Don Timoteo Sampedro Tremedal es mi padre. Un auténtico macho ibérico. Es grueso y panzudo. Hace unos años no era tan panzudo, pero siempre ha sido grueso. Usa gafas para leer, pero lee ya poco porque se le cansa la vista. Es buena gente. Nada tiene que ver con que no nos hablemos mucho porque él es un macho de toda la vida y yo un maricón de mierda. Mi padre quisiera que yo volviera a casa, me toleraría siempre que no hiciera ningún escándalo. Pero aunque no regrese, quisiera que le aceptara su dinero para vivir con más holgura y confort.
Creo que la culpa de la intolerancia de mi padre la tiene mi madre que es orgullosa, vanidosa y de ideas pobres y fijas. Mi padre, si se quedara viudo, mandaría a todos sus hijos, excepto a mí, fuera de su casa y se quedaría conmigo. A él le gusta la liberalidad, sin escándalos. Sabe que tampoco me agradan mucho los escándalos y que soy liberal en todo o en casi todo. Voy a explicar por qué mi padre me prefiere a mí y ha tenido que hacer un papelón para echarme de casa y arrepentirse sin remedio, porque no tengo ganas de volver y me encuentro más a gusto como vivo ahora.
Cuando mi madre prohibió a mi padre que la pretendiera en la cama para un polvo, él se quedó desorientado. Mi madre le había dicho que se fuera de prostitutas. Yo entiendo a mi padre. Si sentía necesidad de follar, estando en plenas facultades sexuales, dedicarse a masturbarse no le apetecía en absoluto. Para un macho ibérico como mi padre la masturbación es solo un pasatiempo gratificante para adolescentes y jóvenes novios a quienes espía su futuro suegro para que no se monte a la hija antes de casarse. Cuántas veces me dijo mi padre, siendo yo adolescente, que no me preocupara si me daban ganas de masturbarme, porque eso es propio de adolescentes. Me contaba también que después de estar en casa de su futuro suegro, junto a su futura esposa, que sería mi madre, sin poder tocar ni un dedo de la muchacha, cuando regresaba a casa, se iba directamente al amplio jardín de la mansión de mis abuelos y se echaba un palote de padre y muy señor mío, que a veces con una sola pasada no era suficiente y, después de eyacular, seguía dándole al manubrio hasta que se le volviera a levantar y de nuevo disparar unos cuantos trallazos de semen.
Me imaginaba a mi madre muy cruel de decirle a su marido que no se le acercara porque se la cortaba y mi madre es de armas tomar como mi abuelo materno. El único que ha podido domar a mi madre fui yo cuando le dije que sus recomendaciones me daban asco porque eran de pura hipocresía. Le dije que su palabra no valdría nada hasta que no dejara a mi padre que la follara. Mi pobre padre tuvo que escuchar las recriminaciones de su señora esposa porque sospechaba que mi padre me había contado cosas propias de la vida conyugal. No se defendió mi padre porque es un hombre bueno que siempre ha estado enamorado de su mujer. Pero como yo había escuchado las recriminaciones de mi madre, salí al paso para decirle que ella no podía hablar de cosas propias de la vida conyugal porque ya no las tenía con mi padre, por eso él tenía que buscarse otras mujeres. Fue entonces cuando insinué mi orientación sexual porque le dije:
— No me casaré nunca, si lo he de hacer será con un hombre, porque siempre tenemos ganas de follar.
Pero no me hicieron caso, me tomaron como deslenguado, osado, maleducado, infame y toda clase de epítetos que me ilustran como un desvergonzado. Sé que mi padre se alegró de mi defensa y que bajó los humos de mi madre, porque el pobre no se podía manifestar.
Para mí, mi padre siempre fue un tío guapo, muy macho, demasiado para mi gusto. Mi padre era de esos que piensan que un varón no debe lavarse mucho, ni perfumarse demasiado, que todo eso es de maricones. Mi padre era de esos que les gusta tener pelo por todo el cuerpo, que nunca se lo corta, que sus sobacos son verdaderos bosques sin podar, su pecho ha de tener todo el pelo que ha salido durante toda la vida, excepto los que lamentablemente se van cayendo por sí solos. Los machos ibéricos son osos. Por eso huelen que apestan. Sobre todo en verano van dejando una estela de malos olores allá por donde quiera que transiten.
Cuando mi padre se dio cuenta una vez que nos fuimos a bañar a la piscina de un amigo que yo no tenía pelos ni en el pecho ni en los sobacos, que estaba perfectamente afeitado y mis sonrosadas carnes lucían al sol con esplendente brillo, se volvió loco. Se puso a decirme de todo. Era yo un jovencito que despuntaba como homosexual. Antes había ocurrido que nos fuimos muchas veces a bañar, pero yo era adolescente y pensaba él que no me salía aún el pelo, pero en esa oportunidad se le fue su mundo a los pies. Entonces para que comprendiera bien mi postura, me bajé la pantaloneta que usaba como bañador y le mostré que tenía muy bien afeitados mis genitales. No dejó de mirar porque, al no haber pelo, pudo darse cuenta que mi polla colgaba como tres veces más extensa que la suya y alucinaba de escándalo. ¿Os imagináis que el hijo sin pelo tiene la polla dos veces o tres más larga que su padre? Para él supuso una auténtica humillación y vergüenza.
Quise coger a mi padre con el brazo sobre sus hombros para explicarle donde estaba la hombría de una persona y no le gustó, ya comenzó a sospechar de mis inclinaciones sexuales como él solía decir. No obstante, le expliqué que ser hombre para el varón, el jefe de la casa, era saber gobernar la casa, no ser un macho ciego. Le dije:
— Papá, casi siempre hueles mal, a sudor acumulado y molestas a la gente que pasa por tu lado. Eso no es de ser hombre, sino un guarro. Recórtate el pelo para que no acumule tanto sudor, rebaja la pelambre de tus axilas, de tus genitales, que hueles a orina. Que eso no es ser el hombre. Huelen mal los cerdos, los patos, los conejos y todos los animales encerrados. Un hombre libre es un hombre presentable, que hay agua corriente, champú, jabones, perfumes suaves para el verano, más cálidos para el invierno.
Lo único que me contestó es:
— Imagina que recortando mis pelos, me corte, qué ridículo quedaría y qué pensarían de mí.
— Pero yo te lo puedo recortar tres veces en verano, eres mi padre y te lo puedo hacer, soy discreto, no cuento estas cosas a nadie.
Nunca me ha permitido que le haga ninguna clase de servicio que le desviara de los principios éticos o morales que tenía heredados de sus ancestros.
Don Timoteo Sampedro Tremedal, que es mi padre, se dedicó toda su vida a sus negocios agrícolas. Tenía muchas plantaciones de olivos en la parte de la sierra y de naranjos en la parte de la costa. De sus suegros tenía naranjos y casas. De sus padres heredó muchas tierras de olivos, almendros y frutales. Tenía empleados para trabajar las tierras y sacaba pingües ganancias para que toda la familia viviera holgadamente. Para los trabajadores, tanto los fijos como los eventuales, era don Timoteo. En la actualidad ya se cobra su buena pensión y sus ahorros. Ha cedido a sus hijos las tierras. Lo que me cedió a mí en herencia se lo di a mis hermanos por un módico precio y compré el lugar donde vivo ahora. Mis hermanos jamás han sacado el rendimiento que le sacaba mi padre que siempre fue muy inteligente mientras que ellos, además de torpes, son dilapidadores por magnificencia. Al paso que van los dos mayores quedarán en la miseria. Es que mi padre era trabajador, ingenioso e inteligente, de eso no tengo ni la más mínima duda.
Solía acompañar a mi padre a muchos lugares, unas veces a la costa para ver los naranjos, otras a los olivos en la sierra. Le gustaba llevarme a mí, jamás se llevó a mis hermanos. A ellos los veía más enmarados, todo se lo contaban a mi madre. Por el contrario, yo no tenía costumbre de contar nada a nadie. Era peor si me preguntaban, porque me cerraba en banda. Cuando me amenazaban como hizo una vez mi madre delante de mis hermanos en el sentido que no me daría más las cosas que me compraba si no les contaba qué habíamos hecho en uno de los viajes a la costa. Me fui a mi habitación, puse en una caja todas las cosas que me había comprado y se las puse delante, diciendo:
— Quédate con todo esto, no lo quiero, prefiero acompañar a mi padre.
Mi madre quiso congraciarse y no le acepté el siguiente regalo. Le dije que lo devolviera. Yo era un muchacho horrible, rebelde y caprichoso cuando ocurrió esto. Mis hermanos me decían:
— ¡Qué burro eres!
Cuando me decían esto yo les contestaba:
— ¡Hiaaaa, hiaaaa!, ¡Hiaaaa, hiaaaa!, ¡Hiaaaa, hiaaaa!,—imitando el rebuzno del burro.
Me dejaban por imposible.
La verdad es que mi padre fue un animal con mi madre, a mis hermanos los trataba a trallazos con vergajo de buey que dolía mucho; a mi hermana, como la veía como a mi madre, no le hacía ni puto caso. Lo que le importaba a mi padre era tener suficiente dinero para la casa y más que suficiente en su faltriquera. Eso lo tenía, y ya de todo lo demás se desentendió.
Recuerdo cuando me llevaba a la costa para contratar a la gente trabajadora, unas veces para la poda, otras la labranza, otras la limpieza del terreno en la base de los naranjos y otras veces para aclarar la naranja. Del riego se encargaba un señor, el tío Onésimo, que era muy amigo de mi padre y casi con las mismas costumbres. El tío Onésimo acompañaba a mi padre siempre que tenían que contratar gente. Íbamos a almorzar a un bar, yo comía por demás y guardaba silencio, pero todos me hacían caricias y mucho caso, yo les respondía sonriendo, siempre sonreía cuando iba con mi padre. Acabados todos los trabajos, mi padre me llevaba al mar. Me sujetaba mientras yo me quitaba mi ropa. Me la quitaba toda, porque después del baño tenía que vestirme para ir a la pensión a comer. Me bañaba desnudo ya de pequeño. Tengo que decir que yo acompañé a mi padre hasta que me fui de casa. Pero mientras era pequeño íbamos a la playa, que los niños se desnuden era habitual, solo que yo me acostumbré.
Luego íbamos a la pensión, allí comía, hacíamos la siesta y a media tarde, cuando ya no calentaba el sol, mi padre iba al casino y yo le acompañaba, tomaba mi refresco mientras miraba el juego sentado en una silla sin decir ni una palabra. Con esos hombres aprendí todas las palabrotas, tacos, blasfemias e injurias que me sé, que no son pocas. Ellos las decían sin mala intención, si las digo yo es porque voluntariamente tengo toda la mala intención que me sale de mis huevos. Sé que es una putada, pero «C'est la vie comme elle est».
En la noche dormía en la misma habitación que mi padre. El se acostaba con su calzoncillo de canal y yo con mi calzoncillo. De pequeño no pasaba nada, pero ya jovencito se me ponía dura y no podía dormir, ni dormía mi padre. Entonces se levantaba, me enviaba al baño y esperaba a que me masturbara, es una de las cosas que siempre me aconsejaba mi padre cuando me ponía nervioso para que me relajara.
Y para concluir con mis recuerdos de estos viajes privados con mi padre, ya era yo mayor, vamos, había cumplido mis 18 años, acompañé a mi padre y al tío Onésimo. Mi padre me dijo que yo estaba invitado a acostarme con una mujer y descargar todas mis «penas» —elegante eufemismo— y le dije:
— Mejor preguntas si hay algún puto, me gustaría más que una puta.
— ¿No serás maricón, hijo?, —preguntó mi padre.
— Igual sí, ¿qué más da una tía o un tío?, —contesté.
— Tiene cojones tu hijo, tiene cojones…, —dijo el tío Onésimo.
Los dejé en el lupanar y como yo ya sabía de otras veces, me fui a buscar por la fuente que es donde solían estar. No me gustaban todos. Los mal encarados, los sucios y los que descubría que solo querían un polvo y unas monedas los descartaba. Pero ese día había un chico guapo, alto como yo, me miraba con ganas y yo a él. Me acerqué:
— ¿Tú cobras?, —pregunté.
— Propiamente no, pero si me lo dan, tampoco me sobra, —respondió sinceramente.
Nos fuimos primero a un bar de puta mierda que había cerca con la idea de tomarnos unos vinos para calentarnos. Allí mismo le hizo señas al dueño que estaba en la barra. Yo veía lo que se hacían con signos y que le contestó asintiendo con la cabeza, entonces me preguntó:
— ¿Tienes dinero para que alquilemos una habitación por unas horas?
— No hay problema, —contesté mientras iba a sacar dinero, pero a una señal suya lo dejé.
Cogimos la tercera copa de vino de la barra y le seguí. El dueño iba delante y nos abrió una habitación que solo tenía una cama y una percha. Nos metimos dentro y nos abrazamos para besarnos. Me pasó la mano por el paquete mientras yo le abrazaba las nalgas.
— Estás caliente y tienes buena polla, —me dijo, mientras se quitaba su camisa.
— Me gusta tu culo, con esos balones tan duros, —le dije, imitándole y me quité la camisa.
Cuando se estaba quitando las botas, me dijo:
— Soy agricultor y me dedico a cavar los alrededores de los naranjos, eso mantiene mis nalgas duras y mi vientre plano, ¿tú que haces?
— Yo soy estudiante, mi padre está de putas y me va más esto de los hombres…, —saqué mis mocasines sin agacharme y el pantalón. Estaba con slip.
Ya entonces me compraba mi ropa y usaba slips de colores y muy finos de lycra o poliéster. El llevaba calzoncillo blanco con corte al lado. Nos besamos y me dijo que se llamaba Eduardo, le dije que yo era Ismael. Me preguntó si era hijo de don Timoteo. Cuando le afirmé que lo era me dijo:
— Te conocía, pero no estaba seguro. Mi padre se llama Onésimo y debe estar con tu padre ahora.
— Así es, —le dije.
— Lo hacen siempre, pero en mi casa no saben nada, yo me enteré hace poco porque un idiota me lo dijo. Yo he trabajado en las tierras de tu padre; me gusta trabajar para él, paga bien, se fía de mi padre y los dos tratan bien a la gente, —me contestó.
No sabía yo qué hacer al enterarme de todo esto, me quedé cortado, pero Eduardo me sacó el slip y me echó a la cama; pudo admirar mi gran pedazo de carne muy cerca de su cara, estaba erecta del todo, es incircuncisa, bastante gruesa, al quedar completamente desnudo frente a él pudo notar que tampoco en las piernas tenía nada de vello, mis muslos eran muy anchos, comenzó a sobármelos y a apretarlos, pero lo que más le excitó fue que tampoco tenía yo vello púbico, la zona púbica estaba limpia, lo cual hacía notar mi verga más grande, pasó su lengua por ahí y para mí era una verdadera pleitesía, agradecí no haber tenido vello, entonces su verga se levantó aún más, yo tomé su verga gorda con mis manos como si fuera el tesoro más preciado de mi vida, la sobaba y la acariciaba con deseo, comencé a darle besos, me la pegaba en la cara y le chupaba la punta, mientras seguía tocando su culete. Él me acariciaba la espalda y los hombros.
Me excité tanto que poco a poco fui metiéndola en mi boca, hasta que ya la tenía toda dentro, la chupaba, la lamía y la sacaba y metía con fuerza. Él gemía de placer. Estuvimos así un rato pero de pronto él empezó a aumentar el ritmo, trató de apartarse para venirse fuera, pero yo le apreté más la verga con mi boca y las nalgas con mis manos, dándole a entender que yo quería que se viniera en mi boca, él comprendió y entonces se dejó llevar por sus instintos de macho semental. Me decía:
— Eso es, amigo, te vas a tragar toda la leche de este macho.
— Haz gozar a este hombre, muchacho.
— Ya sé lo que te gusta, mi amor.
En eso comenzó a venirse en mi boca, yo la abrí más para poder disfrutar de esa leche que tanto deseaba, sentí el primer chorro en mi boca; los gemidos no se hicieron esperar:
—¡¡Aaaaaaaaahh!! ¡¡Mmmmmmmm!! ¡¡Oooooohh!! ¡¡Qué sabroso!! Mientras yo le sobaba los huevos para aumentar su orgasmo, se movía como un toro enloquecido, me la sacaba con fuerza y me la metía hasta el fondo de mi boca; mi lengua se movía más que nunca para alcanzar todo ese rico semen. Lo que noté fue que no dejaba de sacar semen a chorros, su orgasmo parecía interminable. De pronto sacó su verga de mi boca, yo enseguida la agarré fuertemente con mis manos, me la untaba en la cara, seguía soltando borbotones de leche que caían por toda mi cara, yo trataba de atrapar todo lo que chorreaba con mi boca, para no dejar caer ni una sola gota de la leche de ese hombre. Pasó un rato más para que él dejara de soltar semen, de pronto dio un respiro profundo
— ¡¡Uff!!, — y llegó la calma después de la tormenta.
Yo seguía lamiendo toda la leche que había caído en mi cara, también la que cayó en mi pecho y cuello, es que estaba bañado en la leche de mi macho. Él me tomó de las axilas y me levantó suavemente. Comenzó a acariciarme y me dijo:
— ¿Te gustó, amigo?
— Por supuesto, cabronazo, me encanta tu leche, quiero que me bañes con ella de nuevo, pero por dentro.
— ¡Qué puto eres!, ya verás cómo te voy a hacer mío.
— Lo que tú digas, ¡ya soy tuyo!
Me acercó a él y mientras me acariciaba todo el cuerpo, empezó a lamer el semen de mi cara, después que terminó se acercó a mi boca —que todavía estaba llena de leche— y me besó metiendo su lengua hasta el fondo, nos seguimos lamiendo y besando por varios minutos, él limpió todo el semen de mi pecho, cuello y cara con su lengua y luego volvió a compartir ese sabor conmigo. Yo estaba excitadísimo pues todavía no me había descargado.
Y ahí estábamos, besándonos, abrazándonos, sobándonos y lamiéndonos, mientras nuestros padres ya estarían aburridos de sus putas, pero nosotros nos mantenía muy calientes…
Se me echó de nuevo encima, nos besamos desesperadamente como si quisiéramos comernos enteros. Me dejé llevar. Su polla era grande, no tan larga como la mía pero sí más gruesa. Noté que deseaba follarme, pero no se atrevía y nos revolcábamos por la cama. Sentí restos de semen de Eduardo sobre mi pierna y le dije,
— Cómeme el culo, metes un par de dedos y luego métemela.
Me puse con la cabeza de costado sobre la cama y apoyándome con el pecho estando de rodillas. Levanté bien mi culo y comenzó a lamer y a morder suavemente, metía dedos en mi interior y los forzaba a entrar. Algo me dolía pero esperaba el placer posterior. Todo el rato haciendo lo mismo y metiendo la lengua como quien espera un orden.
— Eduardo, méteme tu polla, ¡ya!
Me dio la vuelta violentamente, se cargó sobre sus hombros mis pies y apuntó su polla a mi culo y ¡zas!, la metió de una sola vez. Me hizo daño, pero yo ya tenía en mi culo lo que deseaba. Creía que se haría eterno y me apresuré:
— ¡Folla, Eduardo, folla! ¿No te detengas, cabrón!
— Pues ahí va, hijueputa, aguanta mi mierda.
Comenzó una follada magistral. Y se corrió dentro de mí, pero en abundancia. No pude contar las chorretadas, porque de inmediato se despertó en mí el orgasmo y llené nuestros cuerpos de mi propio semen. Lasos, cansados, extenuados y figurativamente muertos nos quedamos un rato uno junto al otro, besándonos rememorando el placer que aún sentíamos.
De pronto recordé que nuestros padres ya habrían acabado y que me esperarían para cenar y le dije a Eduardo:
— Hemos de irnos a cenar.
— ¿Dónde?
—Con nuestros padres, —le dije.
— ¿Estás loco? Tú…, vale, pero yo no…, —se resistía.
— Eres mi invitado, como tu padre es el invitado del mío…
Así que salimos a la ducha rápida, nos duchamos rápidamente los dos a la vez, aunque era estrecho, nos secamos con la toalla que nos habían dejado y salimos al bar. Me encaré con el dueño:
— ¿Qué le debo?, —pregunté.
— ¿Habéis usado la ducha?, —me preguntó
— Sí, —le contesté.
— Son 10 euros, 7 de la habitación y 3 de la ducha.
— Tome, quédese con el cambio, —le daba 20 euros.
— ¿Qué te apetece tomar? Invita la casa, —dijo el caballero.
— Algo fuerte para recuperar fuerzas, —contesté.
Llamó a mi nuevo amigo Eduardo y nos sirvió dos whiskys. Lo tomamos y le dije al jefe:
— Volveré, aquí me has tratado como a un rey.
— Lo que desee su majestad, a su servicio, —me contestó de muy buen humor.
Mientras íbamos hacia el hostal, Eduardo me preguntó:
— ¿Qué le has dado para ponerlo tan feliz?
— Solo 20 euros.
— Con la mitad basta y todavía es caro…
— Pero ¿no vale más tener a este hombre feliz y cuando vuelva me abrirá las puertas de par en par…?
— Claro que sí, y si no hay habitación te da su propia cama, aunque saque de allí a la puta de su mujer.
Me reí de la curiosidad que Eduardo había dicho y pronto divisé a su padre y al mío que esperaban mirando a todas partes.
— ¿Qué es eso de… vosotros dos… juntos…?, —preguntó el tío Onésimo.
— Por casualidad nos hemos visto, —dijo Eduardo— nos hemos presentado al saludarnos y de inmediato lo reconocí.
— Ha sido una suerte —dije— y le he invitado a cenar en nombre de mi padre.
— Has hecho bien, hijo mío, Eduardito trabaja como nadie y muy bien, siempre dispuesto. Vamos.
Cenamos los cuatro y luego nos fuimos mi padre y yo a la pensión y Onésimo y Eduardo a su casa. Más veces fui, pero ya no iba a la fuente, sino al barucho de mierda, donde teníamos nuestra habitación y ducha a 20 euros con whiskys incluidos. Hasta que un día pregunté por él al tío Onésimo y me enteré que lo habían acuchillado en una reyerta de gays en la que se vio envuelto «sin culpa propia» porque fue a poner las paces. No hacía falta investigar más. Si me lo hubiera llevado entonces a mi casa, hoy estaría conmigo. Mi padre estaba de acuerdo, la puta de mi madre se negó absolutamente a que yo viviera con un hombre en casa. Ahí comenzó mi historia para irme de casa. Uno de los mártires en mi camino fue Eduardo, hijo del tío Onésimo, trabajador y amigo de don Timoteo Sampedro Tremedal, mi padre.