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Memorias inolvidables: Introducción
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Tiempo de lectura: 10 minutos

Pegaso y Ferénikos.

En la actualidad mi vida transcurre en el campo, lejos de las personas; de unas, porque me quieren mal y, aunque no les quiero de ninguna manera ni mal ni bien, me mantengo lejos de ellos para ignorarles; de otras, porque me quieren bien, pero tan bien me quieren que solo desean que haga lo que a ellos les parece que debo hacer para ser un hombre de bien y la verdad es que me hartan, porque yo no quiere ser un hombre de bien, quiero ser yo mismo, y no un diseño de los demás. Cuando vivía con las personas que me querían bien, yo podía dormir hasta la hora que quisiera, llegar a casa a la hora que quisiera, hiciera lo que hiciera les parecía todo bien. ¿Saben mis lectores qué pasa con este sistema de vida? Que al final te cansas. No te cansas porque te lo permiten todo, sino porque te lo controlan todo para permitírtelo. Lo que más me fastidiaba eran expresiones como estas: «Nuestro chico es así, es enfermizo, ¿qué le vamos a hacer?», lo mismo decían detrás de mí los propios hermanos, tíos y primos. Lo peor que le puede ocurrir a una persona en este mundo es nacer rico y que los otros no deseen que te falte nada. ¡Qué hastío!

Quizá alguien que acaba de leer lo que antecede se pregunte o quisiera preguntarme, ¿qué haces ahora que vives en el campo, lejos de los que te quieren bien y de los que te quieren mal? La respuesta es muy simple, la resuelvo como en los manuales antiguos: Lo que hago ahora que estoy lejos de los que me quieren bien y de los que me quieren mal no es otra cosa que vivir. Vivo en medio de la naturaleza, ella y yo nos hemos desposado, vivo para ella como ella vive para mí. Ahora ocurre que ya nadie me consiente nada, sino que la naturaleza me lo propicia todo y me lo exige todo. La naturaleza me da pan, carne, pescado, alimentos variados, leche, miel y calor. Hasta amor me da la naturaleza, aunque esto es algo aparte, por lo que explicaré más adelante, pero me da o me propicia el amor y su ejercicio. Tampoco vayan a pensar lo que quizá algunos están pensando, no mantengo relación sexual con animales de ningún tipo. Ellos me quieren, lo sé, yo también los quiero. Nos queremos como lo que somos. Yo me monto en uno de mis caballos y él se pone contento y lo manifiesta. Comparto este querer entre todos los caballos, y como esto, hago todo con todo. He descubierto la dieta variada y equilibrada, generalmente variada y cruda; no soy muy amigo del fuego. Llega un momento en que he de matar los animales que cuido; si no lo hiciere, morirían igual. Ellos se alimentan de mi trabajo y yo me alimento de ellos. Lo mismo quisiera que, al final de mi vida, me comieran las aves rapaces o alguno de los lobos que viven en mi entorno y los restos los gusanos y otros insectos más pequeños.

Ahora bien, dos son mis grandes compañías, mi chico y mi caballo, sin ellos dos yo sería bien distinto. Mi caballo me acompaña a todas partes, unas veces voy montado sobre él, otras me pongo a su lado y conversamos lo nuestro. Como ocurre que lo nuestro es lo que vemos, la dirección que emprendemos, allá donde llegamos o simplemente porque le pongo mis manos sobre la crin y lo voy acariciando o cuando acaricio su lomo o cuando lo lleno de besos, siempre me manifiesta su agradecimiento. Siempre lo monto a pelo, no necesita cabalgadura de ninguna clase, lo mismo que para montarlo no necesito ponerme ningún traje especial. Ya he observado que a mi caballo le gusta que lo monte desnudo. Siente la suave caricia de mis nalgas y de mis genitales y no le disgusta. Cuando no salgo a ninguna parte siempre tengo que sacar los caballos a pasear un rato, a trotar y a abrevar, son mis amigos. No los monto a todos, solo sobre tres de ellos que tienen nombres históricos: Bucéfalo, es mi caballo de montar exclusivamente, está preparado…, para un trote suave, para una carrera segura y rápida y para un paso suave, lento, artístico para pasearme y regodearme. El nombre que le he puesto es Bucéfalo, por ser el nombre del famoso caballo de Alejandro Magno que lo acompañó en todas sus conquistas; Bucéfalo me acompañó en la conquista más famosa que hice y que no duden que la voy a contar. Babieca es un caballo de carga, es mula de carga, la típica mula que tenían los antiguos horneros para cargar la leña del bosque que necesitaban para su horno. Gracias a Babieca construí la casa de madera en donde vivo, me acompañó a talar los árboles adecuados, me ayudó a transportar la leña necesaria para construirla y hoy sigue ayudándome en mis transportes. Entre Babieca y Rocinante arrastran una carreta. Babieca es el caballo del Cid Campeador. Así vi yo a Babieca cuando la compré. Tiene una excelente memoria, no necesita que le indique, adivina siempre donde quiero ir, aún no sé como lo acierta. Rocinante es el nombre del caballo que don Miguel le puso al rocín de don Quijote. Lo descubrí sin necesitarlo, pero lo vi tan escaso de carnes y con tanta pena en la cara que lo compré. Me cobraron muy poco por él porque ya se habían cansado del pobre animalito. Rocinante es de poca alzada, bueno, bueno, era de poca alzada, ahora tiene temple, garbo, maestría y aprende mucho de sus hermanos de compañía, imitándolos y no se acompleja cuando no puede porque sabe que su comida y mi caricia las tiene de igual manera. Hay tres caballos más en la cuadra, pero no suelo utilizarlos, aunque los acaricio y se alegran brincando y me saludan con sus relinchos y si paso por su lado y no les digo nada dan unos fuertes bufidos para manifestarme su irritación, con lo que no tengo otra alternativa que conversar con ellos. Uno de ellos lo estoy preparando para mi chico.

La otra gran compañía es mi chico, calienta mi cama en invierno, me da calor con su cuerpo y me complace con la suavidad y su piel delicada. Mi chico se llama de nombre de pila Miguel, pero tiene nombre de caballo, él es Pegaso para mí, porque no solamente vuelan sus ilusiones sino que me hace volar a mí. Pegaso fue el caballo blanco, alado y hermoso de la mitología griega. Cuando Bucéfalo, sin mi permiso y con mi enfado, me llevó por donde yo no quería ir, sabía lo que estaba haciendo y se paró en un lugar solitario donde se podía escuchar el silencio y el quieto vuelo de las águilas, dejándose llevar y planeando por el cielo siguiendo la suave y silenciosa corriente del aire. Por más que le insistí que diera la vuelta y nos fuéramos a donde yo pensaba que debíamos ir, se comportó como un burro terco. No le pegué porque no soy de pegar a nadie y menos a mis preciosos animales, pero no era por ganas sino por naturaleza. Cansado de insistir, me senté arrimado al tronco de uno de los árboles inclinados y me mostré enfadado con Bucéfalo. Pero él, terco sobre terco, solo relinchó un par de veces y me llenaba de desesperación.

Habría transcurrido una hora aproximadamente, cuando apareció un hombre, una cabeza sobre un tronco, caminando sobre dos pies, un arco a la espalda y un ave grande atravesada por una saeta y colgando de la mano del hombre. Estaba desnudo, solo tenía envuelta su frente y su casquete por un trozo de arpillera, viniendo a aquel lugar donde Bucéfalo me había llevado. Con estar desnudo y supuestamente venía del sol, era un hombre blanco, piel muy blanca, como si no le hubiera dado nunca el sol. Me pareció un hombre enfermo. Se paró en seco al divisar mi caballo que relinchó y miré. Se había dado cuenta que había otro hombre desnudo. Me puse de pie, me quité la zamarra que llevaba al hombro cruzando con la correa pecho y espalda, para que viera que mis manos estaban libres. Intenté sonreír y debió salirme la sonrisa. Bucéfalo se me puso detrás y me iba empujando para que me acercara a aquel hombre. Aunque me resistía, el caballo pudo más que yo. El hombre entendió, dejó su arco y carcaj en el suelo y se aproximó con el ave aún en la mano. Yo miraba fijamente al ave y a los ojos del hombre alternativamente. También entendió que debía dejar el ave en el suelo.

Se aproximó y quedamos juntos, uno frente al otro, nos olíamos. Por primera vez en mucho tiempo olía algo humano y le di la mano, me la tomó con las dos manos y yo junté la otra, luego nos dimos un abrazo y nos sentamos imitando a Bucéfalo que se había echado al suelo. Aproveché la masa ventricular de Bucéfalo para recostarme y apoyar mi cabeza sobre la espalda que está por encima de las manos antes de llegar a la cruz, en el lugar de la paleta aproximadamente; y el hombre apoyó su espalda sobre la la babilla, descansando su cabeza entre el muslo y el flanco. En esta posición todavía estábamos mudos los dos, no desconfiados, sino sin encontrar razón de por qué estábamos allí los dos; pero Bucéfalo no estaba callado, movía su boca y hacía unos ruidos como si nos hablara o nos estuviera invitando a hablar y se puso a hacer los sonidos que jamás le había escuchado, parecía un asno porque imitaba los sonidos de los asnos garañones. Escuchar a los caballos es gran cosa porque ayuda a vivir y a hacer lo que la naturaleza nos exige.

Abrigados por el gran volumen del animal y sobre paja nos reímos por primera vez por los ridículos sonidos para un caballo y nos abrazamos, nos besamos y nos sentimos. Me contempló, lo contemplé. Miré su contextura morfológica. Me daba pena porque es y me pareció hermoso, guapo, de un rubio casi oro brillando al sol reflejando el blanco, su piel limpia, sin manchas, aunque tenía suciedad de la caza, se notaba que su piel no tenía ningún defecto, pero estaba excesivamente flaco. Un poco gris claro sus genitales, grandes, bien formados, con proporción la gran bolsa escrotal y el grosor y largura del pene, de unos 19 cm. de largo y unos 2 y medio de ancho. No tenía pelos, parecía recién depilado, pero no afeitado, porque, con ser rubios, se notaban los puntos por donde salían los pelos. Alargó con mucha precaución la mano y albergó mi pene, luego con la otra acarició mi escroto y lo colocó anidando sobre su mano. Entonces escuché con voz gutural:

— Veintidós, son veintidós.

Lo miré a la cara, sonreí y le dije:

— Por qué eres tan guapo.

No contestó, me dijo:

— Tienes que poner a tu caballo a comer ahí, ese pasto no está pisado.

Nos pusimos de pie y llevamos a Bucéfalo al pasto virgen donde vi diversidad de hierba natural y le iba a sentar bien. Iba a preguntarle donde había agua y antes que se lo dijera me dijo:

— Ahora vamos a preparar nuestra comida, y luego hemos de llevar a tu caballo a abrevar, no sea que le siente mal la comida y desfallezca.

Recogió su ave y entre los dos la desplumamos y limpiamos su interior. Encendió fuego y la asamos. Cuando ya habíamos comido, nos tumbamos sobre la paja y sentimos deseos uno del otro. Juntamos nuestros cuerpos y nos abrazamos un rato mientras él inspeccionaba de nuevo mi pene y yo su ano. No nos pusimos de acuerdo, el instinto humano nos llevó a desearnos y mientras él lamía, chupaba, mamaba mi pene hasta hacer crecer la erección, yo le acariciaba el agujero de su culo, con los dedos hasta introducirlos, mojaba con mi saliva y los volvía a introducir. Nos miramos y nos sentimos deseados y preparados. Escupió sobre mi pene, lo masajeó mojándolo todo y se tumbó de espaldas encogiendo sus piernas a su pecho. Lo cogí de sus costado y lo levanté dejando que se apoyara sobre sus hombros y del comienzo de su espalda en el suelo sobre la paja, se agarró con sus manos de la tierra haciendo presión. Tenía su agujero bastante dilatado y escupí cuatro veces sobre el agujero dejando que entrara todo poco poco y escupí una vez más acariciando las puertas de su culo con la punta de mi pene. Suspiró y comencé a presionar suavemente. Gemía sin gritar, como si ronroneara de placer. Por fin, sin prisa, mi pene llegó a su interior y exclamó:

—Aaaaaah, ¡qué rico ha entrado!

— ¿Duele?, —pregunté.

— Todo lo contrario, ha entrado suave y aaaah me está tocando.

Comencé un lento mete y saca y luego daba vueltas sobre su cuerpo muy lentamente para que mi pene rodara en su interior. Lo disfrutamos un largo rato, pero me llegó el momento del orgasmo y arrojé en su interior todo mi semen. Saqué mi polla para que descansará de su postura incómoda y tumbado él en el suelo y yo mamando su polla lo hice correrse todo en mi boca. Me pidió y le di un beso para depositar su propio semen en su boca.

En ese momento nos quisimos, en ese momento sin más palabras estábamos pensando cada uno en el otro.

— ¿Donde vives?, —pregunté.

— Aquí, y duermo bajo ese árbol, —contestó.

— ¿Qué haces aquí?, —volví a preguntar.

— Huir de las mentiras del mundo, de la falsedad de los humanos y desear encontrarme con la libertad de la naturaleza, ¿y tú?, respondió muy triste.

— No vivo lejos de aquí, ya llevo mucho tiempo viviendo en el campo, como tú, he huido de los que me quieren bien y de los que me quieren mal. Me he hecho una casa y tengo mis animales de compañía, ¿quieres venir a ver?, —le invité.

— Sí, pero antes hemos de abrevar a tu caballo…

— Bucéfalo lo llamo.

— Bucéfalo; entonces yo puedo ser tu Pegaso. Aprovechamos que Bucéfalo bebe y nos damos un baño, si te parece, —me ofreció él.

— De acuerdo; ah, y yo podría ser tu Ferénikos.

— ¿Quién es Ferénikos?, preguntó Pegaso

— El caballo ganador en los Juegos Olímpicos en la carrera con jinete. Ferénikos era un caballo propiedad de Hierón I, tirano de Siracusa. Fue cantado por dos poetas insignes: Píndaro y Baquilides y su nombre significa «Portador de la victoria». Era el año 476 a.C. Ferénikos era un caballo muy joven.

— Vamos allá, Ferénikos, a satisfacer de agua al caballo que nos ha juntado. También me gustan los caballos, —dijo Pegaso.

Mientras Bucéfalo se llenaba del agua que necesitaba, nosotros dos nadábamos sobre aquella agua que permaneció limpia y cristalina mientras no removiéramos el suelo de barro y de poca vegetación. Una vez que ya nos habíamos lavado solo con agua todos nuestros sudores y suciedades, nos metimos un poco más al fondo para nadar. Al rato Bucéfalo estaba reclamando nuestra atención con relinchos y salimos del agua. Entonces entendimos que la parte más profunda escondía algún peligro que ignorábamos pero que los animales perciben de inmediato. Acariciamos a Bucéfalo y él manifestaba su alegría por tenernos juntos a su lado.

Emprendimos el camino hacia mi hato y ya casi en casa descubrí que las pisadas de Pegaso dejaban sangre sobre el suelo y lo monté sobre Bucéfalo. Llegamos a casa y le apliqué una poción a sus pies hecha de diversas hierbas y le envolví los pies con hierbas trenzadas.

— ¿Ferénikos, hace tiempo que estás por aquí?

— Ya llevo más de tres años, casi cuatro.

— Lo pregunto porque a ti no se te han abierto los pies, —afirmó Pegaso.

— El primer año me pasó eso que tienes y probé muchas plantas y hierbas hasta descubrir esto que te he puesto. Mañana ya te habrá cicatrizado todo. Luego te ocurrirá un par de veces más, hasta que las plantas de tus pies se conviertan en tus zapatos.

Estuvimos un rato en silencio pensando, al menos yo, en la alegría interna que tenía de haber encontrado alguien que pudiese ser mi compañero, que piensa de la sociedad actual como pienso yo y que se apartaba de ella para vivir sumergido en una experiencia que hace descubrir nuestras debilidades y la fortaleza de nuestra inteligencia para ayudarnos a sobreponernos ante las amenazas de tantas cosas de un mundo mecanizado y excesivamente tecnificado. Ahora bien, a veces los mismos animales nos enseñan determinados trucos y señales para que la naturaleza no nos sorprenda tanto.

— Pegaso, ¿cuánto tiempo llevas fuera de tu casa?

— Exactamente hace un mes tomé la decisión de irme de casa a un lugar lejano y hacer mi vida, justo un mes, Ferénikos, solo un mes; pero no me he cansado…, lo encuentro todo tan diferente, tan ameno. Hace poco fui a comer miel a un panal que destilaba como un grifo y me dije: «estas chicas han trabajado para mí, no lo voy a despreciar». Comí miel sin parar, y ellas me picaban a rabiar, pero tomé sus picaduras como unos besos y hasta lo disfruté, lo disfruto, prefiero la naturaleza con sus inocentes peligros antes que la sociedad con sus traiciones traperas…

— En eso llevas razón. Mira, Pegaso, yo soy gay, salí del armario, antes era para todos, para mi familia, mis amigos, mis colegas un tío macanudo; cuando les comuniqué que era gay para que no les extrañaran ciertas actitudes, se me volvieron de espaldas, todos, padres, hermanos, amigos, colegas, todos… Mis padres van al valle una vez al mes, si los veo me hablan solo de que vuelva, rehaga mi vida y vaya a un sicólogo para quitarme este mal… A veces voy a verlos a la distancia, pero no me dejo ver; saber que están ahí me pone triste…

— ¿Eres activo o pasivo, Ferénikos? Supongo que activo, ¿cierto?

— No, soy versátil, pero tampoco me importa, depende de cada momentos ¿y tú, Pegaso?

— También me da lo mismo, pero soy más receptor, aun me queda mucho orgullo que engullir…

— Ja, ja, ja; no creo, descubro en tu semblante un gran porcentaje de humildad.

Nos pusimos de pie para besarnos y abrazarnos, nos calentamos un poco con el roce y decidimos dejarlo para más tarde. Pegaso necesitaba descansar, porque sus pies tenían que dolerle no poco. Nos acostamos los dos juntos porque no quería dejarlo solo, nos abrazamos y nos dormimos. Desperté a la media hora más o menos, Pagaso dormía y yo fui a dar de comer a las dos vacas, a Surabhi y a Goloka, mis vacas sagradas, que me alimentan de su leche y me van a producir más vacas, también di de comer a las gallinas, a los conejos y a los caracoles de la jaula. Atendí debidamente a mis caballos. Cuando regresé de estas faenas, Pegaso me estaba esperando sentado en el suelo. Me dijo que se había levantado y casi no le dolían los pies, y que le gustaría ver los animalitos, le dije y convencí que al día siguiente para que no se le infectaran los pies. Estuvo de acuerdo. Yo sabía que al día siguiente ya se le habrían cerrado casi por completo las heridas, ya que no tenía los pies cortados sino despellejados.

— Ferénikos, ¿cuándo descubriste tu sexualidad?, ¿cómo supiste de tu orientación sexual?

— Te lo contaré todo, pero tú también me has de contar tus peripecias, Pegaso.

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