cada penetración. Cuando el glande atravesaba el cuello de mi ano, yo lo cerraba para aprisionarlo con fuerza obligándolo a empujar su sexo con mayor potencia; fue hasta que el padre de mi amiga eyaculó y lo hizo al interior de mi tripa como si fuera una enema de esperma, una enema de placer líquido que venía de depositar en el interior de mi útero.
Después se retiró unos centímetros y, metiendo su boca entre mis nalgas, fue limpiando mi ano y mi vulva. Su lengua penetraba por momentos en mi vagina como pequeñas cachetadas de placer, otras veces mordisqueaba mi clítoris con dulzura y a cada vez era una descarga eléctrica que sentía mi cuerpo. Si él hubiera continuado unos minutos más, yo hubiera podido tener otro orgasmo. Pero se separó de mí, se subió su pantalón y me dijo "hasta mañana amor", exactamente como decía mi novio antes de dormirse y justo antes de salir de la cocina, él se dio vuelta y dijo: "Creo que es mejor no contar a nadie lo que viene de pasar ahora".
Esa noche dormí con un sueño profundo y reposado, sintiendo al interior de mi cuerpo el líquido de su esperma que había quedado habitando el interior de mis tripas. Al día siguiente, me di un baño y me cambié y cuando fui al comedor toda la familia ya estaba preparando el desayuno. Yo debía continuar los trámites que debía hacer en Buenos Aires y después regresaría a mi ciudad provinciana para continuar mis vacaciones. Entonces me despedí de todos ellos con mucho cariño, y cuando el padre de mi amiga me dio un beso en la mejilla como lo había hecho siempre, me sentí tranquila y contenta, estaba en paz con mi cuerpo y con mi espíritu rebelde. Entonces salí a la calle buscando la parada del colectivo mientras tarareaba un tango que me gustaba de alma y me decía sonriente, que no debía olvidar tampoco de pasar por una farmacia a comprar las pastillitas azules por las dudas fuera también a visitar a mi abuelo.